En Nothing Hill no hay aun ni rastro de Francis, que acaba de terminar de decidir si llevar unas cosas o las otras, empacando y desempacando, despidiéndose de su madre con lloros y promesas, y tratando de conseguir un taxi porque se le ha hecho tarde.

El escritor mete al caballo a la casa de fachada azul y ventanas de madera oscura. Dentro las paredes blancas y desnudas hacen parecerla aún más vacía cuando los pasos del animal resuenan sobre el suelo de madera. Aun así no le importa si lo estropea o se caga y se acerca a prender fuego a la chimenea y se acerca a prender fuego a la chimenea. No está muy seguro de como se hace, es una de esas cosas, pero se recuerda a si mismo que va a vivir sin lujos ni sirvientes en adelante, así que se esfuerza por conseguirlo.

Cuando al fin ha logrado prenderlo es que debe oír una piedrita en la ventana. La mira sin estar seguro que no haya sido un crepitar del fuego en una sala completamente desnuda de muebles que resuenan los sonidos.

Vuelve a escuchar otra piedra, así que levanta las cejas y se acerca a la ventana. Tras un momento de duda sin estar seguro de COMO se abren, consigue hacerlo para asomarse. Un joven sastre con un traje de viaje, abrigo y sombrero, le hace aspavientos desde la calle, secretamente incrédulo de que este de verdad ahí.

El escritor se sonroja y se mete para adentro enseguida. Se muerde el labio pensando en todas las cosas que le dijo a su padre como si él pudiera saberlas y se sonroja más, vacilando... ¿Y si sabía de verdad que él estaba enamorado? Da un par de vueltas sobre sí mismo en el cuarto vacío, pero por otro lado había cumplido su promesa de venir a huir junto a él.

El francés busca por dónde meterse... Y luego recuerda que en realidad viene a ver al hombre de la casa. Sonríe un poco más riéndose de sí mismo, volviendo a pensar que esto era muy, MUY romántico, tanto que valía el no poder besarle en público o tomarle de la mano. Carga sus dos maletas y se acerca a la puerta saboreándose el beso que pretendía darle ahora que estuvieran solos.

Un poco nervioso es que pide que le abran... y cuando no pasa nada tras unos segundos, recuerda otra vez que no hay servicio, apretando los ojos y yendo él mismo, incomodo. El francés toma las maletas y pasa delante de él sacudiéndose una poca de lluvia de encima.

—¡Estas aquí! Pensé por un momento que no vendrías... Bueno, eso lo pensé mientras venía en el carro —confiesa el sastre.

El inglés le mira, mira sus dos baúles y piensa en la pila enorme de cosas que tiene él amontonadas en mitad de la sala, en bolsas y cajas que son como cuatro veces más voluminosas... y pesadas.

—Estoy... —ilusamente, estaba tan enfadado con su padre que ni había pensado aun que él pudiera no ir.

—Cierra. ¿Hay alguien más en la casa? Uhh... Es enorme, solo la sala es mi sastrería y mi casa.

Arthur parpadea porque, de nuevo, no acaba de entender porque la puerta no se ha cerrado sola. Es decir... alguien. Lo hace y le mira.

—No, no hay nadie. Está aún vacía para que Miss Jones pudiera decorarla a su gusto. Por eso parece tan grande, pero es bastante pequeña.

—No, no... Es enorme —pone las maletas en el suelo y se gira a mirarle también. Sonríe un poco, se humedece los labios y da un paso hacia él.

—En fin... a nadie le importa. Al final supongo que padre dispondrá de ella como le plazca —se encoge de hombros.

—Antes de eso... Me apetece que la casa de tu padre vea algo importante —sonríe más y le pone las manos en la cintura. El escritor se paraliza y se sonroja de golpe al recordar a su padre diciéndole "me hablas como un hombre enamorado" cuando siente ahí sus manos—. Cierra los ojos.

—Va... vamos junto al fuego a que te seques y entres en calor, e-espera —mano a su pecho.

—Vamos, pero quiero igual que cierres los ojos porque quiero darte un beso —sonríe y le brillan los ojos con la idea. Lleva toda la tarde imaginando el beso porque ya le pidió que huyera con él, ha vuelto a darle besos y ahora están aquí, a solas. Claramente lo único que impedía un beso era el espacio que ha ya entre ellos. El inglés se sonroja de nuevo y aparta la cara con los ojos muy abiertos

—Yo... aun soy un chico —se separa yendo hacia las escaleras y el cuarto en el que esta la chimenea encendida.

—¿Y? ¿Eso qué quiere decir? —pregunta quedándose un poco desconsolado con su beso pendiente. Le sigue igual.

—Pues que... no soy una chica —explica y le mira de reojo.

—¿Y eso que? Eras un chico hoy que me besaste igual —responde el francés, con cierta sonrisita de lado, pensando que es un juego.

—Pero pues... ¡Yo no te besé! —chilla nervioso, defendiéndose.

—¡Claro que sí! —responde frunciendo un poco el ceño.

—¡Claro que no! —discute igual.

—¡Hoy me devolviste el beso! —protesta frunciendo más el ceño—. ¿Por qué lo niegas?

Él se sonroja más y da un pasito atrás porque le da bastante vergüenza y es bastante complicado, aun no acepta que realmente puedan gustarle los chicos y el sastre le presiona bastante. Todo eso suenan a las acusaciones malignas propias de sus hermanos que le hacen sentir bastante humillado, así que le sale chillar mentiras para quitarse de los problemas.

—Yo no... No hice... No... —vacila.

Francis le mira fijamente entre las sombras tratando de entender lo que pasa. ¡Estaban aquí por los besos! Y esta negativa no dejaba de ser... al menos un poco desmotivante. Desde luego el sonrojo era plenamente indicativo, además, de que SÍ que quería un beso.

Así que esto era únicamente otro ataque de histeria y terror por... Ser lo que eran. Piensa en su madre hablando de las dificultades que tendrían. De no poder besarse en público o tomarse de la mano y cae en la cuenta de que, aquí, con Arthur, antes de tener que pensar en los problemas del mundo con ellos, va a tener que pensar en los problemas que tiene Arthur con ellos mismos.

—¿Entonces qué haces aquí? —presiona un poco eligiendo un camino peligroso para enfrentarlo.

—Yo... y-yo —vacila más, es verdad... ¿Qué hace aquí entonces? esta era la prueba inculpadora clara. Tal vez debería marcharse, quizás sería mejor volver a su casa y olvidar todo este asunto difícil que... se le corta el tren de pensamientos cuando el francés se le acerca otra vez con el ceño fruncidito y le toma el brazo... solo por tocarle. Da un gritito y un salto haciendo un gesto para que le suelte. Francis traga saliva y le suelta, quedándose con la mano en alto...

—P-Pero... —susurra más desconsolado de lo que quisiera. Escucha la voz de su propio padre, quizás, riñéndole un poco en su mente: Francis, solo le has dado tres besos... no seas frágil, ¡nadie dijo que fuera a ser simple! ¡Lucha por ello!

—¡Esta es mi casa! —chilla sin pensar porque está asustado, como si esa fuera la excusa perfecta para estar aquí esta noche y no por haber quedado con él. Claro, es perfecto, en realidad él no es quien tiene que salir corriendo, puede estar aquí todo lo que quiera sin dar explicaciones a nadie. El sastre baja la mano y la cabeza con esa declaración, un poco asustado también y sin saber a qué se refiere con ello.

—¿Y eso qué...? Tú me dijiste que viniera —se defiende en un susurro.

—¡No! —chilla de nuevo nervioso, a pesar de que sabe que es verdad. Puede explicar que esta es su casa y por eso está ahí, a pesar de que ni borracho iba a acercarse sin un buen motivo y menos antes de que los Jones llegaran a la ciudad, ¿pero cómo explica la presencia del sastre? obviamente es su casa así que ¡él es quien le dejó entrar! su corazón se acelera de nuevo con la implicación.

A Francis se le caen un poco las expectativas con ese chillido, quedándose con la boca abierta.

—¡Yo no soy como esas doncellas de la condesa! —chilla al darse cuenta, le había dejado entrar justo como esas chicas. Tal vez esta noche quería hacerle eso horrible de los homosexuales y luego a la mañana siguiente, una vez se hubieran ido, una vez él hubiera renegado de su familia y se hubiera escapado dejando en desplante a su padre y su prometida sin posibilidad de volver, Francis simplemente encontraría otro muchacho o tal vez una muchacha. Se la imagina rubia con el pelo ondulado, los ojos azules, las facciones finas y grandes pechos, bastante parecida al mismo Francis, o más bien, a la madre de este. Se los imagina besándose y riéndose de él, solo, abandonado, enfermo de homosexualidad, sin familia, amigos, ni trabajo al que poder aspirar, en alguna ciudad lejana, fría y desconocida. La ansiedad le presiona el pecho y respira con dificultades.

—¿Cuáles doncellas de la condesa? —pregunta Francis sin oír bien ni la mitad de lo que están diciendo.

—¡Las que desfloras y luego te largas! —le acusa casi con lágrimas en los ojos.

—¿¡Q-Qué!? —levanta las cejas

—¿Cree que no hablan? —vuelve al trato distante para protegerse.

—No, no creo que no hablen, solo que no... —sabía que tú escucharas, ni por asomo, acaba la frase en su mente, se pasa una mano por el pelo y le mira aun—. No, no eres como ninguna doncella o... en realidad como nadie más. Ojalá las doncellas fueran así, esto sería mucho más fácil.

—¡Seguro eso les dice a ellas! ¿Cómo podría saberlo? —sigue acusándole, desbordado.

—Ellas me quieren. Todas —Francis se pasa ahora las dos manos por el pelo tratando de aclararse la mente al dar una explicación que no pensaba en lo absoluto tener que dar... Mucho menos hoy—. Es fácil todo con ellas... y a la vez tremendamente difícil negarse.

—¿Qué? —pregunta bastante incrédulo de todo lo que oye.

—Solamente voy ahí, ahí o a cualquier casa y... Ellas vienen. Aparecen, siempre... Me sonríen, hablamos... Solo hace falta volver y elegir a la más bonita o a la que mejor me cae —sigue el sastre.

Arthur traga saliva sintiendo que eso fue más o menos así con él, sin que lo notara en realidad. No que él quisiera nada en realidad, nada más que fastidiar su boda, pero desde la perspectiva del francés y teniendo en cuenta la ansiedad del momento...

—Y... La llevo a donde sea, a cenar o a caminar... No tengo que hacer nada más que sonreír y pasarlo bien. Algunas quieren un beso en la puerta, otras un beso detrás de los matorrales... Y otras bastante más que eso. Y es muy fácil, todo eso es muy fácil. Unas vuelven a sonreírme al día siguiente... Otras actúan como si nunca hubiera pasado aunque se sonrojan a mi lado. Otras se indignan cuando no vuelvo a verlas, pero yo nunca, NUNCA dije que me casaría con ellas, ni siquiera dije nada de una relación. De hecho, siempre que preguntan les digo que yo no hago esas cosas —agrega con sinceridad.

Arthur se agarra de algo, pensando que va a caerse cuando las piernas le tiemblan, porque es verdad que nunca ha dicho nada de una relación ni de nada. Aunque piensa que es idiota que se excuse con eso puesto es obvio que va implicito, así que no le quita lo sinvergüenza.

—La cosa es que todas... bueno, y todos... Suelen ser bobos que en realidad están interesados en lo bien que me veo y lo fantástico que soy en la cama, pero... —vacila un poco y traga saliva —, nadie suele interesarse realmente por mí. Les gusta mucho que les oiga y me impresione de sus aventuras y sus sueños y no digo que no me oigan cuando les digo los míos... Pero de ahí a escucharme realmente...

Arthur frunce un poco el ceño.

—Y tú... Tú me invitaste a la ópera. Esto hace sólo unos días empezó igual que cada vez... ¿Por qué decirte que no? Ópera, leves flirteos, el opio. No sonaba mal hacerse el amante de un excéntrico rico. Pero después caigo en la cuenta de que lo ÚLTIMO que quieres conscientemente es ser mi amante... Y… aun así, te preocupas por mí y me escuchas de verdad... ¡Y es tan renuente lo que hacemos!

—Yo no... ¡No hago eso! —chilla—. ¡No quería ser su amante!

—Ya lo sé... —sonríe un poco y vuelve a dar un pasito hacia él—. Quizás eso es lo que te hace tan... Distinto.

—Yo no estoy enamorado de ti, ¡diga lo que diga mi padre! —chilla muy nervioso todavía, aunque como ha aceptado su premisa se ha relajado un poco.

—Yo creo que... Yo si estoy un poco enamorado de ti. Aunque sólo hayan pasado unos días —confiesa. Arthur levanta las cejas y se queda con la boca abierta, sin habla, señalándole con el dedo. Francis se ríe un poquito, medio avergonzadillo—. Mi mamá también lo cree... Y ella siempre tiene razón en esas cosas.

El escritor abre y cierra la boca algunas veces como un pez, sin saber del todo qué decir.

—Recuerdo haber estado enamorado de pequeño, en Francia... Y luego aquí, al principio, de Toni que es hoy mi amigo —empieza a hablar y parlotear un poco, acercándose a él otra vez con esa necesitadas de tocarle. Intenta abrazarle de la cintura—, pero no así... Y...

—Wah! —se sonroja de golpe y se mueve para quedarse cara a él.

Francis no lo piensa un segundo más y se abalanza encima suyo a darle el beso.

—¡Mm! —protesta Arthur un instante antes de empezar a dejarse llevar con bastante ansiedad todavía. El calor de la discusión, la mezcla entre desilusión y el darse cuenta que, en el fondo, el inglés está igual que él, hacen que Francis se pierda una vez más del todo en el beso.

No es como que el inglés se pierda menos, un poco más tarde, nota que se está excitando, le pone un poco nervioso y trata de sentir si al francés también le sucede. Como así es, se relaja un poco aun sin pensar en el asunto de la sodomía que le habló el doctor.

Francis toca finalmente todo lo que quiere, dejando de pensar en su totalidad y dedicándose simplemente a disfrutar el cuerpo que cree ya recorrió en una ocasión, aunque no lo recuerda. Esto era mucho mejor. Tocarle los brazos delgados y los hombros más angostos que los suyos. La clavícula, el esternón.

Arthur le sigue los movimientos de manera inexperta intentando imitarle y hacer algo, inseguro pero en un ochenta por ciento demasiado perdido y sobrepasado con todo.

Las manos del sastre reptan por debajo de la camisa del escritor mientras piensa que esto sería más cómodo sin estar de pie. Le empuja hasta que la espalda le da contra alguna pared y se separa un poco de sus labios buscándole la mirada.

Arthur se relame con los ojos a media asta y el corazón desbocado.

—Me gustas... —susurra en francés arrastrando las vocales Arthur siente que llega al punto a donde iba con la excitación al oírle.

—Yo... —susurra tras unos instantes sintiendo el que francés es el idioma más musical y hermoso del mundo. Él le acaricia el pelo y sonríe un poco.

—Quiero... —besito en el cuello—, hacer esto... —un camino de besitos hasta el oído—, en todo tu cuerpo.

El inglés sigue la mano con la cabeza, levantándola y se queda un poco sin aire. Francis le acaricia suavecito el abdomen y sonríe un poco más.

—Yo... yo... —empieza el escritor con el cerebro prácticamente apagado.

—Oui? —sonríe.

—T-Te... —abre un poco más los ojos y le mira.

—Venga, termina una frase —bromea un poquito, acariciándole un poco el abdomen.

—Te quiero —asegura su corazón, mirándole a los ojos intensamente.

Francis sonríe, genuinamente y le abraza de la cintura hacia sí, riendo suavemente sin que sea en burla. Arthur levanta las cejas y se sonroja abrazándole del cuello sin saber qué ocurre.

—Eso es muy bonito. Cierra los ojos —pide.

—¿Qué? ¿Qué? —pregunta nervioso, parpadeando un poco al haber vuelto en sí.

—¡Ciérralos! ¿Ya los cerraste? —espera a que así sea—.Te quiero... Idiotamente, solo a unos días de conocerte. Te seguiría a África o a América si me lo pidieras.

El escritor tiembla un poco en sus brazos con esas palabras, pero no abre los ojos.

—No te cases —agrega.

—Vamos... vamos arriba y hablemos —pide sin abrir los ojos.

—Vamos a donde quieras.

Se pasa una mano por el pelo, se arregla un poco en los pantalones y le busca la mano. El francés se la toma, apretándole un poco.

Tira de él hacia el piso de arriba, incomodo con los pantalones mojados y va detrás, claro, admirando la casa enorme en la que iba a vivir con lady Jones, sonriendo como un idiota.

El escritor le guía hasta el cuarto de la chimenea donde están todas sus bolsas.

—¡Anda! Así es como huye de casa un chico rico —exclama el sastre nada más verlas, impresionado con la cantidad que hay.

—¿Qué? —parpadea habiendo olvidado ese detalle y le mira sin entender.

—Traes más cosas que todas mis cosas juntas —explica señalándoselas.

—Ah... ah! Ehm... sí. Hay unas pocas... —balbucea mirando donde le indica y sonrojándose un poco.

—¡Pocas! ¿En qué vamos a fugarnos? ¿¡En un tren!? —pregunta porque la verdad es que no está muy seguro y tampoco sabe cómo van a cargar todo eso hasta un tren de todos modos.

—Pues depende de a donde vayamos... —aclara sin preocuparse demasiado en realidad por la cantidad de bultos, pensando que alguien se ocuparía o… se moverían de algún modo, siempre había alguien que hacía esas cosas, sin notar que ya no tiene servidumbre.

—¿A dónde iremos, mon amour? —pregunta sonriendo un poco de todos modos, no queriendo pensar en problemas tan mundanos como simple logística por ahora.

—A... donde queramos —responde el escritor haciendo gala de la mente mucho más romántica que práctica que lo caracteriza.

—Sí... Y no —responde el sastre valorándolo, con un semblante preocupado en el rostro.

—¿No? —levanta las cejas y le mira a los ojos sin haberse esperado esa respuesta.

—Yo... No sé. No sé si sea tan fácil —confiesa sin querer ser él quien destruya la magia de la aventura, pero la verdad es que si querían que esto funcionara, alguien tenía que ver las cosas del lado práctico y racional por una vez.

—¿Por? —pregunta Arthur frunciendo el ceño e intentando dilucidar si se trataba de realmente un problema técnico o había alguna intención oculta detrás de las palabras del francés, referente a no querer marcharse y dejar su vida montada o… que tal vez no le quisiera lo suficiente para renunciar a todo como él había hecho.

—Porque ir lejos cuesta, monsieur—explica sonriendo un poco de lado y haciéndole una caricia en la cara, con ternura y en realidad una mirada clara de que no hay más intenciones oscuras en este acto.

—¿Qué cuesta? ¿Dinero? —parpadea sin entender la inquietud en eso, con la típica despreocupación de quien no ha pensado en el dinero apenas ni durante un minuto entero en toda su vida.

—Sí, Arthur —asiente Francis con pesar temiendo que realmente no haya valorado este aspecto y por una tontería como esta no puedan hacer realidad sus sueños impetuosos.

—Pero yo tengo dinero... y puedo conseguir más. Después me colaré en casa y vaciaré la caja fuerte de mi padre —decide en un solo segundo, frunciendo el ceño y sonriendo sin encontrar ningún tipo de impedimento ético en la propuesta.

—No puedes robarle a tu padre —asegura Francis levantando las cejas y palideciendo.

—No es robarle, es mío también ese dinero —discute muy seguro, mesándose la barbilla y mirando el suelo con expresión de concentración, pensando en cómo hacerlo.

—¿Tuyo? ¿Por? —pregunta el sastre inclinando la cabeza, un poco intrigado con eso. ¿No que Arthur era un señorito que no había trabajado en su vida?

—¡Soy su hijo! Es dinero de la familia —explica él sin darle más importancia, en una postura egoísta claramente inmadura aun maquinando internamente sobre como colarse furtivamente en el despacho de su padre todo vestido de negro mientras el servicio duerme, burlando la seguridad y haciéndose con el botín como si fuera Sir Francis Drake asediando los barcos de la armada española… ¡O mejor aún! ¡Como Robin Hood!

—Me culparan a mí si yo desaparezco también —se lamenta Francis apretando los ojos y añadiendo otro crimen a su dramática lista mental sobre todos los motivos que podrían apresarle y mandarle a prisión, junto a embaucar a un señorito de clase alta y ser homosexual.

—Me culparan a mí desde luego —discute el escritor saliendo de sus pensamientos en su dilema interno sobre si ser un frío y calculador corsario o un hábil e inteligentísimo vengador justiciero.

—No. De ti no dudarán —niega Francis de forma mucho más sensata y realista, porque lo sabía, lo había visto un millar de veces, los burgueses culpaban de todo al proletariado como él y a menudo acababa pagando uno de sus semejantes, ajusticiado como ladrón por los crímenes que en realidad había perpetrado su patrón por ejemplo malgastando el dinero en apuestas.

—Yo no estaré tampoco y tú no sabes dónde está la caja —responde de un modo un poco inocente y justa porque de verdad le parece idiota que alguien vaya a acusar al sastre de esto que es obvio no tiene ninguna culpa sin entender del todo como es que realmente funciona la diferencia entre clases sociales y como los ricos rara vez son los ajusticiados por algo.

—Ya lo sé pero... No sé. ¿Y si te atrapan a ti? —vuelve a preguntar preocupado porque tampoco es una perspectiva que le encante y realmente parece arriesgado hacer algo así. Todo Londres sabía que Lord Kirkland era un hombre adinerado, seguro que Arthur no era el primero en proponerse una hazaña como esta y si personas más experimentadas no habían logrado el cometido…

—No me atrapan, sé perfecto como hacerlo —responde sonriendo con seguridad a pesar de que su mente está más predispuesta a imaginarse a sí mismo como el protagonista de una gran aventura que en resolver los verdaderos detalles importantes.

—¿Y tendremos muchísimo dinero para hacer todo lo que queramos? —pregunta dejándose seducir un poco por la idea y la sonrisa del escritor.

—Bueno, muchísimo no, bastante —responde un poco más incómodo, porque no estaba en su idea desvalijar por completo a su familia, si bien parte de ese dinero podía considerarse suya, estaba claro que no TODO lo era y a pesar de los métodos (más causados por la evidente impotencia de su familia de entender lo que impulsaba sus acciones e imposibilitaba cubrir sus necesidades de una manera un poco más encarada al dialogo) no era un ladrón completamente falto de moral.

—Para mí, estoy seguro que será MUCHISIMO —se ríe el sastre de todos modos—. Me preocupa Maman.

—¿Qué te preocupa? —frunce un poco el ceño porque ese problema sí parece mucho más difícil de resolver.

—Aunque no estemos... ¿Recibirá su herencia? —pregunta con sencillez la pura raíz de sus desvelos.

—Pues... si Wallace firma... —vacila, porque sabe que su madre lo ha estado escondiendo hasta ahora y si desaparecen ellos dos y por lo tanto el punto de presión, es muy fácil que vuelva a optar por echarle burocracia al asunto con el fin de ocultarlo y que nadie nunca más vuelva a sacarlo a la luz.

—Confío en tu madre —Francis le sonríe sin ese agobio, pensando en el feliz futuro juntos que les espera—. Maman nos hizo chocolates —recuerda levantando las cejas—. ¿Quieres? Hace los mejores chocolates del mundo.

—Oh... —asiente y sonríe un poquito, aunque aún está preocupado por ese asunto de la firma de Wallace.

—Espera aquí... —sonríe y sale corriendo.

El escritor parpadea y de repente se acuerda de su problema fisiológico. Se da la vuelta a irse corriendo a limpiarse, pero el sastre no tarda en subir con un bote de vidrio lleno de chocolates y algunas otras cosas para la cena y el camino que les ha puesto su madre.

Se encuentra al inglés manos en la masa, sin pantalones ni ropa interior, buscando en sus bolsas unos limpios, de pijama a poder ser. El francés se queda en silencio unos segundos parpadeando al verle. Sonríe sin poder evitarlo porque es mono y le gusta mucho.

Le muestra el culo mientras busca dentro de un baúl, así que Francis se humedece los labios y le cuesta un montón no silbarle pero el inglés, por supuesto, ni se entera de las intenciones reprimidas ni que está ahí, buscando lo más deprisa que puede y siendo tan feliz cuando por fin encuentra unos.

Francis se le acerca sigilosamente tratando de entender QUÉ demonios es lo que hace. Arthur los saca y los levanta en alto triunfador con un grito de ¡Ajajá! A lo que el francés levanta las cejas y se ríe un poco.

El niño rico se mete un susto y se da la vuelta, cubriéndose con ellos. Se sonroja automáticamente.

—¿Estás intentando seducirme? —sonríe de forma seductora, mucho mucho más cerca de lo que a Arthur le gustaría en estas circunstancias.

—¿Q-Q-Q…? —tratamudea rojo como si tuviera la cara en llamas.

—El culo al aire y todo —sonríe acercándose aún más, dispuesto a tocarle, el brazo, la cara… lo que pueda.

—¡No! —se sonroja más y se cae sobre sus caja al dar un paso atrás aun usando los pantalones para taparse.

—Me gusta tu culo —asegura en un susurrante francés que se le clava como una flecha en el cerebro al escritor. Se lleva las manos al culo, por suerte no se destapa. Francis sonríe más aún porque es torpe toooorpe—. Oui, ese culo.

—¡N-No! —exclama asustado sin saber qué responder, sintiéndose acorralado y sin poder moverse... lo que de alguna manera le convierte toda la situación en algo terriblemente erótico.

—Empiezo a sentirme demasiado vestido —sigue susurrando, acariciándole un poco el pecho y pensando seriamente en cómo lograr bajar la mano y acariciarle el culo que acaba de ver.

—NOO —se sonroja más pensando en que se desnude para él además, Francis se ríe un poco—. S-Solo deja... yo me... yo... —pide intentando escapar, pensando que no debería estar teniendo esta clase de pensamientos sobre desnudarse, besarse y tocarse hasta…

—¿Qué haces exactamente? Solo por curiosidad —le detiene el sastre con una pregunta en un tono divertido.

—¡Buscar unos pantalones! —exclama apretando los ojos, porque aunque antes ha tenido suficiente para satisfacerse, considera que podría volver a excitarse con pasmosa facilidad por culpa de este… francés.

—¿Y qué tienen de malo los que traías? —sigue, pasándole un dedo por el brazo, de arriba abajo, sintiéndose como un cazador acechando a su presa.

—Pues... —se pone más nervioso porque no quiere decírselo y está cerca y le está tocando todo el tiempo y se siente súper desnudo, se acomoda estos todos arrugados sobre sus regiones vitales—. No eran... adecuados.

—Oh, ¿el señorito quería ponerse un traje con pajarita para la cena? —sonríe un poco más burlón.

—¡No! Pero esos son pantalones de montar —se justifica, Francis sonríe—. Yaaaa, vale. No me molestes —protesta sonriendo un poco con esa sonrisa, deshaciendo un poco la tensión sexual y le da una patadita en un muslo.

—Monsieur Kirkland... Vale... No... ¡Au! —protesta rié se ríe también y le da otra para que se aparte y poderse poner los pantalones.

—Auu! —protesta en un chillidito con voz aguda, quitándose. El escritor aprovecha para ponerse los pantalones ahora sí lo más rápido que puede.