Era la última casa que visitaban en su misión, y como en las anteriores, fueron recibidos con miradas de odio y temor. La llegada del ejército a la casa de un hombre ejecutado por sus crímenes no presagiaba nada bueno para sus habitantes. Una mujer instó a los niños que jugaban fuera a resguardarse, y estos obedecieron sin rechistar. Eran muy pequeños para haber conocido el horror de la guerra de Ishbal, pero sin duda sus padres y familiares se habrían asegurado de contarles con detalle las atrocidades que Amestris había cometido allí.

El ambiente era tenso y cargado de hostilidad. Los ojos de la mujer, endurecidos por el sufrimiento y el rencor, reflejaban la sombra de cada tragedia que había asolado su vida. Roy observó a la mujer que se interponía en su camino. Su rostro y sus manos llevaban marcas de quemaduras, cicatrices de un pasado doloroso. La culpa se alojó rápidamente en su pecho, entendiendo que no era de extrañar que su marido se hubiese mostrado tan colaborador para intentar matarlo.

-¿Qué más quieren? Ya mataron a mi marido. ¿Cuánto más van a arrebatarnos?,- La mujer escupió las palabras con un odio que parecía arder en cada sílaba, su voz quebrándose al final, como si cada palabra arrancara un pedazo de su alma.

-Lo crea o no, señora, solo quiero hacerle un par de preguntas,- dijo Roy con calma, tratando de no agravar la tensión. -Y luego me marcharé como un mal sueño.

-Yo no le debo nada a usted,- replicó la mujer con odio, su voz cargada de resentimiento. Luego señaló a Riza, su mirada cargada de desprecio. -¿Qué derecho tienen a venir aquí y exigir respuestas? Mi marido está muerto, nunca volverá a abrazar a nuestro hijo, ni podrá protegernos de ustedes y todo por intentar sacarnos de una vida miserable a la que ustedes nos arrastraron, ¿Por qué no le preguntaron? Tenían tantas ganas de fusilarlo, que ni siquiera intentaron saber por qué hizo lo que hizo,- la voz de la mujer se alzó, quebrándose de nuevo, resonando como un eco de dolor.

Riza sostuvo la mirada, su expresión imperturbable, pero sus ojos reflejaban la tormenta interna. Roy sintió el peso del momento, la tensión palpable que podría romperse en cualquier segundo.

-Entiendo su dolor,- dijo finalmente, su voz suave pero firme. -Pero no estamos aquí para hacerle más daño. Necesitamos su ayuda para evitar que más familias sufran como la suya.

La mujer soltó una risa amarga, sus hombros temblando por la emoción contenida.

-¿Ayudar? ¿A ustedes? ¿Por qué debería hacerlo? Todo lo que tocan se convierte en cenizas,- sus palabras eran un látigo que se estrellaba contra ellos, cargadas de resentimiento y pérdida. -Si supiese lo que la alquimia de ese hombre le hace a la gente, el dolor de la carne fundiéndose…

-Lo sé de primera mano, señora,- interrumpió Riza, su expresión inescrutable. -Tanto como usted,- añadió, dejando boquiabiertos tanto a Mustang como a la mujer. Roy sintió como si una losa cayera sobre él; algo en el tono de Riza le hacía sentirse un hombre despreciable. Creía que había superado la culpa de lo que le hizo, pero en ese instante descubrió que no era así en absoluto.

Un largo silencio siguió a sus palabras, un abismo de incomprensión y dolor separándolos. Finalmente, la mujer pareció ceder, sus hombros hundiéndose como si llevase una carga demasiado pesada.

-Halord Jenkins,- dijo con voz temblorosa. -Él pagó a mi esposo para que atentase contra el general Mustang.

Roy asintió, absorbiendo la información con la gravedad que merecía.

-Agradezco su cooperación,- dijo con suavidad. -Entendemos que esto no es fácil para usted.

La mujer retrocedió un par de pasos, señalando el final de la calle con un gesto desesperado.

-Ahora, lárguense,- su voz era un susurro lleno de dolor, una súplica desesperada por recuperar algo de paz.

Roy y Riza intercambiaron una mirada cargada de silenciosa comunicación antes de dar media vuelta y marcharse, el peso de las palabras de la mujer colgando sobre ellos como una sombra que nunca se desvanecería. Mientras se alejaban, Roy no pudo evitar voltear una última vez hacia la casa, sintiendo que dejaban atrás algo más que una simple conversación.

Mientras se alejaban, el sol comenzaba a descender, tiñendo el cielo con tonos anaranjados y rosados. Las sombras se alargaban, envolviendo el paisaje en un abrazo melancólico. Roy caminaba en silencio, cada paso más pesado que el anterior. La culpa y la tristeza le oprimían el pecho, haciéndole difícil respirar. Sentía la mirada de Riza sobre él, una mezcla de compasión y determinación en sus ojos.

-No puedo permitir que te sigas culpando por algo que ambos sabemos que fue necesario,- dijo Riza, rompiendo el silencio. Su voz era firme pero suave, como un ancla en la tormenta.

Roy la miró, su expresión llena de dolor y confusión. Las palabras de la mujer de la casa aún resonaban en su mente, pero lo que más le perturbaba era la reacción de Riza.

-Roy,- continuó Riza, tomando su mano con una firmeza que no admitía réplica. Sus ojos buscaban los de él, tratando de hacerle comprender la seriedad de sus palabras. -Lo que hiciste, lo hiciste por mi, por mi bien. Esas cicatrices no son una carga para mí; todo lo contrario. No deberían serlo para ti.

La luz del sol poniente bañaba sus rostros, acentuando las líneas de preocupación en la cara de Roy. La brisa del atardecer soplaba suavemente, levantando pequeñas nubes de polvo que se mezclaban con el aire aún denso y ardiente, como si el mismo paisaje pesara entre los dos.

-Hay muchas cosas por las que sentirse culpable,- continuó Riza, su voz ahora un susurro lleno de intensidad. -Pero unas cuantas quemaduras en mi espalda no son una de ellas. Este lugar está maldito para nosotros, Roy. Hicimos tanto daño aquí que nuestras mentes son incapaces de estar en calma.

Roy apartó la mirada, luchando con las emociones que se arremolinaban en su interior.

-No es solo eso, es… es que desearía que algún día puedas ser feliz, feliz de verdad. No solo los breves periodos de tranquilidad que disfrutamos a veces... Empiezo a comprender que a mi lado jamás lo serás, aunque egoístamente crea que sí,- dijo Roy, su voz quebrándose. Sentía que todo el optimismo de la noche anterior se disolvía.

Riza estrechó su mano con más fuerza, acercándose un paso más a él. Sus ojos no dejaban lugar a dudas sobre la sinceridad de sus palabras.

-Roy, escúchate, tú no eres así. El miedo habla por ti, la culpa está tomando el control. Hemos cargado con demasiado y durante demasiado tiempo,- dijo Riza, colocando la mano de Roy en su pecho. Roy a través del grosor del uniforme militar, podía notar algo duro: aquel anillo seguramente colgado del cuello, porque claro, no podía llevarlo en el dedo. -Es hora de dejarlo ir, de cerrar esa página de nuestro pasado de una vez por todas.

Riza se sorprendió a sí misma. Allí estaba, en mitad de la calle desierta, donde cualquiera podría verles, rompiendo todas y cada una de las normas que seguía a rajatabla. Pero ya no lo soportaba más. Roy quería que ella fuese feliz, y ella solo podría serlo a su lado.

-Roy,- continuó Riza, su voz ahora un susurro cargado de emoción. –Cuando esto acabe, decida lo que decida Grumman, me casaré contigo, nos iremos a esa casa en el este y tendremos los hijos que quieras.

Roy la miró, con una mezcla de asombro y alivio, pero sobre todo de felicidad.

-Riza...- sonrió, recuperando su ser. –Quiero por lo menos cuatro.

-Tampoco te pases,- replicó Riza, esbozando una sonrisa que iluminó su rostro.