Disclaimer: Ninguno de los nombres de personajes o lugares aquí mencionados son de mi pertenencia, a excepción de aquellos creados para sustentar esta obra. El resto son propiedad de Nickelodeon, Michael Dante DiMartino y Bryan Konietzko. Basado en La Leyenda de Korra.


~Creo que te Amo~

Por: Devil-In-My-Shoes


«Es como llegar a casa después de un largo viaje. Así es el amor. Como regresar a casa…»

—Piper Chapman (Orange is the New Black)

II: Guardián en Custodia

El presidente Raiko despidió cortésmente al grupo de personas a las que estaba atendiendo en ese momento. Regresó a su escritorio, acomodó los papeles sobre éste, y dirigió la mirada hacia los ventanales que tenía a sus espaldas. Alguien tocó la puerta de su despacho en ese preciso instante. Raiko suspiró y se llevó una mano al semblante, masajeando el estrés de su frente.

—Adelante —dijo, colocándose nuevamente de pie.

La jefa de policía Lin Beifong entró en silencio, deteniéndose delante de él con un gesto que denotaba total seriedad.

—¿La hará pasar ahora, Señor? —inquirió ella, alzando una ceja.

Raiko no respondió inmediatamente. En cambio, le dio la espalda y caminó unos cuantos pasos hasta el ventanal. Lin optó por seguirlo, adoptando la misma posición firme con las manos atrás, que el presidente sostenía en ese momento. Los ojos de ambos contemplaron el paisaje urbano tras el cristal.

Era claro que algo estorbaba a la amplia vista que Raiko acostumbraba a observar a diario. Lin siguió la mirada del presidente, que bajaba hasta los jardines del Ayuntamiento, y se detenía en una figura solitaria.

Kuvira permanecía de pie, con las manos esposadas delante de sí, y la cabeza inclinada hacia el cielo. Los ojos cerrados y una expresión serena en el rostro, mientras la suave brisa de aquella mañana le despeinaba los mechones que adornaban su frente, y agitaba la larga trenza que caía en su espalda. No le molestaba la presencia de la docena de oficiales que la vigilaban de cerca. Ni siquiera advertía las intensas miradas que la observaban fijamente desde arriba.

—¿Ha estado así todo este tiempo? —preguntó Raiko.

—¿De pie, aprovechando el calor y la luz del sol, respirando el aire fresco, disfrutando de la brisa que acaricia su piel? Pues sí, eso es lo que ha hecho durante las últimas dos horas que usted la ha mantenido esperando. ¿Qué pensaba? ¿Que armaría revuelo? ¿Que nos atacaría en un intento desesperado de huir?

—No lo sé… —replicó él, el gris de sus ojos fijo en la mujer que alguna vez amenazó con tomar la república por la fuerza—. Tal vez… Sólo intento descifrarla, por seguridad.

Lin asintió con la cabeza.

—Permítame preguntarle algo, Señor Presidente… ¿Alguna vez lo han privado de su libertad?

—Nunca, con excepción de la vez en que ese maniático de Varrick intentó secuestrarme. Y fue por algunas horas solamente.

—Claro —afirmó Lin—. Es una situación bastante incómoda, ¿no lo cree? La libertad es lo más sagrado que una persona puede poseer. Mi trabajo es revocarla de aquellos que incumplen la ley o amenazan a la sociedad. En consecuencia, he sido testigo de cuánto puede cambiar la percepción de la vida de un criminal, luego de perder su libertad. Si algunas horas de secuestro lo hicieron entrar en pánico, ¿cómo cree que se siente Kuvira luego de años de encierro?

—¿La está defendiendo, Jefa Beifong?

—No. Tan sólo busco probar que, quizás, Kuvira está tan asustada como usted lo está de ella. Le puedo asegurar que no intentará nada. Su tiempo en prisión la ha quebrantado. No hay ni rastros de la dictadora impulsiva del pasado.

El presidente Raiko inspiró profundamente, exhaló un pesado suspiro, y se alejó de las ventanas. Tomó asiento detrás de su escritorio y entrelazó las manos sobre éste, con una expresión severa en su rostro.

—Muy bien —declaró—. Hágala pasar.

—¡Pues ya era hora! —reclamó Beifong un segundo antes de abandonar el despacho.

Regresó cinco minutos después, sujetando a Kuvira del brazo. Ésta última se apareció en la puerta con la cabeza baja, en signo de sumisión o cansancio, lo cierto era que Raiko nunca lo sabría y tampoco le interesaba saberlo.

Por su parte, cuando Kuvira notó que ya se hallaba en el despacho del presidente de la República Unida, no hizo más que echarle un vistazo al frondoso árbol que crecía justo en medio de la habitación. Producto de un efecto colateral de la Convergencia Armónica y las decisiones del Avatar.

Examinó el gigantesco agujero que el árbol había provocado en el techo, y no pudo evitar mostrarse divertida al imaginar lo mucho que aquella "travesura" de Korra debió haber molestado a Raiko.

El presidente se aclaró la garganta para atraer la distraída atención de la joven mujer hacia él. Funcionó, y Kuvira se topó con otra de las muchas miradas de desprecio que había recibido esa mañana. Era obvio que a Raiko no le entusiasmaba en lo absoluto tenerla allí, y el hombre no tardó en confirmarlo.

—Primero que nada, quisiera aclarar que no te he mandado a llamar por gusto, que estás aquí contra mi voluntad, y que si de mí dependiera, ya te hubiera desterrado del continente o te mantendría en prisión por el resto de tu vida.

Un "buenos días" habría sido más agradable, pero Kuvira no dio indicios de sentirse ofendida y mucho menos sorprendida.

—Con todo respeto, si de usted dependiera, ya me habrían enviado a la silla eléctrica.

Raiko bufó con una corta risa sarcástica.

—En eso estamos de acuerdo, Kuvira.

No la invitó a pasar, ni a sentarse, ni le ofreció una taza de té como dictaba la costumbre. El ambiente en el despacho presidencial era tenso e incómodo. La jefa Lin se quedó atrás, en la puerta, vigilando la escena en silencio. Y Kuvira tuvo que tomar la iniciativa de aproximarse al escritorio de Raiko para enfrentarlo cara a cara, por mucho que ambos detestaran la idea. Entonces, el presidente volvió a hablar.

—¿Sabes por qué estás aquí?

—Ni la más remota idea… Señor —forzó aquella última palabra fuera de su garganta como quien regurgita algo que le cayó mal.

—Ya veo —suspiró él—. Así las cosas, tengo el desagrado de informarte que por causa de molestas e insistentes "presiones externas", me he visto forzado a cambiar las condiciones de tu sentencia. Kuvira, se te permitirá cumplir con tu sanción penal… —la mueca en su rostro demostró cuánto le dolió a Raiko pronunciar lo siguiente—: Bajo libertad condicional.

—¿Qué? —exclamó la aludida, sin poder darle crédito a lo que oía.

Que le sumarían más años a su condena, que la obligarían a realizar trabajos forzados de por vida, que habían aprobado la sentencia de muerte para ella. Kuvira se había planteado los peores escenarios, y venía preparada para afrontarlos. Esto, sin embargo, escapaba a su control. Escapaba a los límites de su imaginación, por más dañada o alocada que pudiera estar, luego de pasar por todo el sufrimiento al que se había tenido que enfrentar. Es que simplemente no cuadraban esas palabras, nada tenía sentido.

Era inverosímil, imposible.

—Ésa es una broma cruel —repuso Kuvira, tras recuperar los estribos—. ¿Por qué no me dice el verdadero motivo por el que me hizo venir, y terminamos con esto de una buena vez?

—No se te considerará ciudadana en ningún Estado o nación, no tendrás derechos de ningún tipo, ni se te concederán privilegios como protección o confidencialidad… —prosiguió Raiko, ignorando la incredulidad de Kuvira—. Si resultaras víctima de un ataque por resentimiento o venganza de la población, nuestros oficiales no estarán en la obligación de ayudarte ni defenderte. No podrás abandonar la República Unida en ningún momento, y se te someterá a un estricto control diario, en el que tu guardián en custodia me reportará a mí, sin falta.

—¿Guardián en custodia?

—Esa persona se responsabilizará de ti y tus acciones, te vigilará las veinticuatro horas del día y velará porque cumplas con los servicios a la comunidad que te serán impuestos. —explicó el presidente, al tiempo en que llenaba unos papeles, los firmaba y los sellaba—. Cualquier falta o delito que cometas, anulará de inmediato tu privilegio a la libertad condicional, y serás arrojada devuelta a prisión, donde acabarás de pudrirte. Quedas advertida.

—No comprendo nada —dijo Kuvira.

—Ése no es mi problema. Tu guardián en custodia debe estar esperando por ti fuera del Ayuntamiento. Agradecería que te dieras prisa en retirarte de mi despacho y acudieras a su lado, inmediatamente. Tengo asuntos más importantes que atender.

—Pero…

—Jefa Beifong —ordenó Raiko, tajante—. Escolte a ésta… A Kuvira hasta la salida.

Y nuevamente se vio siendo arrastrada del brazo por la fuerte mano de Lin Beifong hasta el pasillo. Kuvira alzó la mirada y se enfocó en el rostro de la jefa, esperando sin un motivo real, a que ésta hiciera algo por aclarar lo confuso de su situación. Beifong no perdió su semblante frío e indiferente, pero sí le regresó la mirada por un segundo y le dijo:

—Todo va a estar bien.

Kuvira lo tomó como consuelo y continuó su camino hacia la salida en silencio. Las grandes puertas talladas en madera del Ayuntamiento estaban abiertas de par en par, dejando entrar la luz del día y el murmullo lejano de los vehículos y las multitudes que transitaban las calles.

Kuvira mantuvo la vista fija en la distancia, divagando entre sus propias teorías y posibilidades. Preguntándose quién sería su nuevo guardián en custodia, o si se trataría del mismo agente del Loto Blanco que se encargó de su cuidado en prisión. La idea de tener que pasar el día entero atada a una persona le disgustaba.

Pero al menos, no tendría que volver a su celda, sólo eso hacía que ese gran fastidio valiera la pena.

Sus pies percibieron el comienzo de las gradas que bajaban de la fachada del Ayuntamiento a la plaza central. Kuvira descendió uno por uno sin molestarse en advertir la presencia de la persona que la esperaba al final de éstos. Mantuvo su perfil tan bajo como su mirada, pendiente únicamente de lo que escuchaba.

—Bien, aquí la tienes. Toda tuya —dijo Beifong, dirigiéndose a quien custodiaría su libertad en adelante—. Será tu problema ahora, no el mío, ni el de las demás autoridades. ¡Quiero que eso te quede muy claro!

—¡Oh, vamos Lin! ¡Puedo manejar esto!

Kuvira dio un respingo al escuchar aquella voz. Ese tono jocoso, engreído, pero a la vez amigable, no podía pertenecerle a otra persona más que a…

Despacio y sin querer ilusionarse más de la cuenta, Kuvira enfocó la mirada hacia la fuente de esa voz tan familiar, contemplándola de abajo hacia arriba. Botas de cuero altas, el azul oscuro de un pantalón, una parka característica de la Tribu Agua alrededor de una definida cintura, una tallada blusa azul sin mangas con bordes blancos… Piel morena, ojos azul aguamarina, cabello castaño, a la altura de la barbilla…

Y aquella estúpida sonrisa de medio lado, confiada y odiosamente adorable.

—Tú… —musitó Kuvira, desprovista de palabras.

—¿Acaso esperabas a alguien diferente? —cuestionó la muchacha, ampliando todavía más su sonrisa.

Kuvira quiso replicar, pero fue interrumpida por la jefa Lin, quien procedió a liberarla de las esposas. El recurrente dolor por lo apretado del metal tardó un poco en abandonar sus enrojecidas muñecas. La impresión de su rostro, sin embargo, no desaparecía.

Y no lo hizo hasta que Beifong se despidió, enviándoles una firme inclinación de cabeza. Después, subió a su patrulla y las dejó solas a ambas, en su camino de regreso a la Estación de Policía.

Nació un intenso momento de silencio incómodo entre las dos mujeres, roto sólo por Korra, que tomó la decisión de dar un paso al frente.

—Y… ¿Cómo te encuentras?

Kuvira no respondió, concentrada en abrir y cerrar sus puños a modo de prueba. Cuando comprobó que sus articulaciones respondían bien, observó fijamente a la joven delante de ella y sintió una rabia abrasadora que le subía desde las entrañas. Sin importar la felicidad que le causara el poder verla después de tanto tiempo, estaba furiosa.

No pudo contenerse, le fue imposible evitarlo. Tuvo que desahogarse. Y, sin aviso, descargó un terrible golpe con el canto de la mano en la mejilla de la muchacha.

—¡Maldita sea, Korra! —le gritó, viéndola caer de espaldas y estrellar la cabeza contra el suelo—. ¿A qué crees que estás jugando?

Nadie pasaba por ahí en ese momento y Kuvira fue afortunada por ello, ya que de lo contrario, su tiempo en libertad condicional habría sido tan ínfimo y fugaz como un parpadeo. Agredir al Avatar a los pies del Ayuntamiento… ¿En qué estaba pensando?

Le había dado fuerte, lo sabía, y no esperaba que Korra reaccionara en el instante para frenarlo.

El Avatar quedó tumbada de costado, con las manos sobre la mejilla. Se le escapó un hilo de sangre de la boca, que le resbaló por los dedos y cayó al suelo. Entonces, cuando se hubo acostumbrado al enervante dolor, Korra se giró y se incorporó para sentarse. Se tanteó la mejilla, abrió y cerró la boca, y movió la quijada de derecha a izquierda.

—No sé si esté rota… —informó con un quejido—. ¡Pero esto me dolerá durante días! ¿Y a ti qué rayos te pasa? —reclamó, encarando a Kuvira, evidentemente molesta y confundida—. ¿Así me agradeces por haberte sacado de prisión? ¡Demonios, Kuvira!

—¡No me interesa en lo más mínimo lo que hayas hecho o no por mí! —gritó ella devuelta—. ¡No puedes simplemente aparecer y desaparecer de mi vida cuando se te antoja! ¡Ni revolver mi mente y lo que siento cada vez que te veo, para luego dejarme aguardando por ti como una tonta! ¡Te esperé seis meses, mierda! ¡Al menos pudiste haberme avisado que te ausentarías, pudiste escribirme una carta o algo! ¡Cualquier cosa!

—¡Pero sí te escribí! ¡Lo he hecho por semanas!

—¡No me digas! ¿Y le encargaste el correo a alguno de los guardias que me vigilaban? ¡¿Pero eres idiota o qué?! ¡Por si no lo sabías, el mundo entero me odia! ¡Especialmente los guardias! —se le quebró la voz y fue como si fuera a romper en llanto en cualquier segundo, aunque no lo hizo—. Esos brutos se divertían viendo cómo los demás reclusos me molían a golpes… Sabían que eras importante para mí, y no dudaban en decirme una y otra vez que te habías cansado de mí… Que me habías abandonado… —Miró a la muchacha, sus iris verdes inundadas—. Y yo casi les creí, Korra… Casi les creí…

Faltó poco para que a Korra le saltarán lágrimas de vergüenza. Era algo tan elemental, tan obvio… Pero le era difícil pensar como los demás. Le resultaba un lío comprender que donde ella veía a una mujer fuerte, valiente y admirable; el resto del mundo veía a una tirana, a una criminal de guerra, a una asesina... Porque lo fue, es cierto, Korra no podía negarlo. Sin embargo, nada de eso existía ahora. Kuvira había reconocido sus errores, se había arrepentido y estaba pagando el precio por ello. Había cambiado.

Como cambian todos a los que se les ofrece una segunda oportunidad y una mano amiga.

—Perdona, tienes toda la razón… —admitió la joven Avatar—. Es mi culpa, todo ha sido estupidez mía. Cuando descubrí la oportunidad de sacarte de prisión y tenerte a mi cuidado… Me entusiasmé tanto que me apresuré y no pensé las cosas; es un defecto en el que aún estoy trabajando —hizo el esfuerzo de ponerse en pie y caminó hasta Kuvira, sujetándose su adolorida mejilla—. Sólo quiero que sepas que… Te extrañé… Si es que eso todavía significa algo para ti.

Kuvira cerró los ojos un momento. Dejó escapar un pesado suspiro. No sabía cómo responder a aquello, ni a nada en realidad. Le parecía que los sentimientos que Korra le generaba eran, además de adversos y confusos, ajenos a ella, y a todo a lo que estaba acostumbrada. Era extraño para ella el no saber cómo actuar o qué decir. Y le provocaba angustia el estar tan fuera de estructura.

Sin embargo, se trataba de una angustia dulce e ingenua. Un cosquilleo obstinado en la base de su pecho, que quería sentir una y otra vez, siempre.

Cuando volvió a ver a la joven Avatar, extendió una mano hacia ella. Tanteó con suavidad los huesos faciales de la mejilla herida e hizo lo mismo en la otra, para comparar. No notó diferencia alguna y respiró aliviada. No le había quebrado la cara. Y no separó la mano de ese cálido rostro, de la piel morena que contrastaba maravillosamente contra lo pálido de su propia piel. Ya no quiso hacerlo nunca.

—Es un defecto que ambas compartimos —le susurró, y se dejó abrazar por Korra.

La muchacha lanzó sus brazos alrededor de los hombros de Kuvira, permitiéndole hundir el rostro en el hueco de su cuello. Y Kuvira se aferró con fuerza de la espalda del Avatar, apretando su cuerpo contra el suyo con cariño. Cerró los ojos y se quedó así con ella. Por extraño que pareciera, compartir ese abrazo la hizo sentir como si hubiera regresado a casa. Luego de un largo, largo y agotador viaje… Al fin estaba en casa. Aunque en realidad nunca hubiera tenido un hogar real, jamás, ni siquiera de niña.

Pero si la hacía sentir a salvo y amada, no podía ser otra cosa.

—También te extrañé, Korra.

»Continuará…