La destrucción del Moulin Rouge marcó el fin de una era que jamás podríamos recuperar. Nosotras, el pequeño grupo de vampiras que logró sobrevivir a la vorágine de llamas, nos encontrábamos perdidas en la oscuridad que siguió a la tragedia. Mi amiga Charlotte, era originaria de España y nos sugirió dirigirnos hacia allí en busca de un nuevo viaje a través de los Pirineos fue un desafío que las sombras de la noche parecían compartir con nosotras. El viento helado susurraba antiguos secretos mientras avanzábamos, un pequeño grupo de almas perdidas en busca de refugio. Atravesamos paisajes majestuosos y peligrosos, enfrentándonos a la soledad y a la realidad de nuestra existencia vampírica.

Finalmente, llegamos a un pequeño pueblo cerca de un bosque. El aire fresco de la montaña nos envolvía, y las sombras del bosque nos ofrecían un refugio temporal. Nos topamos con una cabaña abandonada, oculta entre los árboles como si la naturaleza misma quisiera mantenerla en secreto. Decidimos quedarnos un tiempo, dejando que el susurro del viento y el crujir de las ramas nos acunaron en nuestra nueva morada.

La cabaña, aunque en ruinas, se convirtió en nuestro santuario. Charlotte, con su acento español cálido, compartía historias de su tierra natal mientras nos enseñaba los usos y costumbres del lugar. Entre risas y confidencias, el pequeño grupo de supervivientes encontró una conexión que iba más allá de la sangre compartida. Mientras la luna iluminaba nuestras noches, la incertidumbre del futuro se desvanecía momentáneamente en el abrazo reconfortante de la cabaña abandonada.