HETALIA PERTENECE A HIDEKAZ HIMARUYA


1985


En cuanto el teniente dobló la esquina y se encontró con Rusia en el pasillo, a pesar de la distancia que los separaba, pudo ver que la nación estaba impaciente. No podía estarse quieto y tenía los brazos cruzados, los labios apretados, mordiéndoselos de vez en cuando, como si la espera lo estuviera consumiendo de tal forma que tenía la necesidad de hacer muecas; un poco como un niño grande. Un niño con autoridad para ejecutarlo, así que no le hizo esperar más y caminó raudo a su encuentro.

— Lo tenemos, Camarada Rossiya.

— ¿Sí?—los ojos violáceos de Rusia centellearon—. Lleváis una década diciendo eso. Espero que no me decepcionéis otra vez.

— No, señor. Los estudios con concluyentes. Esta es la buena. Hemos encontrado a una buena.

— Quiero verla. Quiero verla ahora mismo.

El teniente pidió a Rusia que lo acompañara. Lo sintió pegado a su espalda y, momentos después, era él quien iba en cabeza, como si fuera Rusia quien estuviera conduciéndolo a él. Estaba tan impaciente...El hombre esperaba que los científicos hubieran dado con ello de verdad esta vez. No quería afrontar las consecuencias de volver a partirle el corazón.

Tomaron un ascensor hasta el segundo sótano. Justo al final de un largo pasillo había una puerta.

Letonia estaba sentado en el suelo en medio del corredor, con una mano sujetando sus rodillas y la otra tocándose la frente. Estaba paliducho, y parecía que se iba a caer de cabeza al suelo en cualquier instante. Rusia le rozó la cara con el abrigo al pasar por su lado sin hacerle el menor caso, como si no fuera más que una manchita diminuta en el suelo; no lo pisó como a una por un pelo.

Un miembro del KGB custodiaba la puerta. El teniente y todos los demás normalmente debían enseñar sus credenciales (y no cualquiera) para entrar, pero esta vez la presencia de Rusia fue todo lo que el guarda necesitaba ver. Tras hacerle a Rusia un gesto respetuoso con la cabeza, se hizo a un lado para dejarlos pasar.

No había manera de saber si la habitación era grande o pequeña, de qué color eran los azulejos, pero era evidente que estaba muy bien equipada, por la cantidad de pilotos que brillaban en la oscuridad.

— Nuestra pequeña está ahora mismo muy sensible. Tenemos que tenerla a oscuras—dijo una mujer a Rusia en voz muy baja. Él pudo verla gracias a la luz que provenía del exterior.

Y gracias a esa luz también pudo verla a ella.

Se acercó a aquello que hombres y mujeres con batas blancas rodeaban, de lo cual tomaban notas y monitorizaban a cada momento. Posó su mano enguantada sobre su suave perfil y la miró de cerca, tan de cerca que casi parecía que iba a olisquearla.

Sus labios se curvaron en una sonrisa.

— Tú y yo vamos a hacer maravillas, preciosa mía...

Esto acabaría con la...pequeña controversia que había entre él y América de una vez por todas.