Capítulo Especial. Al otro lado del mar

Tras la desaparición de Saori Kido, la dorada telaraña que mantenía a Narciso preso empezó a disiparse. Pronto, el regente de Venus pudo reunirse con una confundida Galatea. No pasó desapercibido a los sentidos del astral que los ángeles estaban recuperando la consciencia y se levantaban, con el ánimo de volver a luchar.

—¿Tú lo has entendido? —preguntó Galatea, cruzado de brazos.

—Lo he escuchado todo, mi señora. También he comprendido. Parece que la tercera prueba ha concluido con el éxito esperado —dijo Narciso, inclinándose ante la pequeña tal que otrora hiciera ante Galatea, hija de Nereo.

—Es mejor que no hagas eso —pidió Galatea—. Yo soy yo. Tú me diste la vida, así que eres… —En el tiempo que tardó en averiguarlo, el regente de Venus la observó con curiosidad—. Hermano debería estar bien. Hermano menor.

—Sea —dijo Narciso, levantándose. Por supuesto, aquello tenía todo el sentido del mundo: Galatea había renacido en la Esfera de Mercurio, de modo que los pensamientos de una se mezclaban con la voluntad de la otra; aun él era joven en comparación con los titanes, cimientos de los nueve dominios—. Debemos hacer lo que creamos correcto.

—Decídelo tú, yo no lo sé.

—¿Yo?

Fingiendo sorpresa, miró en derredor. Doce de los ángeles más fuertes se habían levantado. También Ipsen, cuya prudente postura, en guardia, sirvió de aviso a los guerreros celestiales de que no les serviría de nada volver al ataque.

Con solo verlos, Narciso adivinaba un cosmos formidable en cada uno de esos héroes de la humanidad, a despecho de unos cuerpos malheridos y glorias hechas pedazos. Ícaro, el misterioso guerrero cuya historia el propio Narciso desconocía; Teseo, perdición del Minotauro; Asclepio, el más grande de todos los sanadores; Aquiles, vencedor de Héctor, auto-nombrado Odiseo para honrar a su compañero… El propio Héctor estaba al lado de aquel que le dio muerte, signo de un milagro que podía ser la clave para la salvación del universo. Si en lugar de atacarle como un ejército, aquellos cien ángeles lucharan como un solo hombre, Narciso no lo habría tenido tan fácil para vencer.

—Querían ir con los dioses —dijo Narciso—. Ahora que riges la Esfera de Mercurio, hermana mayor, pueden llegar hasta ellos sin peligro de ser devorados.

Más guerreros celestiales se levantaban, uno tras otro. Principados, arcángeles y ángeles. Peor, el sello de Hyoga de Cisne sobre la sexta virtud zodiacal empezaba a debilitarse, los dos autómatas clase Machina habían estado haciendo algo más que vigilarla y ahora que Ipsen no combatía, podía hacer algo con ese hielo. ¿Y después, qué? Una batalla sin importancia, con riesgos que no podían ser más inoportunos. Narciso comprendía a aquellos héroes, más todavía a las máquinas que como perros falderos seguían a su ama a todas partes moviendo la cola. El regente de Venus había jugado con los sueños de unos y las vidas de otros. No era muy distinto a Fobos, al haber dejado que durmieran por días para que su plan funcionase a la perfección.

«Pensar que la hija de Zeus leería a través de mis excusas —reflexionaba el astral, meneando la cabeza—. Mas fui sincero. Habrían muerto si hubiesen ido más lejos. Y estaba previsto que destruyera a Astrea y su harén si mataban a esos cuatro.»

Al final, era demasiado bueno para su propio bien. Compasivo, como todos los sabios y poderosos miembros de la Raza de Oro. Un ser digno de ser amado por los dioses.

Un ser que amaba a los dioses por encima de todo.

—¿Qué ocurre, Narciso de Venus, segundo general de los ejércitos del cielo? —preguntó Astrea al tiempo que la Espada de la Creación salía desde el fondo de su corazón. Los tres autómatas clase Machina se habían valido de aquel arma, nacida de los cosmos de los héroes legendarios, para romper el sello del santo de Cisne sin que el ángel de la Justicia tuviera que recordar quién era en realidad bajo aquel cuerpo obra de Hefesto—. Somos los capitanes de tu ejército, deseosos de luchar. ¿Vas a negarnos incluso eso? —cuestionó, balanceando el arma que era el alma misma de Maurice.

Se habría visto muy digna de no ser por la cara hinchada. Y por los bajos deseos que la habían motivado por miles de años. Y el hecho de que estuvo a punto de traicionarle.

—Como he dicho, os mando con los dioses a los que tanto deseáis ver.

—Lo primero, buenos días, buenas tardes y buenas noches —saludó Galatea, inclinando la cabeza—. ¡Adiós, muchachos! —Moviendo la mano con el conocido gesto de despedida, transportó fuera del universo a todo aquel ejército en un solo instante.

Cien ángeles, tres autómatas y la misma Astrea. Ninguno tuvo la oportunidad de resistirse. De nuevo, Narciso se planteó cómo serían las cosas si actuaran como uno.

«Esto es misericordia —reflexionó el regente de Venus. Los ángeles no sobrevivirían nacimiento de un astral, denominado con cuestionable acierto como apoteosis. Quizá la capacidad adaptativa de los autómatas podía hacer el milagro, sobre todo en el caso del juguete de Hefesto, mas incluso con las especiales circunstancias de Galatea, afín de forma natural a la Esfera de Mercurio, el parto divino podía durar hasta doce horas tras el surgimiento del Huevo Cósmico. Tiempo durante el cual no habría escapatoria, ni siquiera para las almas de quienes murieran en el proceso—. Claro que también es raro el caso de los mortales que sobreviven allá donde los dioses se reúnen, apartados del universo a fin de reparar los daños causados por el Hijo, ruina de la Creación. —Enfrentado a ese dilema, sopesó el mal y el bien en la acción que había realizado, terminando por concluir—. Aquí habrían sido destruidos. Muerte sin propósito. El riesgo de morir más allá de la eternidad y el infinito, se balancea con una razón, la razón que todos esos héroes perseguían: luchar por sus dioses, morir por sus dioses.»

Ojalá él pudiera ser igual de simple, como antaño. Ser de los Astra Planeta tenía desventajas comparables a los dones divinos que se les concedían.

—Bien, creo que Titania ya habrá solucionado el asunto de las Otras Tierras. Es tiempo de que me reúna con mis queridos hermanos y les cuente parte de la verdad.

—Primero tienes que arreglar el lugar de la reunión, hermanito —advirtió Galatea—. ¿Dónde será? ¿El Santuario de Atenea? Sé que lo arreglaste y que está en el Jardín de las Hespérides, sería bonito reunirnos allí, hay tanto éter como en la Esfera de Venus.

—Creo que el Cielo Lunar es un mejor lugar —repuso Narciso, acariciándose el mentón. Los ojos del astral podían de hecho verlo aun desde esa altura, mientras calculaba el tiempo que tardarían Pegaso y los demás en recorrer todos los cielos—. Titania tiene que reunirse con Caronte y Tritos, así que esos cuatro tendrán tiempo de abandonar los cielos y llegar hasta la Torre de Babel. —Ese era el nexo entre la Esfera de Venus y el Jardín de las Hespérides, el puente que en otras circunstancias habría debido recorrer Shun de Andrómeda para reunirse con sus hermanos. No había lugar más apropiado para que los héroes legendarios sopesaran todo lo que estaba en juego, para que los santos de Dragón, Cisne y Fénix reflexionaran sobre todo el conocimiento que el santo de Pegaso poseía. A partir de ahí, todo era incierto. La batalla entre Shun de Andrómeda e Ío de Júpiter había dejado bastante claro que ni siquiera uno de los héroes legendarios podía, por sí solo, matar a un astral, de modo que si no había acuerdo, el enfrentamiento entre Seiya y Caronte no sería nada más que un suicidio. De mediar acuerdo, en cambio, la balanza de tan anunciado combate se inclinaría en sentido contrario, habida cuenta de que el alba de Plutón estaba inutilizada. Una situación complicada, que a buen seguro animaría a Tritos o Titania, si no es que los dos, a intervenir. Por eso debía hablar con ellos, hacer tiempo—. Si todo va bien, debería poder reparar el Cielo Lunar antes de que mis hermanos se pongan de acuerdo.

—¿Y si todo va mal?

—Entonces nos encomendaremos a los dioses, pues por ahora estoy solo.

Podía llevarse la Esfera de Mercurio y enmascararla como si fuera la luna, mas, durante la apoteosis, Galatea no podría ayudarlo. Ya desde ese momento preveía que Caronte estaría de un humor de perros, y Tritos y Titania, tan apegados a él, lo secundarían.

«Es más que eso —reflexionó Narciso—. Las cosas que Titania hace no son normales, incluso considerando ese factor. Tomar las memorias de Júpiter, desafiar a Atenea…»

—Si te sientes más seguro, llévame —dijo Galatea—. No se atreverán a hacerte nada conmigo de testigo —aseguró con aparente seguridad, solo para añadir, más dubitativa—. Creo. —También debía intuir la naturaleza voluble de sus compañeros.

—Será un placer —dijo Narciso, haciendo una reverencia.

—Ya te dije que no soy ella. Trátame como tu hermana mayor.

—Entre hermanos, el respeto se da por descontado.

Una mentira tan descarada bastó para tranquilizar a la regente de Mercurio, cuyo cuerpo, unido al tejido de la primera Esfera de Crono, se desdibujó poco a poco. Los límites que le daban la apariencia de una niña dejaron de ser, y Galatea pasó a convertirse en la Esfera de Mercurio en sí misma, un proceso previo al verdadero nacimiento de uno de los Astra Planeta, que pasaba por la transformación de la Esfera de Crono en un Huevo Cósmico. Las memorias de la recién nacida se unirían a las de los anteriores regentes, ampliando el plano astral; desde allí, la Esfera de Mercurio formaría una nueva existencia que la contuviera; lo que era Galatea antes de esa evolución, formaría el núcleo, lo más parecido a un corazón que poseían los máximos campeones de los dioses. Aquellos tres aspectos, memoria, esfera y núcleo, eran uno y lo mismo, en realidad; los Astra Planeta no tenían un alma, ellos mismos eran la perfecta combinación entre lo mental, lo material y lo espiritual.

Sería todo un lujo asistir a aquel parto divino. Sin embargo, la unidad entre Galatea y la Esfera de Mercurio ya era plena, y la presencia de un astral con su alba era tan amenazante como lo sería un virus mortal para un simple hombre.

De modo que se marchó, veloz como el propio Seiya. Una vez estuvo en sus dominios, rodeó con un lazo de luz la vibrante Esfera de Mercurio y tiró de ella.

Como el célebre ladrón que robó la luna, Narciso atravesó los cielos sin prisas.

xxx

Así, mientras iniciaba la apoteosis de Galatea, el mundo siguió girando. Los santos de bronce pudieron cruzar los cielos según las previsiones de Narciso de Venus, y este, al amparo de la luz de la Esfera de Mercurio, tuvo tiempo de sobra para reparar el Cielo Lunar, pues por alguna razón, Tritos y Titania se tomaron su tiempo antes de reunirse con Caronte, solitario vigilante en el Jardín de las Hespérides.

—¿Qué hay de nuevo, viejo? —saludó Tritos, envuelto en las aguas de Neptuno.

—Así que es verdad, Fobos abrió el ánfora de Atenea —advirtió Titania, quien vestía el cielo estrellado de Urano. No dio señas de que ello la alegrase.

—Veo que estáis bien informados —dijo Caronte, hasta ahora observando el otro extremo del universo. Sin mucha prisa, se alzó cuan alto era, dirigiendo hacia ambos sus violáceos ojos—. ¿Cómo? Ni Cratos, ni Bía estaban presentes.

Titania guardó silencio, manteniéndole la mirada.

—Tuvo el detalle de informarnos sobre las travesuras de Fobos antes de dejar de responder a nuestras llamadas, el resto lo averigüé yo con un inofensivo sondeo mental —explicó Tritos—. En este momento, está buscando una forma de recuperar a su hermana. Parece que los santos de Atenea y sus aliados le dieron muchos problemas —comentó con asombro, como si no terminara de creérselo.

Los ojos de Caronte se deslizaron más allá de donde estaban los regentes de Neptuno y Urano, al punto en que se hallaban el Argo Navis y el portal que daba a la Tierra.

—Los santos de Atenea son peligrosos, hay que matarlos a todos.

—También mencioné a sus aliados, aliados oriundos de los mares —aclaró Tritos—. La dama Dione, el general Sorrento… ¿Y no estaba Damon en la Máquina de Rodas, donde se abrió el ánfora de Atenea? ¿Es verdad que selló el alba de Plutón? —Sin mucha sutileza, constató que el laurel no ceñía los cabellos de Caronte.

—Esa batalla —gruñó Caronte, devolviendo la atención a donde correspondía—. Es todo muy confuso, aunque… Sí, el alba de Plutón no acude a mi llamada.

Tritos dejó escapar un suspiro antes de mirar a Titania. Había tenido esperanzas en que ese asunto fuera solo un error de percepción, que Caronte hubiese fingido no poder convocar el alba de Plutón para salir de aquel atolladero. Al fin y al cabo, en parte para no dejar huella, en parte porque la mayoría de los que conocían esa información de primera mano ya no se encontraban en la Tierra, Tritos se había limitado a leer la mente de testigos indirectos, como el Sumo Sacerdote en funciones, Nicole de Altar.

—Así que, solo para dejarlo claro, no tienes el alba de Plutón y además fuiste exiliado de la Tierra por Poseidón en persona —señaló Tritos, aún mirando a la silenciosa Titania—. El mismo Poseidón que estaba por marcharse desde hace días…

—¿Marcharse? —bufó Caronte—. Si yo puedo saberlo desde aquí, con más razón lo sabrás tú que has sondeado las mentes de los hombres. No se ha marchado.

Adelantándose a Tritos, Titania intervino, cortante:

—Los dioses obran según sus designios. Ni siquiera a nosotros, sus campeones, nos corresponde cuestionarles. —La regente de Urano alzó la vista hacia lo alto—. Tenemos mucho de qué hablar y es mejor que lo hagamos lejos de oídos indiscretos.

Tan pronto los regentes de Plutón y Neptuno asintieron, Titania hizo que los tres desaparecieran del Jardín de las Hespérides, frontera de los dominios de Narciso.

xxx

Los Astra Planeta, campeones del Olimpo, generales del cielo, se reunieron en el Horizonte de Eventos, la frontera de la Esfera de Urano. El universo al completo se extendía bajo sus pies, sustituyendo al suelo del Jardín de las Hespérides. Allá donde antes estaba el árbol de frutos dorados bajo el que Caronte esperaba la batalla inevitable, se alzaba un trono, que Titania no ocupó por deferencia a sus hermanos. De pie, en ese rincón de la existencia a salvo de toda intromisión, pudieron ponerse al día.

En primer lugar, la regente de Urano explicó sin ambages sus intervenciones en la Tierra y los mares olvidados: la separación del Santuario, la embajada de paz, el enfrentamiento contra Titán de Saturno y la aparición inesperada de las réplicas de los dioses del Zodiaco… Titania había tenido poco que ver con los Días de Locura; imposibilitada para actuar en la Tierra, se sirvió de otros para buscar el ánfora de Atenea, los cuales tuvieron el poco acierto de dejarse manipular por Fobos, guardián de la Esfera de Marte. Al final, la amenaza de Poseidón hacia la intervención de los Astra Planeta en la Tierra había jugado en contra de los humanos. En medio de las explicaciones, que Caronte recibió con un incómodo silencio al saberse nada más que un prisionero durante aquellos acontecimientos, pudo al menos señalar que el padre del actual avatar de Poseidón, quien ocupara ese rol el pasado siglo, estaba junto a Damon y Alexer. Julian Solo se hallaba en la Máquina de Rodas, junto a Oribarkon y...

—Revestido del poder de Poseidón —aclaró Caronte.

—¡Así que ahí fue a parar el dunamis que protegía los mares olvidados! —dijo Tritos.

—No está en ningún rincón del universo —aseguró Titania, quien desde esa posición podía verlo todo—. Es posible que esté en las Otras Tierras. O en el multiverso —añadió a destiempo, con un leve atisbo de preocupación—. En cierto sentido, Poseidón se ha marchado, tal y como decías Tritos. En cierto sentido —reiteró.

—Se ha marchado de un sitio y sigue en el mismo sitio, una estrategia más propia de Atenea que de papá —advirtió Tritos, pensativo—. ¿Puede que las travesuras de Fobos lo hayan obligado a cambiar de planes? ¿O siempre estuvo previsto que…?

—Como dijiste, Titania, los dioses sobran según sus designios —cortó Caronte, sabiendo que esa conversación no les llevaría a nada—. Es bien conocido el afecto de Poseidón por la Tierra, es posible que desee sumarse a los esfuerzos de los dioses del Olimpo por reparar los daños de la Guerra del Hijo sin abandonarla a su suerte. También lo es que de verdad solo desee aislar el universo de toda injerencia externa.

Fue Tritos quien se encargó de explicar qué tan aislado había quedado el universo, con las Otras Tierras selladas por un poder inmenso que podría, o no, provenir de Poseidón. Después, Caronte supo del final del portentoso enfrentamiento entre Tritos y Titania y las fuerzas del Hijo presentes en las Otras Tierras. Incluso si había sido una distracción, el regente de Plutón consideraba toda una hazaña la derrota de los Gladiadores, portadores de espadas sagradas. Tras esa victoria, el dios innominado solo contaba con seis sirvientes: Orestes de la Corona Boreal, el Segundo Hombre… Y los cuatro héroes legendarios, porque uno de ellos, Shun de Andrómeda, había muerto a manos de Ío de Júpiter. La alegría por esa noticia duró poco, pues enseguida el regente de Neptuno aclaró que quien fuera el más poderoso de los Astra Planeta murió ante los santos de Atenea, rechazado al final por la Esfera de Júpiter. Quedó en manos de Narciso decidir quién sería el próximo regente de la Esfera de la Ley y los Héroes, mientras que Titania conservaría las memorias de Ío, como hija suya que era.

—Siempre tienen que ser los santos de Atenea —dijo Caronte, sombrío—. Me sorprende que Narciso haya permitido esto. La mente, el cuerpo y el alma de un astral son uno y son lo mismo, separar las memorias de un regente de la Esfera de Crono es…

—… ¿El estado natural de las cosas, no? —preguntó Tritos, a la defensiva—. Todo este tiempo, el comandante vivió con esas memorias y no ha habido problemas.

Era cierto, desde luego. Varias mujeres habían regido la Esfera de Júpiter sin necesidad de contar con las memorias de Ío. No obstante, una cosa era que las conservase el portador original y otra que estuvieran en manos de un miembro de los Astra Planeta.

—No sospecho de Titania —dijo Caronte con sequedad. Sabía que le ocultaba algo, desde luego, pero no sospechaba de ella, sino de Narciso—. Sé quién es el traidor.

Ni siquiera Titania pudo ocultar la sorpresa, si bien esta fue más visible en el rostro de Tritos. El traidor. No era necesario añadir nada más, pues bien sabían los Astra Planeta del estigma que perseguía a su orden desde la fundación: nueve adalides para la Creación, ocho leales al monte Olimpo, un traidor, en un sentido u otro.

Habían hablado sobre los eventos en la Tierra, las Otras Tierras e Hiperbórea. Era el momento de que hablaran de los cielos sin dioses, en los que Narciso de Venus había hecho su voluntad. Caronte relató con sumo detalle lo ocurrido allí, en la Esfera de Venus, incluyendo la batalla que sostuvo con los héroes legendarios, bajo las normas del regente de Venus. Aún recordaba cada palabra expresada por Shiryu de Dragón, quien aseguraba haberlas escuchado del líder de los ángeles, Narciso de Venus. Aún recordaba, con suma cólera, cómo aquel se había atrevido a tacharlo de traidor.

Las reacciones de Tritos y Titania no podían haber sido más opuestas. Mientras que los ojos del regente de Neptuno se abrían de par en par, de puro asombro, Titania, indiferente a los puños que Caronte cerraba con fuerza, esbozaba una sonrisa.

—¿Entiendes ahora por qué me sorprende que te dejara poseer las memorias de Júpiter? —cuestionó el regente de Plutón—. ¡Haberlas poseído…!

—No habría servido de nada —se adelantó Titania, atrayendo la atención tanto de Caronte como el del sorprendido regente de Neptuno—. Ya lo has dicho, Tritos, las regentes de Júpiter no necesitaron las memorias de mi padre para ocupar su lugar. Narciso no necesita las memorias de mi padre para buscar a un nuevo regente de Júpiter.

—Eso me tranquiliza mucho —comentó Tritos.

Entretanto, Caronte iba aflojando los puños. Leía algo en la sonrisa de Titania.

—Cuerpo, alma y mente. Todo es uno para nosotros, los Astra Planeta —dijo Titania—. Puede que Narciso no lo haya imaginado, puede que haya estado tan preocupado conspirando que no lo pudiera ver venir. Yo que poseo las memorias de mi padre, puedo impedir que un nuevo regente de Júpiter nazca. Es más —añadió, todavía conservando esa leve sonrisa de demonio, herencia materna—, puedo controlar la Esfera de Júpiter. —De algún modo, los ojos de Tritos se abrieron todavía más—. Puedo aspirar a convertirme en regente de Júpiter. Después de todo, soy hija de mi padre.

—¡De tu madre, más bien! —exclamó Tritos—. ¿Te das cuenta de que es una locura?

Por toda respuesta, Titania asintió. Con suma lentitud.

—Es consciente de que lo es, por lo tanto, también Narciso lo sopesará con el tiempo, si no es que lo ha hecho ya —observó Caronte—. No necesita intentar apoderarse de la Esfera de Júpiter, basta la mera posibilidad para limitar las opciones de Narciso. Para arrebatarle las riendas del destino —añadió, apenas insinuando una sonrisa.

—¿En serio? —dijo Tritos, mirándolos a ambos—. Bueno, si ninguno de los dos lo hace, no seré yo el que se queje de partir con ventaja.

—No te haces a la idea —aseguró Titania, llevándose los dedos a las sienes—, poseer los conocimientos del único hombre entrenado por Zeus ha ampliado mis horizontes. Lo sé todo —aclaró poco después, mirando a Caronte a los ojos—. Todo.

Esta vez fue el turno de Caronte para asentir en silencio. Solo había un secreto lo bastante importante como para que Titania hiciese tanto énfasis, el mismo que descubrió Ío gracias al Portal del Tiempo, con él como testigo. Por la cara de Tritos, debía estar entendiendo lo que sentían los mortales cuando lo escuchaban hablar sobre los complejos asuntos de los Astra Planeta. De forma silenciosa, sin siquiera recurrir a la telepatía, Caronte buscó dilucidar si Titania pretendía contárselo a Tritos en algún momento. Debía haber tenido sus razones para no hacerlo hasta ahora.

El regente de Neptuno aprovechó ese intercambio de miradas para deslizarse tras Titania y recitar, con los ojos brillantes de emoción y una voz demasiado aguda:

—¡Oh, hermano mío, me alegro de verte libre y con bien tras tanto tiempo!

—¿Tanto tiempo? —repitió Titania, alzando la ceja.

Mas Tritos, habiéndose transportado tras Caronte, continuó con voz grave:

—Ya ves, hermana, que nada puede detenerme. Siempre regresaré con vosotros.

—Tritos… —dijo sin más Caronte, cerrando los ojos.

El regente de Neptuno volvió a donde estaba al principio, con los brazos extendidos.

—Ahora es cuando os dais un emotivo y fraternal abrazo.

—¿Como personas normales? —cuestionó Caronte, sacudiendo la cabeza—. No somos normales, Tritos, ni siquiera somos personas. Los Astra Planeta somos otra clase de existencia, única en la Creación, destinada a su salvaguardia. —Prefirió ahorrarse recordarle que antes de ser el regente de Plutón era uno de los makhai, un demonio que nace, vive y muere por la guerra y el caos. Conoció entonces mucha clase de relaciones, la del amo y el siervo, la del invasor y el defensor, la de dos enemigos que se encuentran en el campo de batalla e incluso la de los aliados que se unen por una causa común, mas como algo que nació desde las tinieblas, la noción de familia le fue ajena hasta que pasó a ser parte de un grupo tan único, tan solitario, entre lo divino y lo terrenal.

—Somos armas —aclaró Titania, a lo que Caronte asintió—. Aun así… —En el breve momento en que la astral reflexionó sobre lo que pensaba decir, el regente de Plutón recordó quién era, qué clase de vida había tenido. La hija del más fuerte de los hombres, de la más poderosa entre los mortales—. Tengo que ser honesta, he buscado apoderarme del ánfora de Atenea con el objetivo de ser yo quien escogiera cuándo serías liberado. Fobos no me hizo ningún favor al abrirla, nos ha causado tantos problemas al hacerlo como el propio Narciso al jugar su propio juego. Poseidón hizo bien en exiliarlo.

—Crees que moriré si lucho contra esos santos de bronce —advirtió Caronte.

—Tras la muerte de mi padre, tú eres lo único que se interpone entre el Hijo y la Creación que un día buscó señorear. Hará uso de cualquier medio para destruirte —aclaró Titania—. Tal vez esos santos de bronce, tal vez espere que los mates para que Atenea descienda sobre este mundo, convirtiéndose en su involuntaria espada. Sé que eres un soldado, como también sé que no disfrutas siendo solo una marioneta.

—Creía que lo de que Atenea mataría a Caronte era solo una mentira piadosa para enredarme a mí en este asunto —comentó Tritos, risueño—. Resulta que solo es la preocupación de una hermana por su hermano. Sí, lo sé —se adelantó el regente de Neptuno, objeto de las miradas de sus compañeros—, no somos gente corriente y nuestra forma de preocuparnos los unos de los otros puede ser muy única, mas, Caronte, Titania: «Al pan, pan, y al vino, vino.» Sigue siendo preocupación.

En silencio, los tres lo aceptaron. Eran un grupo solitario, dentro del grupo más solitario de la Creación, sin iguales con los que coexistir. Aunque no lo dijeran con palabras —ni siquiera Titania llegaba a insinuarlo—, era claro el sentimiento que los unía.

Hubieron de conversar un tiempo más, repasando sobre todo los confusos acontecimientos de la Máquina de Rodas, no obstante, cuando abandonaron la Esfera de Urano, eran un frente unido. Estaban listos para acceder a los cielos para pedir cuentas a Narciso. Incluso consideraron dar los tres caza a los santos de bronce.

xxx

—Fui yo quien juró matar a todos los santos de Atenea, Titania —dijo Caronte, de nuevo bajo las ramas del árbol de frutos dorados.

—Los planes del Hijo, el juego de Fobos y los extraños movimientos de Narciso. Estamos rodeados por una situación anormal, dejemos de actuar con normalidad —sugirió Titania—, dejemos de seguir las reglas y sorprendamos a nuestros enemigos.

Mientras Caronte sopesaba aquella sugerencia, Tritos prefería sopesar una manzana dorada, que partió en tres trozos mediante telequinesis.

—Sé que guardáis un secreto que no queréis que yo sepa. Y me da igual. —Dos de los trozos aparecieron sobre las manos de Caronte y Titania, quienes por sus reflejos no los dejaron caer—. Os seguiré porque estamos juntos en esto.

Luego, mordió el pedazo de manzana que tenía.

Los otros no tardaron en imitarlo.

xxx

Al ingresar en el restaurado Cielo Lunar, los regentes de Plutón, Neptuno y Urano no llevaban armadura, aunque las coronas de laurel ceñían los cabellos de los dos últimos, listas para transformarse en las indestructibles albas en cualquier momento.

Narciso de Venus no tardó en manifestarse, como una figura traslúcida hecha de los rayos lunares que descendían sobre la tierra adyacente a un lago cristalino.

—Venís de batallas muy duras —dijo el regente de Venus. No llevaba el laurel, pues ningún astral podía combatir a tres al mismo tiempo—. ¿No podíais haber esperado?

Tritos lo señaló, con el rostro encendido de enojo.

—¡Lo sabemos todo!

—Vaya —exclamó Narciso, despreocupado—. ¿Estáis al tanto de que Ío de Júpiter me hizo una visita? Después de la guerra entre los vivos y los muertos, quiero decir. A nuestro comandante siempre le resultó más sencillo romper juramentos que mantenerlos. Aprovechando que el monte Estrellado acabó en sus dominios, viajó a los cielos, siguió el rastro del santo de Pegaso y sus compañeros… Y les dejó seguir su camino, tras tener una conversación de lo más productiva conmigo sobre quién podría ser el traidor de nuestra generación, claro. ¿Estabais al tanto de eso?

Por las caras de los tres visitantes, era evidente que no.

—El comandante Ío no pisó el Olimpo —apuntó Tritos.

—Así es, todo es cuestión de perspectiva al final —aceptó Narciso—. Si seguís respetando la opinión de nuestro comandante, me dejaréis seguir obrando tal y como lo he hecho hasta ahora, pues sigo la voluntad de los dioses, como todos debemos hacer.

—¿Dónde están los santos de bronce? —dijo Caronte, cortante.

—Han realizado un largo viaje. No es fácil alcanzar el corazón de la Esfera de Venus. Querían respuestas y respuestas encontraron. Ahora saben todo lo que yo sé —dijo Narciso, lapidario—. La verdad sobre este universo, el origen y el final de los Astra Planeta, la auténtica misión por la que fueron despertados… Pasado, presente y futuro les fueron revelados a los más grandes campeones de Atenea, por los mismos dioses.

Los tres astrales se miraron entre sí, conscientes de que los dioses no se hallaban en la Esfera de Venus, ni en ningún otro plano del universo, si bien sí que había uno en el que pudo haber quedado reflejada su voluntad antes de partir. La Esfera de Mercurio.

—En la reunión, dijiste que la primera Esfera de Crono, dominio de Hermes, mensajero de los dioses, estaba presente. ¿Es porque se hallaba en tu interior? —cuestionó Titania.

—No escogí la Esfera de Venus por azar —dijo Narciso, misterioso, mientras llevaba las manos a su vientre—. Tebe de Júpiter selló allí la Esfera de Mercurio, porque es el dominio de los Espíritus de la Creación, en contraposición a Marte, dominio de los Espíritus de la Destrucción. Solo el regente de Júpiter podía. Cuando nuestro comandante Ío y Shun de Andrómeda murieron, pensé que mi esperanza de romper el sello había muerto, mas los hermanos de aquel hicieron el milagro.

—Ningún peón del Hijo regirá la Esfera de Júpiter —atajó Titania, poseedora de las memorias de Ío—. ¿Dónde están, Narciso? Los santos de bronce, ¿dónde se esconden?

El regente de Venus esbozó una sonría de lástima, hiriente.

—Ellos no se esconden, Titania. Están debatiendo lo que deben hacer. Ya os dije que ellos ahora saben lo que yo he sabido desde hace tiempo: la batalla entre Caronte y los cinco santos de bronce bendecidos por Atenea acabará con la Creación tal y como la conocemos, solo el regente de Júpiter podrá evitar la completa destrucción. Pensáis en mí como un traidor cuando mi intención fue que esa batalla se diera bajo mis condiciones, me juzgáis cuando soy yo quien ha de juzgaros a vosotros.

—Has protegido a esos peones porque los necesitabas para tu provecho —espetó Titania, imperturbable—. No eres ningún santo.

—Soy mejor que eso, Titania. Un auténtico ángel, divino antes de recibir el alba de Venus. Comprendo que mis acciones escapen a la comprensión de quienes nacieron como mortales, mas, las vuestras podría entenderlas hasta un niño pequeño. Caronte, tú podrías evitar esa batalla que nos condenará a todos, tan solo regresando al Tártaro. Es tu tarea vigilar el encierro del Hijo, ¿recuerdas? En cuanto a ti, Titania, tu capricho de conservar las memorias de tu padre ha resultado ser más dañino de lo que habría imaginado, pues en lugar de usar esos conocimientos por el bien de la Creación, obstaculizas el nacimiento del nuevo regente de Júpiter, poniendo en riesgo la existencia entera. ¿No deberías tú, Tritos, que prefieres acompañarlos a ocuparte de tus labores, devolverlos al buen camino? No como compañero, sino como amigo.

Contra todo pronóstico, fue Tritos el primero en replicarle:

—¿Sabes lo que ha ocurrido en el universo mientras jugabas a ser el líder de los ángeles, difamando a tus compañeros y usando a los peones del Hijo para tus asuntos personales? —Mientras hablaba, el regente de Neptuno señaló a la luna, de un mágico tono rosado, sabedor de lo que se ocultaba tras ella. El Huevo Cósmico a partir del cual renacería como astral Galatea de Mercurio, otrora hermana de Tetis, Dione y el resto de nereidas—. Los antiguos sellos peligran en el lado oscuro del universo, debido a la apertura de las Puertas de Yog-Sothoth. En estos momentos deberías estar prestando apoyo a los ángeles de la Segunda Orden, mas, ¿lo haces? No, claro que no. Tienes que atender a un parto divino, que tanto podría durar unas horas como días.

En lugar de responder, Narciso se acarició el mentón, pensativo, como si hasta ese momento no hubiese tenido en cuenta aquella cuestión.

Tal fue el espacio que aprovecharon los regentes de Plutón y Urano para intervenir.

—He hecho un juramento en nombre de Estigia —dijo Caronte—, el de matar a todos los santos de Atenea. Sabes que no puedo retractarme por eso.

—El Hijo quería a Shun de Andrómeda como regente de Júpiter —añadió Titania—. Lo ha perdido, como perdió la batalla contra los dioses del Olimpo. Una vez mate a los otros cuatro, podremos preocuparnos de quién será el próximo regente de Júpiter.

Por toda respuesta, Narciso suspiró.

—¿Dónde están los santos de bronce? —dijo el regente de Neptuno.

—Nuestro comandante me pidió dos cosas, como muestra de buena voluntad —empezó a decir Narciso, a modo de respuesta—. La primera fue entregarle la Fuente de Atenea, por si caía muerto frente a Shun de Andrómeda y era necesario sanar las heridas de este. Después me solicitó restaurar el Santuario y devolverlo a la Tierra, una vez todo esto haya acabado. En eso he dedicado el tiempo, en reparar lo que habéis dañado. El Santuario, el Cielo Lunar, nuestra reputación… Y algo más.

La luz de la luna se tornó rosada, de pronto. Por momentos, aquel astro inmenso se asemejaba a un gran ojo de ese color, fuente del potencial psíquico de cierta ateniense.

—Los santos de bronce están en el puente que une la Esfera de Venus con el Jardín de las Hespérides: la Torre de Babel, la antigua fortaleza de los dioses del Zodiaco, visible en cualquiera de las Otras Tierras. Se dirigen al Santuario, en el Jardín de las Hespérides, porque solo allí consideran poder tomar una decisión final.

—Yo tomaré la decisión por ellos —dijo Titania de Urano. Narciso alzó una ceja, incrédulo, a lo que la astral añadió—: Con las memorias de mi padre, puedo deshacer las restricciones de la Esfera de Venus, si es que piensas oponerte.

—Mientras evites manifestar la Esfera de Urano, puedes hacer lo que quieras, Titania. Solo te advierto que esos héroes de leyenda no estarán indefensos. Han pisado el cielo y hablado con el mensajero de los dioses, conocen el Noveno Sentido.

—Ningún guerrero esperaría menos de sus enemigos.

—¿A ti te parece bien todo esto? —susurró Tritos, sintiéndose de pronto un extraño en un mundo donde solo Titania y Narciso parecían importar.

—Narciso es un ángel, decir la verdad es su modo de mentir —dijo Caronte—. Si mi batalla con esos santos de bronce es lo que desea el Hijo, está bien actuar de otra forma.

Tritos asintió, no muy convencido.

Titania y Narciso llegaron a un acuerdo, llegando incluso a estrechar las manos para sellarlo. La regente de Urano podría enfrentar a Pegaso, Dragón, Cisne y Fénix sin ninguna restricción, el regente de Venus no prestaría más apoyo a aquellos santos de bronce. Y se guardó de especificar que solo se refería a aquellos cuatro.

La luz de la luna, de un rosado mágico, vibró al son de una cancioncilla infantil. Los Astra Planeta, sin nada más que decir, se limitaron a oírla en silencio.

xxx

De ese modo, con medias verdades y la astucia de un ser que nació siendo superior, Narciso de Venus logró convencer a aquellos tres de que dejaría de interponerse en el camino entre ellos y los santos de bronce, escondiendo de ese modo una secreta intención. Lo consideró una victoria; incluso si solo retrasaba lo inevitable, valía la pena ver si Titania de Urano era capaz de derrotar a aquellos cuatro héroes.

Sí, Narciso velaba por el cumplimiento del destino, el pegamento que mantenía unida la realidad bajo el orden universal de los dioses del Olimpo. Eso no lo impelía a perseguir a quienes lo desafiaban, consideraba el desafío una reacción lógica del débil ante el fuerte, o más bien, del débil ante la fuerza en sí misma. Dejaría que Titania luchara con Pegaso, Dragón, Cisne y Fénix, en el momento preciso. La selección de palabras durante las negociaciones había sido exquisita, no podía ayudar a esos cuatro en específico y en ese presente en concreto, lo que no contrariaba ninguna de las ayudas que les hubiese ofrecido en el pasado, incluso si estas se conectaban con su futuro.

Las Esferas de Crono, aspectos del viejo orden universal, solo fluían de forma coherente con el tiempo del universo material por la influencia de sus regentes. Makhai, atlantes, humanos, gigantes, ninfas, miembros de la Raza de Oro… Por excepcionales que hubiesen sido antes de la apoteosis, los Astra Planeta eran hijos de este universo y pensaban como tales. Narciso no escapaba de eso, de forma natural dejaba que el tiempo fluyera a la par que el del universo material; entendía que la conexión entre un astral y su dominio le permitía cierto grado de manipulación, por supuesto, pero había preferido colocar obstáculos a Pegaso y los demás para que todo ocurriera en el momento justo, que controlar el flujo del tiempo. Fue el modo en que los dioses garantizaron que su mensaje fuera recibido lo que inspiró a Narciso de Venus a hacer una última jugada, mientras arrastraba la Esfera de Mercurio a través de los cielos.

La entrada al Olimpo implicaba abandonar el plano físico, lo que se conocía como universo material, para acceder a uno superior. Sin la ayuda de un dios del Olimpo, quien lo intentara corría el riesgo de ser rechazado y perderse por algún punto del espacio-tiempo. Tal vez otro planeta, tal vez el vacío del espacio, tal vez los Jardines de Azathoth. Era imposible saberlo una vez el visitante se adentraba en la miríada de realidades que hacía las veces de frontera. Narciso ya pensaba aprovechar esa barrera dimensional para mandar a los santos de bronce, no al monte Estrellado en el reparado Santuario, donde podría darse la lucha contra Caronte de Plutón, sino la Torre de Babel que hacía de puente con el Jardín de las Hespérides, solo tuvo que cambiar un poco los ajustes durante el viaje de los santos de bronce a través de los cielos; una tarea fácil, la Esfera de Venus, más que suya, era él mismo. Para cuando Pegaso, Dragón, Cisne y Fénix cruzaron el Cielo Lunar, todo estaba listo: los cuatro saltaron a través del tiempo y el espacio, doce horas en el futuro, un tiempo prudencial, ni tan corto como para ser irrelevante, ni tan largo como para causar suspicacias. Era un retraso sin importancia para una batalla que se daría de un modo u otro, bajo los cielos de los dioses ausentes.

En cualquier caso, la séptima astral no obraría de inmediato. La Torre de Babel era grande, y contaba con una serie de defensas naturales como antigua fortaleza de los dioses del Zodíaco. Quizá la examinaría piso a piso, quizá enviaría a alguno de sus sirvientes a hacerlo, tras eliminar todos los obstáculos. Sin prisa, pues al dejarle libre acceso al lugar volvía innecesario tomar por la fuerza el refugio de su madre. Debía saber que Narciso no había mentido respecto a que los santos de bronce estaban en la Torre de Babel, como también sabía que la única forma de salir de ese lugar era llegar hasta la cima, de manera que solo necesitaba que el último piso estuviera bajo vigilancia en todo momento. Ni siquiera era necesario que Titania permaneciera allí. Por otro lado, una vez transcurrieran las doce horas, los héroes legendarios tendrían que despejar las dudas que tenían sobre su papel como marionetas. Un tiempo de discusión de lo más útil. En el mejor de los casos, aquellos santos de bronce le comprarían un tiempo más para poner en marcha el as bajo la manga que había preparado durante tanto tiempo.

«Esos dos santos de bronce han sido muy útiles —reflexionó Narciso, solitario a la luz de la luna que era su señora—, ha valido la pena velar por ellos todo este tiempo.»

Quedaba por ver si tantos esfuerzos rendían fruto. Deseando averiguarlo, miró hacia abajo. Del mismo modo en que podía ver todos los cielos desde el último de ellos, siendo la misma Esfera de Venus, también podía ver cualquier punto de la Creación que los dioses no hubiesen velado para él, como era el caso del inframundo. Poco le preocupaba si era la nueva reina o los Señores del Hades quienes le negaban ese conocimiento, solo había tratado de ver por capricho, tras percibir la presencia de una mortal que debía estar muerta en todas partes, en verdad todas partes. Con todo, él no se movía por curiosidad, sino por necesidad, y se centró en los santos de Atenea que habían partido de la Tierra. No era la primera vez que lo hacía. Antes de la visita de sus hermanos, vio a los santos de oro buscar una forma de ir allá donde había sido expulsado Caronte de Plutón, dispuestos a todo para impedir cualquier riesgo de que regresara, también llegó a atestiguar cómo los santos de plata y bronce se ahogaban en sus propias dudas, buscando la fuerza infinita de la que siempre hablaron los mayores. Había sentido curiosidad por los segundos, en los primeros vio la necesidad. Sobre todo, en el hilo de esperanza que estos terminaron por encontrar.

Un hilo que había adquirido consistencia propia, como una distorsión que serpenteaba entre el tiempo, el espacio y la oscuridad, conectando la Tierra con el otro extremo del universo. Aquel prodigio resultado del choque de seis cosmos de oro, la Senda de Oro, permitía a santos, sombras y otros aliados atravesar el universo sin quedar a merced de la maldad que dormitaba en su lado oscuro. Narciso podía verlo con claridad: el canal, el río formado por la hija de Nereo, la réplica del Argo Navis… Por tanto, Titania, como regente de la Esfera del Espacio y las Dimensiones, debía ser consciente de este acto. Podía ser que no hacía nada al respecto porque solo consideraba como amenazas a los cuatro héroes legendarios, mas la mención de Tritos al estado de los sellos tras la apertura de las Puertas de Yog-Sothoth abría las puertas a otra posibilidad.

«Tal vez Titania espere que los santos y los que moran en el lado oscuro del universo se encuentren, poniendo fin al problema —decidió Narciso.»

También era posible que no le diera importancia. Al fin y al cabo, que los Reyes Durmientes se desperezaran un poco al sentir la apertura de las Puertas de Yog-Sothoth no justificaba una mayor preocupación por los sellos a corto plazo que la habitual, siempre y cuando los ángeles de la Segunda Orden no cedieran a la tentación. Mientras pensaba eso, los ojos de Narciso contemplaron a un tiempo el universo material, con los antiguos sellos y quienes los vigilaban, y la Senda de Oro, en toda su extensión hasta los confines de los mares olvidados. En cierta galaxia conocida como Nabatea localizó a un grupo de ángeles al borde de la desesperación, los niños de Sothis, custodios de Aquel que se desliza en la oscuridad. O mucho se equivocaba, o ellos serían los primeros en caer, lo que conduciría a la liberación de uno de los Reyes Durmientes más hábiles a la hora de manipular a los hombres. Y nadie hacía nada por remediarlo. La guardadora del Espacio y las Dimensiones tenía los ojos puestos en otros asuntos; ni siquiera la valedora de los sellos, Dafne de Gea, daba la menor muestra de intervenir.

Primero pensó en hacerse cargo, a costa de dejar sin vigilancia el tan esperado nacimiento de Galatea, mas pronto supo que podía sacarle provecho a la situación. Usaría a los santos para poner a Titania en un dilema. ¿Era un ser taimado capaz de anteponer sus motivaciones personales al bien de la Creación? ¿O era en verdad un ser digno de ser parte de los Astra Planeta, meros instrumentos del Olimpo? Fuera lo que fuese lo que escogiera, solo con que se distrajera un rato ya sería ganancia. Entretanto, los terrestres se encargarían de contener la crisis de Nabatea, en parte culpa suya. Aquel que se desliza en la oscuridad estaba por actuar a causa de lo ocurrido en la Tierra.

Había, por supuesto, el pequeño inconveniente de que la Senda de Oro no pasaba por Nabatea, ni por ninguna galaxia que contuviera a un Rey Durmiente, en realidad, lo que justificaba hasta cierto punto la inacción de Titania. Tendría que remediar eso. En el momento y lugar justos, la Senda de Oro sufriría un pequeño desvío.

—Espero que podáis superar esta prueba que os pondré —susurró Narciso, fijos los ojos en el barco que cruzaba el universo—. Todo depende de que lleguéis a destino.

Sí, incluido el encargo que los dioses hicieron caer sobre él, hacedor de bienes.

xxx

La tripulación del Argo sobrellevó el naufragio en los mares olvidados amparándose en el silencio y la evasión. Casi nadie hablaba con otros, con la sola excepción de una pequeña reunión que se llevó a cabo para hablar sobre la extraña desaparición de los cuerpos de Hugin y Sneyder. Fue una conversación de lo más tensa, más por lo que se callaba que por lo que llegó a decirse. La intervención de Arthur fue crucial para que nadie responsabilizara a Emil por el suceso.

—Quienes despiertan la Octava Consciencia al morir, arrastran su cuerpo hasta el Hades. Solo podemos asumir que Hugin lo siguió de algún modo.

—¿Y qué hay de Akasha, eh? ¡Ella también…!

Emil no pudo terminar de decirlo, se le quebró la voz. Húmedos los ojos, dio la espalda al severo juicio de los argonautas y se abandonó a sí mismo en cubierta. Ninguna palabra de agradecimiento para el juez que lo había absuelto, como esperaban todos.

Por lo demás, los días transcurrieron con muy contados encuentros. Ni siquiera Subaru buscó a Shaula y Mithos, quienes ahora compartían habitación. La santa de Escorpio no decía nada al respecto, pero su compañero sabía bien que quería disculparse, así que acabó por buscarlo cada que tenía un momento a solas.

Había pasado más de media semana desde que regresaron a los mares olvidados cuando, en la cubierta, Mithos se encontró a Subaru cerca del mascarón de proa.

—Shaula quiere hablar contigo.

—¿Dices que l-lady S-Shaula quiere hablar conmigo? —repitió el santo de Reloj, imitando con gran habilidad la voz del griego.

—Shaula quiere hablar contigo —repitió el santo de Escudo sin el menor titubeo, sorprendiendo, o invitando a mostrar una falsa cara de sorpresa, al japonés.

—Ya eres todo un hombre. Me alegro. —Guiñando un ojo, Subaru empezó a estirarse, como si hubiesen acabado de hablar. Mithos no se movió un centímetro—. Ya hablamos. Me pidió disculpas y yo le dije que no hacía falta. Así de encantadora nació nuestra compañera —murmuró sin el más leve deje de sarcasmo—. ¿Puedo seguir considerándola nuestra compañera, no? No vas a convertirte en Otelo de pronto.

—Seguro que ya has visto que no me enfadaría por eso.

—Veo más de una rama en el árbol del tiempo. Si te digo que alguna vez abrí vuestra puerta para quedarme viéndoos así, tan mansos y acurrucados, podrías reaccionar de un modo u otro según el momento, el tono que use…

—No serías capaz… —El ceño de Mithos empezaba a fruncirse. La cara se le enrojecía, aunque no era fácil determinar si de vergüenza o enojo.

—… según si removí un poco las sábanas…

—Subaru —gruñó el griego, rechinando los dientes.

—Manzanas. Redondas.

—¡Basta!

—¿Qué? ¿No has probado las manzanas? —preguntó Subaru con un tono inocente que no era respaldado por la pícara sonrisa—. Me refiero a las de Alcioneo. Están ricas.

Encendido como el fuego de un horno, Mithos se lanzó hacia el japonés, agarrándolo por el costado y levantándolo como si fuera un saco de plumas.

—¡Retira esas palabras o te tiro por la borda!

—No, no lo harás.

La negativa de Subaru estaba envuelta en la misma molesta seguridad de siempre, aunque Mithos no tardó en notar algo distinto. Un temblor tan intenso que podía notarse a pesar del manto de plata que lo protegía. Con un solo vistazo, Mithos pudo ver algo en los ojos de Subaru, distinto a la malicia habitual. Miedo genuino, terror.

Por el espacio de un instante, el santo de Escudo creyó compartir con su compañero la visión de un futuro funesto. El santo de Reloj aprovechó para escabullirse.

—¡Buenos días!

—¡Aún no subo! —exclamó la santa de Escorpio a la vez que pasaba la escalera de tres en tres, apareciendo en la cubierta vistiendo el octavo manto zodiacal y un cosmos letal en un dedo extendido. Mithos se quedó de piedra al verla—. Ahora sí estoy…

Ambos santos de plata tragaron saliva a la vez mientras la joven ninfa se acercaba.

—Subaru —susurró, bajando el brazo, aguijón del escorpión, solo cuando estuvo a dos pasos del par—. Yo quería disculparme por lo del otro día.

Sin mediar palabra, Mithos miró a Subaru de reojo.

—Es tu culpa que haya tardado tanto. ¿Quién te dijo que nos evitaras? Juramos que seríamos como un solo guerrero —les recordó, bajando y alzando el tono de voz sin darse cuenta—. Yo no sé lo que nos depara el futuro y no quisiera estar en tu lugar. Lo que sí sé es que esto no me gusta. No me gusta nada. Yo no quería golpearte tanto.

—No tienes que preocuparte por eso —interrumpió Subaru—. Yo ya me olvidé. Casi ni se nota —aseguró, palpándose la cara ya sanada—. Los tres seguimos siendo un solo guerrero. La hermosa doncella, el escudo y el reloj que quiso daros un poco de privacidad —concluyó con no poca picardía.

Fue un milagro que Shaula no prestara atención a las últimas palabras. Se acercó a Mithos a tal velocidad que este estuvo a punto de salir disparado de un salto. Sin embargo, no lo tomó con la brusquedad descontrolada del pasado, sino con suavidad.

—Hasta que estemos de nuevo en la Tierra y a salvo, no vuelvas a extraviarte. Sabes que siempre te haces daño cuando te alejas.

—¿Mithos es la hermosa doncella? Eso sí que es un giro inesperado.

Aunque el santo de Escudo quería estar irritado, acabó riendo.

—Subaru, ¿qué hora es? —preguntó Shaula, de pronto.

—No tengo ni idea. Yo solo veo el futuro. El fabuloso poder de ver el presente está más allá de mi comprensión —declaró con desparpajo el santo de Reloj.

—Como las jóvenes sibilinas de la Antigüedad —apuntó Shaula, provocando que esta vez fueran los dos santos de plata quienes rieran. Ella se les unió gustosa.

De haber un vigía sobre el mástil del Argo Navis, ya estaría gritando que había tierra a la vista, aunque lo que destacaba en el horizonte no podía ser descrito así. Las aguas de los mares olvidados lamían una costa de lo más extraña, a medias líquido y sólido, extendido hacia el oeste, el este y el sur más allá de lo donde alcanzaba la vista como una capa infinita de mercurio que reflejaba un atardecer eterno. Lo único que había a kilómetros a la redonda era un largo pasillo de altas columnas alzadas en medio de la nada, sin un techo que sostener ni paredes que las recubriesen.

En cuanto lo vieron, los tres compañeros supieron que estaban a punto de llegar al Jardín de las Hespérides, desde donde Apolo y Artemisa habían viajado en el albor de los tiempos para traer respectivamente el día y la noche.

También supieron que si habían llegado a ese lugar sin la guía del astro rey no podía ser casualidad. La ira de Azrael los había puesto en camino hacia ese lugar.

—Tengo un mal presentimiento.

—Confío en ti, Mithos, mi escudo —le aseguró Shaula, quien en todo aquel tiempo no lo había soltado—. Y en nuestra sabia sibilina, por supuesto.

—De verdad que sois rencorosos —se quejó Subaru, compungido. Sonó especialmente convincente esta vez, pues detrás de la teatral vergüenza había el miedo que Mithos había visto en los temblorosos, rasgados y casi húmedos ojos del japonés—. Mi pronóstico es que saldremos con bien, como siempre.

Shaula y Mithos asintieron, llenos de confianza.

Entonces, se detuvo de pronto el barco. Todos sintieron la presión del poder de Arthur incluso antes de que este subiera a cubierta, acompañado por Orestes.

—Es solo una posibilidad —insistía el caballero.

—Mi maestro sabe que el barco sigue existiendo, por tanto, sabe que yo vivo —respondió Arthur, observando a Shaula y los demás—. ¿Lo has sentido tú también?

En lugar de responder, Shaula agudizó los sentidos, inconsciente del modo en que Subaru desviaba la mirada hacia el océano, preocupado. Sentía algo, un resquicio de un poder más grande del que ella podía soñar, lo que solo dejaba dos posibilidades. O bien estaba sintiendo a alguno de los héroes legendarios, donde fuera que estuviesen, o bien a tres santos de oro se les había ocurrido la feliz idea de ejecutar la Exclamación de Atenea. Arthur, intuyendo lo que pensaba, negó con la cabeza.

—¿Entonces…? —La voz de Shaula se le quebró, costándole varios segundos reponerse—. ¿Podemos… volver a casa?

—Están abriendo un portal —respondió Arthur—. Necesitamos abrir el otro extremo.

—¡Seis cosmos de oro! —exclamó Mithos. También él había percibido el infinito poder que titilaba más allá de los mares olvidados—. Tanto poder, ¿no enfadará a los dioses?

—Lo que los hombres llaman infinito, es para los dioses un número más —replicó Orestes—. El poder que nos llama desde el otro extremo del universo no es más que una chispa frente a los dioses, hacedores de la Creación.

—Shaula. —Arthur ni se había molestado en mirar a Mithos, u Orestes. Solo le interesaba lo que la santa de Escorpio tuviera que decir—. Necesito tu ayuda.

—Mientes —dijo Shaula—. Aun así, te ayudaré.

La guardiana del octavo templo se puso a la izquierda de Arthur. Cuando Mithos quiso unirse, Subaru lo agarró del hombro, apartándolo. Estaba por liberarse un poder terrible, no importaba lo que dijera Orestes. La Exclamación de Atenea exigía la unión de tres cosmos de oro no solo por una cuestión de poder bruto, sino de equilibrio, era necesario poder balancear tal fuerza destructora si no se quería acabar con todo. Ahora se estaba haciendo algo similar, aunque con otra finalidad: abrir las puertas del espacio-tiempo.

—Son solo dos —se quejó Mithos—. ¡Déjame, yo puedo…!

—¿Estás ciego? —le dijo Subaru cuando ya se hubieron apartado—. Son tres.

Orestes de la Corona Boreal se posicionó a la derecha de Arthur de Libra. Tres cosmos sin parangón se unieron, estremeciendo a los santos de plata.

—Si es necesario, haré que las estrellas nos ayuden —dijo Shaula—. Todas ellas.

—La Unidad de la Naturaleza —musitó Orestes, asombrado.

Una vez el poder de tres alcanzó el límite máximo, la fuerza que emulaba el nacimiento del universo, Arthur empezó a rasgar con las manos el tejido espacio-temporal, formando un portal dimensional. La presión era inmensa, los dientes de Mithos castañearon, sentía que los dioses se iban a enfadar mucho por eso.

—Los veo… —susurró Shaula, feliz—. ¡Los veo! ¡Hay una luz!

—Concéntrate —dijo Arthur—. Vamos a enviar nuestro poder a través del túnel.

Se decía que una Exclamación de Atenea emulaba el poder del Big Bang. Para Arthur, cuya comprensión del universo excedía la del resto de santos de Atenea, era más correcto decir que reproducía las condiciones del universo en el momento en que ocurrió el Big Bang, a una pequeña escala. Las Salas Gemelas del templo de Virgo habían sido arrasadas durante la Guerra Santa contra Hades, y si la destrucción no fue más allá se debió solo a la barrera natural que poseía el Santuario, lleno de divinidad en cada una de sus piedras con el fin de sobrevivir como un todo a través de los milenios. Sin embargo, después de aquel aparente acto de traición por parte de los santos de oro que Hades había revivido, dos Exclamaciones de Atenea habían colisionado. De no ser por el valiente acto de Shiryu de Dragón, la explosión de ambas habría liberado la destrucción sin ningún límite. El Santuario, el mundo, todo habría desaparecido.

Al principio pensó que la idea era abrir un túnel de gusano y escapar de ese infierno, así debieran sacrificar el Argo Navis. En cuanto abrió el portal, comprendió muchas cosas. Allí, lejos, en la Tierra, no había amigos esperando recibirles con los brazos abiertos, sino camaradas, compañeros de armas que se unirían a ellos en una lucha final. Para garantizar que aquello ocurriera, necesitaba crear algo más que un túnel de gusano. Requerían un nuevo mundo, aislado de todo lo demás. Un camino paralelo a los billones de galaxias que distanciaban la Tierra del Jardín de las Hespérides.

—¡Zeus, Hera y Atenea! —gritó Mithos, en el momento en que los seis cosmos de oro se encontraron, generando justo el efecto deseado por Arthur.

—Ya —dijo el santo de Libra—. Podéis idos. Para mantener el portal me basto yo.

Orestes obedeció de inmediato, apartándose con la velocidad justa para no parecer descortés. Shaula, confundida, lo hizo un poco más tarde, observando con cautela a Subaru. Los ojos de aquel le devolvieron la mirada, sin esperanzas.

—Arthur, ¿qué ocurre?

El santo de Libra mantenía el portal, tal y como había dicho; de hecho, tras alejarlo a una distancia considerable, lo agrandó mucho más de lo necesario para que el Argo Navis pudiera pasar a través de él, por si acaso. No sudaba, ni mostraba el menor esfuerzo, aunque sí que una parte de él se concentraba por completo en esa tarea.

—Mediante el Octavo Sentido se inhiben los límites físicos que nos imponemos como criaturas del universo. Trampeamos las leyes físicas, podría decirse, lo que nos permite superar la velocidad de la luz. Cuando rompemos esa barrera, ya no hay límites.

—Lo sé —dijo Shaula—. No es nada recomendable usar esa velocidad en largas distancias, por eso reprendí a la idiota de Akasha cuando… cuando…

—Lo que hemos hecho ha sido crear un universo en miniatura —explicó Arthur—. Empieza en la Tierra y acaba aquí, empieza aquí y acaba en la Tierra. A través del Octavo Sentido, existe una pequeña posibilidad de que llegues al final.

—Sola.

—Sola.

—¡No abandonaré a mis amigos! —exclamó Shaula.

—La teletransportación es demasiado arriesgada —dijo Arthur—. Incluso ahora, hay cosas en los bordes del camino que hemos creado que podrían interceptarte.

—¿Por qué me dices todo esto? —exclamó Shaula—. ¿No vamos a…?

—El Santuario ha tomado una decisión —le interrumpió Arthur—. Esto no es una misión de rescate, es una declaración de guerra. Van a ayudarnos a combatir. Decide pronto, Shaula. El portal de la Tierra no permanecerá abierto por siempre.

—No tengo que decidir nada, es obvio que no pienso abandonar a nadie. Mithos, Subaru, Alcioneo, Emil… ¿Y tú no piensas decir nada?

Orestes no respondió. Permaneció en silencio, indiferente al reproche.

—Ya que vuestros cosmos están unidos, es posible que puedas salvar a Mithos y Subaru. La posibilidad existe si te decides ya a hacerlo.

—¡Eres un hijo de puta, Arthur!

Tras aquel grito, lágrimas bañaron el rostro de la santa de Escorpio. No de rabia, ni de tristeza, sino de impotencia. Mithos de Escudo solo pudo tomar su mano en silencio y acompañarla abajo con cada vez más lentitud. Paso a paso, Shaula sentía el peso de la decisión que había tomado, el camino que se había negado. Las miradas sombrías y huidizas de Subaru la atormentaban: ¿era ese el destino funesto que el santo de Reloj había visto para ella? Quedarse allí y combatir, junto a todos los demás. ¿Era lo correcto? Mientras bajaba las escaleras, murmuró unas palabras:

—Soy una cobarde.

Una vez dejó de escuchar las pisadas en las escaleras, Subaru corrió a la barandilla y vomitó el puré de manzana que Alcioneo la había preparado esta misma mañana.

Arthur seguía donde estaba, viendo el portal, consciente de los esfuerzos que se realizaban en el otro extremo para alcanzar el Jardín de las Hespérides. Las aguas de los mares olvidados se filtraban hacia la infinita oscuridad del nuevo universo, de breve vida. Solo duraría doce horas, las doce horas que Subaru había ganado para Shaula.

—Ni se me pasó por la cabeza que esta decisión le disgustaría —admitió Arthur.

—¿Ahora crees en mis poderes? —preguntó Subaru, con el sabor amargo del vómito llenándole la boca—. ¿Quieres que te diga lo que va a pasar ahora?

—Mi maestro y mis compañeros llegarán. Lucharemos contra el único enemigo que justificaría tal movimiento de tropas. Caronte de Plutón. ¿Cómo luchar con él es menos arriesgado que cruzar un camino recto, adivino?

—Sabes esa respuesta.

—Sí, la supe desde que le propuse que lo hiciera. Es obvio que si ninguno del otro lado intentó llegar hasta aquí a punta de velocidad, es por algo. No obstante, la ira de Shaula fue demasiado visceral. De verdad quería volver.

—Pues claro —dijo Subaru—. Está enamorada. Eso lo cambia todo. Quería irse a la Tierra a tener muchos niños con Mithos, hasta que tuviera el primero y decidiera que con uno bastaba, solo para que los dioses la bendijeran con tres más. ¡Deseaba la salvación! Incluso si todos nos sabíamos condenados desde que regresamos a los mares olvidados. Todo habría sido más fácil si hubiese profetizado eso. Todo.

—Por eso me dijiste que Shaula nunca aceptaría quedarse aquí, que le propusiera marcharse a casa. Psicología inversa, ¿eh? —dijo Arthur.

—Te odia mucho —apuntó Subaru—. Solo así pude salvarla.

—¿Ella está embarazada? —preguntó Arthur.

—No llegaré a saberlo —dijo Subaru—. Creo que no.

—Pensaba mandarlos a todos a casa. A todos salvo a mí.

—Lo sé.

Tras mucho, mucho tiempo envueltos en un incómodo silencio, Arthur hizo una mueca. Aunque Subaru sabía la razón, no pudo evitar preguntar:

—¿Ya estás cansado? —dijo el santo de Reloj, con cierta malicia.

—He dejado de sentir a Caronte de Plutón. Estaba en el Jardín de las Hespérides, lo sé, y ahora… —El santo de Libra sacudió la cabeza con cierta irritación, cosa extraña en él—. No importa, sé que volverá, y sé que nos enfrentaremos.

—Lo haréis.

—Pienso vencerlo.

—No lo verás derrotado, Arthur de Libra.

Nada más se dijeron aquellos dos. Arthur se centró en los peligros que esperaban a los nuevos argonautas, si bien él solo podía actuar como observador. En cuanto a Subaru, rumiaba la parte de su vida que le quedaba por vivir, la más dura.

«Hice lo correcto —pensaba el santo de Reloj—. La muerte es mejor que la oscuridad.»

Notas del autor:

Shadir. Citando a una de las grandes sagas de fantasía del presente siglo: «El paso más importante que puede dar un hombre es el siguiente.»

Es el efecto Seiya, no puedes manipular del todo a esa viva encarnación de la libertad.

Era inevitable, si algo nos ha enseñado Saint Seiya es que encerrar a tus enemigos ancestrales en urnas y cajas solo es una solución temporal.