—¿Hola? ¿Hay alguien ahí? —pregunta el policía subiendo las escaleras y es, gracias a dios, el francés quien le oye y se separa abriendo los ojos como platos.
—Arthur... ARTHUUR! —susurra. El problema es que el nombrado no sabe ni dónde está, estrangulando la colcha y los cojines con los brazos.
El sastre se asusta al escuchar realmente a alguien ahí separándose del todo. Toma las cobijas del suelo y tira de ellas intentando esconderles detrás de los baúles. Le sube los pantalones del pijama.
Arthur parpadea volviendo en sí y se asusta sin entender aun, yendo a esconderse también.
—Sal... Sal tú, es tu casa —le susurra el francés empujándole un poco—. ¡Tienes todo el derecho a estar aquí!
—¿Que salga dónde? —no tiene bastante sangre en el cerebro.
—¿Cómo que dónde? Pues... ¡con el que grita! No es tu padre, ¿verdad? —sigue empujándole en pánico.
—¿El que... qué? —oye ahora él los gritos y palidece—. ¡Hay que irse!
—¿Irnos? ¿Irnos a dónde? Si están todas tus cosas aquí... ¡Solo di que estas aquí supervisando! —exclama asustado todavía, señalándolas.
—¡No voy a salir... así! —protesta porque sigue con el asunto tremendamente incómodo.
—Tápate con algo... Con... Lo que sea. ¡Anda! Ve y dile que se largue —protesta tapándose la cara con las manos, hecho bolita detrás de las cajas.
—¡No, vamos! Es un policía, cuando vea que no hay nadie se irá —tira de él para salir por la ventana.
—Pero verá tus cosas... Y mis cosas están dentro —y soy torpe para escapar por la ventana.
—¿Y eso qué? Son mis cosas en mi casa —la abre y se sienta en el alfeizar.
Francis vacila un poco con evidente temor, palideciendo. Arthur se da la vuelta descolgándose de las manos y moviendo los pies para llegar a asirse a algo.
El policía sigue abriendo puertas y el inglés se deja caer al suelo. El francés piensa que si el policía le encuentra aquí será terrible... TERRIBLE. Pero es que saltar así por la ventana...
—¡Au! —protesta el escritor y cae al suelo de lado masajeándose los tobillos, nada acostumbrado a esto—. ¡Vengaa!
El sastre es mucho más torpe, aunque alguna vez sí ha salido por la ventana volando porque el marido de alguna de las chicas, que nunca le dijo que tenía marido, ha llegado antes de lo previsto. Pero esto es muy alto y le da miedo igualmente.
Arthur se pone de pie y levanta las manos tomándole de los tobillos.
—Yo te sujeto, ¡vengaaa!
Con la tensión y los nervios presionado, los ojos azules miran hacia abajo angustiadillos. Traga saliva. Las manos del inglés y su voz le tranquilizan un poquito.
—Me sujetas —repite temblando un poco—. V-Voy a soltarme
—¡Sí, corre o nos verá! —le apremia.
—¡Pero me sujetas! —insiste.
—¡Que sí, venga! —tira de él.
Francis se deja caer, apretando los ojos y pensando que va a matarse. Arthur le sostiene lo mejor que puede, abrazándole y metiéndose con él al porche cuando el policía se asoma.
—¡Me has atrapado! —le abraza con fuerza temblando aun un poco olvidándose del policía.
—¿Estás bien? —susurra y le abraza más fuerte.
Asiente con la cabeza sintiéndose tan seguro en sus brazos como se lo sentía con su padre... O con Toni. Sonríe ante eso sin notarlo. Él sonríe también.
—Empiezo a deberle demasiados favores, monsieur —susurra dándole un beso en la mejilla.
—¡Eh! ¡Vosotros! —grita el policía al oír voces y notar movimiento.
—Venga, corre! —grita Arthur al oír al policía, tomándole de la mano y tirando de él, sin poder hacer caso del beso ni de la frase.
—Ahhh! —grita un poco el sastre, asustándose otra vez y corriendo también... No trae ni zapatos y... no trae ni calzoncillos, solo la camiseta interior pero se deja arrastrar dócilmente
Arthur le saca del jardín corriendo por las calles oscuras, mojadas y llenas de niebla. Cuando están lo bastante lejos se detiene contra un muro con la respiración agitadísima. El sastre casi se cae arriba de él de lo falto de aire que está, pasándose una mano por el pelo, asustado.
—Es que si nos atrapan van a colgarme —lloriquea de verdad nervioso.
—No, no... No nos atrapan... y —el inglés le mira de reojo—. Necesitamos ropa.
—No me digas... —porque además así tranquilo tranquilo no está.
—Espera —Arthur se quita su camisa del todo y se la da.
El sastre le sonríe un poco al ver que le da la camisa inclinando la cabeza. Con unos pliegues de tela y moviendo las manos con rapidez consigue amarrarse la camisa en la cintura haciéndose unos calzones largos parecidos a los que llevan en Medio Oriente.
—Voy a... voy a volver, a por el caballo y más ropa si puedo e... iremos a buscar el dinero a casa de mis padres —planea en voz alta el escritor mientras le mira hacer eso, porque este es un tremendo imprevisto.
—Vale. Tráeme mi traje completo, con calcetines y no olvides los zapatos... ¿Crees que puedas sacar un pantalón de noche de mi baúl? —le sonríe porque a pesar de todo eso suena a una aventura... Los ojos verdes le miran fijamente con cara de circunstancias—. ¿E-Eso es un no?
—Me llevaré lo que pueda, tal vez el hombre siga ahí —responde escuetamente porque cree que tendrá suerte si consigue robar una toalla.
—Sé que podrás —le da un beso en la mejilla sonriendo un poco igual. Arthur se sonroja y aparta la cara, sonriendo un poquito—. Prometo terminar lo que no acabamos hace un rato en cuanto me sea posible.
El escritor se lleva las manos ahí y las cejas al cielo. Sale corriendo. El sastre se ríe dejándole ir, a su príncipe valiente, con los ojos aun un poco de corazón.
Arthur vuelve a acercarse a la casa por el jardín trasero, la verja de metal oscuro que colinda con la calle es de altas barras acabadas en punta con una flor de lis. Aun se sostiene la entrepierna cuando llega y se pregunta cómo va a saltar los más de dos metros de altura.
Trepa al murete con predisposición no obstante, la adrenalina del acontecimiento reciente y la excitación le da una falsa idea de sobreenergización. Y tampoco es especialmente torpe, tal vez de haber estado de buen año no habría podido consigo mismo, pero su cuerpo enjuto juega a su favor en esta ocasión.
Lo que realmente resulta incómodo es moverse con su problema genital, se engancha los pantalones a una de las puntas de la verja al dejarse caer a causa de ello y estos se desgarran de una manera un poco dolorosa. El muchacho cae al suelo desnudo entre las plantas del jardín.
El policía, que está merodeando por el jardín buscando al intruso, escucha a Arthur lloriquear en el jardín, se acerca a él con sigilo levantando las cejas al notar que está desnudo. Se pone en cuclillas junto a él.
—¿Hola? ¿Muchacho? —frunce el ceño.
El escritor está tumbado entre las rosas masajeándose el tobillo que se ha torcido al caer mal por culpa del pantalón enganchado. Se sonroja entero al notar la voz del guarda y se gira mirándole asustado, reptando hacia atrás y arañándose la piel al meterse entre los rosales. Vuelve a cubrirse sus inmencionables.
—¿Qué hace aquí así, joven? —pregunta inclinando un poco la cabeza y usando su porra para apartar la maleza y los rosales.
—Y-Yo... —levanta la cabeza y mira sus pantalones enganchados en la verja.
—¿Está intentando robar? ¡Identifíquese! —exige el policía después de levantar la vista también y más o menos entender cómo ha funcionado el proceso de colarse en la propiedad.
—¡N-No! ¡Esta es mi casa! —chilla nervioso haciéndose más bolita y apretando los ojos al sentir las espinas de las rosas clavándosele a la espalda y los brazos.
—¿Su casa? ¿Cómo va a ser esta su casa? ¡Esta es casa del señor Kirkland! —exclama incrédulo empezando a enfadarse.
—¡Yo soy el señor Kirkland! —chilla de vuelta con la poquita dignidad que le queda.
—Joven, no me insulte por favor. Conozco bien al Señor Kirkland y no es usted. ¡Alguien de su clase no estaría de ninguna manera en estas fachas, a esta hora en el jardín! —responde cruzándose de brazos.
—Pues claro que soy el señor Kirkland, ¡mi documentación está en la casa! —usa una mano para señalarla mientras se cubre aun con la otra.
—¡No lo es, le he dicho que le conozco bien! —replica el hombre que por lo visto no está muerto de frío, ni de vergüenza, ni se le están clavando todas las puñeteras espinas del mundo y por eso tiene tiempo de estar discutiendo malditos pormenores.
—¡Pues será a mi padre! —tiembla un poco de frío, frustrado.
—Es...oh, ¿es usted hijo de Lord Kirkland? —levanta las cejas al caer en la cuenta de esa posibilidad y entender por fin que quizás sí se está metiendo en un gran problema.
—Sí... —gira la cara y levanta las cejas pensando que no debería haberle dicho eso, que ahora va a ir a decirle dónde es que está y lo que hace… aunque eso es mejor que pasar la noche en un calabozo del yard, completamente desnudo y con Francis esperándole por la ciudad solo en camisa.
—Deberíamos ir con él. ¿Dónde están sus ropas? —decide el policía efectivamente haciendo realidad los temores del escritor.
—¿Qué? ¡No! ¡Esta es mi casa! —protesta de vuelta porque en realidad tampoco es la mejor perspectiva, pensando que tal vez si puede llegar a sonar lo bastante imponente y adulto pueda conseguir que este cabeza hueca entienda que es un hombre prometido, que pronto va a casarse y a vivir en esta propiedad como hombre de la casa y cabeza de familia y que no hay ningún motivo para ir a importunar a nadie contándole en mitad de la noche sobre sus sospechosos y excéntricos quehaceres entre las rosas. El haber sido encontrado en dichos quehaceres y la desnudez no ayudan con esa intención.
—¡Que va a ser su casa! ¡La casa está vacía! —sigue discutiendo el policía, al parecer de Arthur, infinitamente necio.
—¡Lo será después de mi boda! —que no se va a celebrar, añade para sí mismo.
—Por qué no se viste usted... ¿Dónde ha dejado su ropa? Y vamos a ver a Lord Kirkland —insiste impertérrito el policía, mirándole fijamente porque además, hasta que el propio Lord Kirkland no confirme la identidad de este pillastre no sabrá si realmente es un chiflado señorito burgués o nada más un perillán aprovechándose de cierto parecido para entrar a desvalijar casas.
—E-En... dentro —decide mejor centrarse en ese asunto, tal vez si coopera un poco encuentre una posibilidad de escape en algún momento.
—Dentro... —repite con sospecha entrecerrando los ojos.
—¡Sí! —responde intentando sonar indignado y no tan culpable.
—Veamos, vamos allá —levanta una ceja mirándole de arriba a abajo.
El pequeño de los Kirkland traga saliva al ponerse de pie y se sonroja más cubriéndose. Se lleva la otra mano al culo para taparse y corretea a la casa, cuando llega a la puerta y obviamente no tiene las llaves encima.
El policía se va detrás refunfuñando un poco... carraspea detrás de él.
—Las llaves están dentro... —murmura.
—Me imagino, me imagino —sin que parezca creerlo en absoluto.
El escritor se hace a un lado mirando al suelo para dejar que el policía abra la puerta, sin apoyarse en su tobillo torcido, cubriéndose aun y pensando que todo esto no podría haberle salido peor, es la situación más vergonzosa en la que ha estado nunca.
—Esto es un desastre, Señor, espero que lo entienda. Pero le advierto que voy armado... Así que, que no se le ocurra ninguna tontería —fuerza un poco la puerta y la abre.
Arthur traga saliva y no le mira, temblando. Se mete dentro dando saltitos y corre hacia sus cosas sacando unos calzoncillos y poniéndoselos, primero que nada.
—¿Podría explicarme qué hacía desnudo en el jardín? —pregunta en aras de la investigación policial, aunque con bastante curiosidad más allá de eso.
—Se me han roto los pantalones cuando intentaba saltar la verja —explica vistiéndose y sintiéndose mejor al hacerlo.
—Está usted desnudo, no medio desnudo. ¿Y el resto de su ropa? —insiste mirando alrededor, porque hay un montón de cosas y el muchacho no parece realmente estar interesado en ver cuáles son dignas de ser discretamente sustraídas, si no nada más vistiéndose. Aunque eso no probaba nada, podía nada más ser lo bastante listo como para ni siquiera intentarlo frente a un bobbie.
—No llevaba camiseta, estaba en pijama, iba a dormir y tenía calor —se sonroja un montón sin mirarle, pensando en lo que hacían en la manta del suelo frente al fuego, que sigue ahí acusadora.
—Mmmmm... ¿Y porque saltaba la verja? Estoy seguro de que aquí había más de una persona... —deduce al ver la ropa en el suelo, los pares de zapatos y los envoltorios de comida.
—¡No había nadie más! —grita de forma demasiado culpable dejando de vestirse un segundo y mira alrededor buscando las cosas del sastre para esconderlas entre las suyas.
—Yo lo vi, señor, eran dos individuos y ninguno se parecía a usted. Eran gente de la calle —le riñe aun sin entender del todo la naturaleza real de los hechos.
—Pues... yo salí corriendo porque creí que entraron ladrones —se inventa de repente acabando de cubrirse y busca sus documentos para mostrárselos—. De todos modos, ¿ve? —se los tiende—. Aquí está, Arthur Kirkland. Ese soy yo.
—Hmmm... —asiente no muy seguro—. Lo siento señor, ya sabe cómo son estos tiempos. De todas maneras voy a tener que ir a ver a su padre, así que le agradecer que venga conmigo.
—¿Qué? ¡Claro que no! ¡Mi padre es un hombre respetable y no va a querer ser importunado a estas horas en las que estará durmiendo! ¡Ya le he demostrado que soy quien digo y que la casa es mía! —protesta de nuevo pensando en el francés y en todos sus planes de huida, aunque ahora mismo se siente mucho más seguro para ser un exigente e insoportable señorito de clase alta.
—Lo siento, tengo instrucciones muy precisas respecto a este lugar y sé que vi a dos mal vivientes salir de él —niega con la cabeza porque está harto de tratar todo el día con esta clase de gente y esto es una definición de manual de actividad sospechosa.
—¡Pero usted ha dicho claramente que no se parecían a mí! ¡Debería estar usted registrando las calles para atraparlos! —sigue protestando pensando ahora que Francis sigue en la calle medio desnudo y como le atrape va a ser un desastre.
—En la esquina pediré a mi compañero que les busque mientras informó a Lord Kirkland al respecto —responde frunciendo el ceño de que un mocoso se crea con derecho a decirle como hacer su trabajo.
—¡No! —grita de repente, poniéndose más nervioso porque definitivamente prefiere que lo lleven frente a su padre a que atrapen a Francis y este tenga que pasar la noche en el calabozo, donde tal vez sí esté en problemas y ni con todos sus conocimientos de leyes pueda ayudarle—. L-Los dos. Tienen que venir los dos a casa conmigo frente a mi padre. Usted no puede presentarse solo o mi padre creerá que se trata de una broma. Y no le gustan nada las bromas... y menos aún que lo despierten.
—¿Perdón? ¿No decía que había que encontrar a los ladrones? —parpadea extrañado frunciendo el ceño.
—He... ¡Cambiado de idea en vista de lo poco que se presta usted a escuchar! —decide protestar, levantando la barbilla en su papel de estirado e irrazonable.
—Pues... ¿Sí? Si le escucho, ¡justo por eso! —protesta el policía poniendo los ojos en blanco empezando a cansarse de este jueguecito.
—Entonces hágame caso y déjeme tranquilo, ya ha visto que mis papeles están vigentes y que esta sí es mi casa —negocia de nuevo con el plan original.
—No. Lo siento, es la forma de proceder en estas circunstancias, por su seguridad —absolutamente taxativo—. Venga conmigo, ¿tiene un carro?
—No, tengo un caballo y más vale entonces que me acompañen los dos o les denunciaré por mala praxis. Soy un hombre de leyes —le amenaza tomando algunas de sus cosas en una bolsa para llevarse a casa, arranca una hoja de su diario escribiendo una nota para su acompañante y dejándola con el resto de cosas, pero visible. Cuando salen por la puerta deja caer al suelo discretamente las llaves de la entrada y va a montar en el caballo.
Un rato más tarde se presentan los dos policías con el escritor en la puerta de la mansión Kirkland.
El menor de ellos se mira las manos con el ceño fruncido, pensando en que espera que el sastre haya podido encontrar las llaves, entrado, vestido y leído su nota. Aun planeaba intentar escapar de nuevo cuando su padre lo mandara a dormir tras reprenderlo por dos horas por haberlo despertado, por haberle gritado antes esas cosas de su madre y por en general todo lo que había hecho esa noche. Y aun no le había robado el dinero siquiera.
Abre la puerta uno de los mayordomos, sorprendido al notar quien es. Les pasa a uno de los salones para poder ir a despertar a Lord Kirkland.
Arthur se sienta con la misma postura corporal incomoda y enfadada porque nadie parece entender nada de lo que le sucede y ha dejado a Francis solo a su suerte sin poder avisarle y tal vez estaba esperando en las frías calles de la ciudad a que regresara sin atreverse a volverse a acercar a la casa con solo una camisa. Como un solo mendigo le pusiera un dedo encima iba a haber muertos.
Un poco más tarde entonces, aparece Lord Kirkland en bata con el ceño fruncido y esa mueca en los labios que denotaba tremendo enfado.
La mirada verde de su hijo menor se levanta un instante hasta encontrarse con la suya, luego vuelve a bajar a sus manos frunciendo aún más el ceño.
La furia absoluta de su padre es bastante evidente cuando se sienta en uno de los sillones y pregunta, siseando, qué es lo que ha ocurrido después de recibir una breve explicación de los agentes, los deja marchar, agradeciéndoles su labor. En cuanto cruzan el linde de la puerta mira a Arthur con frialdad, en silencio.
—No ha pasado nada —susurra el menor mirándose las manos.
—Nada —repite Lord Kirkland incrédulo y enfadado.
Los ojos verdes le mira de reojo un instante y vuelve a mirarse las manos sin decir nada, regañado pero furioso, pensando en cómo hacer que esto acabe deprisa para poder marcharse.
—Eres el colmo, Arthur —empieza a regañarle. El nombrado pone los ojos en blanco—. No me hagas esa cara. ¡Eres el colmo! ¡Cada cosa que haces es un problema!
—¡No habría sido un problema si nada más me hubieran dejado tranquilo! —replica pasionalmente sin poder contenerse.
—Estás en una casa que es mía, a media noche... Y desnudo. ¿Exactamente qué pretendías? —protesta moviendo un poco las manos señalando el lugar, evidenciando lo absurdo de todo esto.
—Fue todo una sucesión de malos entendidos y circunstancias desafortunadas —sin embargo se sonroja porque mencione el estado de desnudez.
—Yo te mandé a tu cuarto —replica muy serio y taxativo a fin de manifestar lo obvio de una orden desobedecida. El muchacho gira la cara hacia el otro lado y frunce más el ceño—. ¿Exactamente qué es lo que voy a tener que hacer? ¿Sentarme a mirarte hasta mañana en la mañana?
—¿Qué? ¡No! —exclama escandalizado mirándole de nuevo porque eso sí destruye cualquier esperanza de volver hoy a las calles.
—Pues no veo claro —niega con la cabeza mirándole fijamente con sus fríos ojos azules bajo su ceño fruncido.
—¿Qué no ves claro? —pregunta sosteniéndole la mirada lo mejor que puede.
—Que hagas lo que tienes que hacer. Acabo de hablar contigo respecto a esto, eres FRUSTRANTE —protesta empezando a rendirse.
—¿Qué? —parpadea descolocado.
—Tus obligaciones. ¿Qué hacías exactamente en la casa? —pregunta intentando empezar por otro lado a ver si puede llevar la conversación a un lugar un poco más claro.
—Estaba... llevando mis cosas para allá —responde inventándose sobre la marcha, sonando bastante culpable y sospechoso igual. Lord Kirkland levanta una ceja sin estar en lo absoluto seguro.
—Desnudo en el jardín molestando a los policías —describe, porque eso no explica las circunstancias en las que lo encontraron.
—¡Pregúntale a los mayordomos! —exclama señalando la puerta de servicio de la casa, desviando la acusación.
—Arthur, tú no necesitas llevar cosas a la casa —murmura exasperado.
—¡Pues no lo hice personalmente! ¡Estaba organizando ahí! —exclama como si fuera obvio.
—¡Hoy no tienes por qué organizar nada! Ya tienes bastante con dormir... —vuelve a reñirle.
—Pero no podía dormir —replica, tenso.
—¿Y a mí qué? —protesta igual de frustrado y tenso.
—¡Pues algo tenía que hacer! Podría haber sido peor, ¡esto es para ayudar a todo! —trata de defenderse el muy cínico, asido ahora a esta nueva versión de los hecho que le beneficia, nadie podía reñirle por ayudar a la causa llevando sus cosas ya a la casa nueva.
—Ayudar a todo, ¿eh? No me decías que no pretendías vivir tu vida sin hacer sentir tu corazón, viviendo con una mujer que es una extraña —le mira fijamente repitiendo sus palabras y casi hasta podría parecer por un momento que Lord Kirkland ha sentido lo que le ha gritado un rato atrás.
La respiración de Arthur cambia a una más rápida, le tiembla un poco el labio y le palidecen los nudillos al apretar los puños, sintiéndose humillado y ridiculizado con esas palabras de su padre. Prefiere mantenerse en silencio porque no está seguro de poder contenerse si dice algo.
Lord Kirkland inclina la cabeza.
—¿Vas a seguir complicándome la vida? —pregunta tratando de terminar con esto por ahora, porque está cansado y quiere irse a la cama también.
—¡Sí! —grita Arthur de repente sin poder evitarlo.
—¿Qué? —levanta las cejas sin esperarse algo así porque NADIE suele decirle eso.
—¡Sí! Sí voy a complicar tu vida porque es mi maldita vida por la que estoy peleando ¡y no estoy en lo absoluto de acuerdo con que tú seas quien decide sobre ella! —sigue chillando, señalándole con el dedo. Lord Kirkland aprieta los ojos con esta respuesta.
—Arthur, por última vez, NECESITO las inversiones de la familia Jones —alguien que le conociera bien podría incluso pensar que es una suplica.
—¡Y yo NECESITO mi vida! —replica frustrado volviendo a hacer una montaña de todo esto.
—¡NO IMPORTA TU VIDA! Tu vida NO EXISTE, ¡¿cuál es la parte que NO entiendes?! —grita otra vez Lord Kirkland enfadado.
—¡Eso será PARA TI! —grita él de vuelta. Lord Kirkland se queda callado un instante, congelándole con su glauca mirada.
—Atrévete a gritarme otra vez —sisea con voz suave de nuevo, apretando los puños igual que él.
Arthur se asusta un poco pero le sostiene la mirada con fiereza en la medida de lo posible, ya había tenido problemas cuando había pedido estudiar para ser poeta y lo habían obligado a meterse a derecho. Parecía que no pudiera tomar una sola decisión importante en su vida, ni una sola. Y el fuego de la pasión le quema por dentro más allá de la razón como si conservar y conseguir esto fuera lo más importante en el mundo.
La mirada directa de Arthur le hace fruncir el ceño, sin desviar la mirada ni parpadear.
—No quieres estar en contra mía. No quieres ir en contra de mis planes, mucho menos quieres poner en riesgo mi familia y mi economía —susurra Lord Kirkand en un tono contenido ahora.
—Sí, sí que quiero si tú vas en contra mía —sentencia—. Y es mentira. Moví todas mis cosas a Portobello porque estoy huyendo y seguiré haciéndolo hasta que lo consiga. De ti, de tu casa, de tu familia y de tu economía enfermiza. ¡Vas a tener que atarme si quieres impedírmelo! —exclama demasiado caliente con la situación y la discusión para pensar en el impacto real de sus palabras.
El adulto aprieta los puños, genuinamente impresionado por el atrevimiento. Nadie, nunca se había atrevido jamás a retarle así, ni a ir en contra de sus deseos así, ni a insultarle de esa manera. Se pone de pie lentamente. Arthur traga saliva con eso, aún muy furioso con todo.
—He tenido demasiada paciencia a tus necedades —declara. El menor parpadea un par de veces descolocado con esa respuesta y vuelve a fruncir el ceño—. Si no te presentas mañana a las siete de la mañana al desayuno, no te molestes en presentarte otra vez, nunca jamás en mi presencia.
—¡Estaré encantado de librarme de hacerlo por fin! —se pone de pie también. Lord Kirkland no puede creerlo.
—¡Lárgate y NUNCA volverás a ser un Kirkland!
Arthur se va a la puerta directo, tan rebelde.
—¡No volverás a tener mi apellido, no volverás jamás a tener ningún respeto de mi parte. ¡No serás ya más Arthur Kirkland ni veras un centavo de tu herencia! —grita Lord Kirkland con mucha rabia porque nada de lo que amenaza parece tener ningún tipo de efecto sobre su hijo menor.
—¿Cree que voy a elegir su podrido dinero antes que a mi corazón? Qué pena me da, padre —replica ante eso.
—¡Te he dado todo lo que tienes! ¡Te he dado un nombre, una posición social, una familia y una vida! ¡¿Y ASÍ es como me agradeces?! —chilla desesperado.
—¿De qué sirve todo eso si no puedo hacer nada que me haga feliz? —protesta y se le humedecen los ojos de la rabia, asido del pomo de la puerta.
—¡Tienes TODO para ser feliz, puesto en maldita bandeja de pata! —sigue protestando señalando la casa con los brazos.
—Qué tengo para ser feliz, ¿eh? ¿Un trabajo que detesto? ¿Una esposa que no conozco y a la que no amo? ¿Una casa que no es mía a la que no puedo ir sin pedirte permiso? —enumera ácido.
—¡Casa, trabajo, comida, una mujer y sustento! —enumera de vuelta incrédulo de que su hijo no esté viendo la importancia y dificultad real de conseguir todo eso.
—¿Y todo para qué? Para ser como tú y consumir mis días haciendo cosas que deteste y consumir mis noches compartidas con una persona extraña a la que desprecie para al final tener hijos a los que obligar a tomar el mismo camino odioso que tú me estás obligando a tomar a mí en una insufrible espiral de vidas vacías e insulsas de las que ni siquiera merece la pena oír hablar. ¿Cómo se levanta todos los días por la mañana, Padre? —sigue, demasiado apasionado en su enamoramiento adolescente para entender el mundo cruel y complicado real y las verdaderas dificultades de la vida como su padre, mucho más maduro, quisiera.
—¿Cómo te atreves a hablarme así? —pregunta porque considera que él no le ha educado de este modo en lo absoluto.
—¿Que cómo me atrevo? ¿Es que tengo opción alguna? —exclama incrédulo ahora él.
—Sí que la tienes, ¡soy tu padre! ¡Te estoy dando toda una vida y no tienes ningún respeto por mí! —protesta.
—¡No me estás dando una vida! ¡Me la estás quitando! —exclama señalándole con el dedo.
—¡Eso es lo que tú crees, con tu cerebro romántico y absurdo y tu absoluta falta de experiencia en la vida real! —sigue alegando intentando hacerle entender.
Arthur se sonroja sintiéndose de nuevo humillado.
—Es muy simple levantarte aquí a juzgar mi vida, es muy simple querer tirar a la basura todo lo que te he dado yo y te ha dado tu madre. ¡Muy simple pensar que todo es una porquería y renegar por todo! ¡Solo te quejas, protestas y me insultas como si me estuvieras haciendo a mí un favor! Eres infantil y malagradecido —sigue riñéndole porque además, en el fondo, no quiere que se vaya… y no solo porque necesite el dinero de los Jones, porque es su hijo y le quiere… y no quiere que lo pase mal como sabe que lo hará si realmente se escapa como dice.
—Entonces también estarás aliviado de que me marche —se da la vuelta y abre la puerta, temblando.
—Esperaba más de ti, Arthur —responde ahora decepcionado. El nombrado sale dando un portazo con eso. Lord Kirkland se queda también temblando del enfado, yendo a servirse un whisky.
Lord Kirkland está enfadado y con lo que sea que le amenace a Arthur, este no cede nada. No le importa que le desherede, no le importa que le quite el apellido, no le importa que le quite el dinero... Eso hace que Lord Kirkland quiera algo de él y él no quiera nada de Lord Kirkland.
Lo que quiere Arthur es compresión, que su padre le entienda y le diga "tal vez sí, la mayor parte de tu vida sea una mierda si la miras así, pero si cambias de actitud y te planteas tratar de enamorarte de esa chica y que algo te motive en tu trabajo, no lo será tanto".
