flos catenae
Saori, Seiya
Pre-canon
El mar de estrellas en el cielo bien puede ser un mapa de memorias, cuyos invisibles enlaces unen las constelaciones de cada ser viviente.
Cada quién, por supuesto, puede trazar el mapa como le plazca.
Uno podía creer —y quizás estaría en lo correcto— que el amor del Pegaso Seiya y la Atenea Saori comenzó a formarse luego de su reencuentro en el Torneo Galáctico.
Nadie que los conociera bien a ambos desde jóvenes apostaría por el amor a primera vista. Ni siquiera ellos dos, seguramente.
¿Cuál sería el recuerdo más nítido que tendrían del otro cuando niños?, ¿una pelea a puño limpio con labios rotos, magulladuras, mordidas y jalones de cabello?, ¿una fuerte discusión verbal que debió retumbar en cada pared de la mansión Kido?, ¿un duelo de miradas con casi cien espectadores temerosos de intervenir? Ciertamente todos aquellos eran recuerdos potentes, recuerdos que los formaron como los combatientes de altos estándares en los que se convirtieron al crecer.
Todos aquellos debían ser recuerdos que no solo compartían entre ellos dos, sino recuerdos colectivos que se mantenían vivos en formas de anécdotas durante las cenas «familiares» y, tal vez por eso mismo, recuerdos exagerados de batallas que no resultaron ser tan grandiosas en verdad.
Mas cierto era que los dos, Saori y Seiya, compartían recuerdos muy lejanos y tímidos que solamente les pertenecían a ellos. Recuerdos de una infancia cruda aunque cálida a su vez. Recuerdos casi muertos que no se atrevían a revivir dándoles voz frente al otro.
Los pequeños Seiya y Saori, seguro que darían un buen par de puntapiés a sus contrapartes adultas por considerarlos unos cobardes que pensaban mucho y actuaban poco.
¿Compartían buenos recuerdos? Por supuesto que lo hacían.
Por ejemplo, Seiya recordaba bien cierta mañana en que encontró a Saori observando su propio sombrero de paja —uno bastante grande que la protegía del fuerte sol de verano—, flotando en la fuente trasera de la mansión; la niña tenía los puños fuertemente cerrados junto a la falda de su vestido, sus ojos estaban empañados con lágrimas que se negaba a soltar y mantenía la boca cerrada en una fina línea horizontal para ahogar su llanto. Seiya se preguntó cómo podía pensar aquella niña en tener una rabieta porque el viento le arrebatase el gigantesco sombrero de la cabeza y resolvió intervenir antes de que el caos comenzara, adelantándose y entrando a la fuente sin siquiera quitarse los zapatos.
Cuando Seiya tomó el sombrero y lo ofreció de regreso a su dueña sin decir una palabra, todavía con sus pies empapados en la fuente, recordaba bien cómo luego de la sorpresa y la molestia iniciales, Saori se limpió las lágrimas y le dirigió la sonrisa más bonita que el chico jamás hubiera visto, antes de aceptar su prenda de regreso con un corto y cuasi mudo «Gracias».
O por parte de Saori, quien recordaba bien una acalorada discusión entre Tatsumi y Seiya en donde el chico, muy para su sorpresa, la defendía e insistía en que ella era tanto o más fuerte que los otros niños de la mansión y, que si quería luchar por sus ideales, nadie tenía derecho alguno a impedírselo. Y aunque Saori entonces quiso agradecer las palabras del niño, para evitar que Tatsumi le diese una paliza por alzarle la voz pensó rápido y fingió tener un fuerte dolor de estómago que se robó la completa atención del mayordomo.
Jamás olvidó la manera en que Seiya evitó mirarla a la cara cuando salía de la habitación en brazos de Tatsumi, completamente ruborizado y con una expresión de indignación en el rostro.
Seiya sintió una conexión con Saori desde aquella tarde en que la oyó discutir desde el patio con otra niña rica que había ido a visitarla, una supuesta amiga que no paraba de reír como solo debían hacerlo los demonios. Seiya observó la disputa desde la venta, manteniéndose al margen hasta que notó que Saori se ponía de pie y alzaba una mano en contra de la otra niña.
Seiya estaba seguro de que Saori debió tener motivos aceptables para querer cruzarle la cara a aquella otra mimada, mas éso no evitó que la detuviese justo a tiempo y la heredera de los Kido se calmase en un segundo cuando bajó su brazo. Saori indicó a una sirvienta que sacase a la niña de la casa sin importar las quejas de ésta y tomó asiento en uno de los grandes sofás como si toda su energía la hubiese abandonado. Hasta que comenzó a reír mientras observaba a Seiya.
—¿Qué?, ¿tengo algo en la cara? —había cuestionado molesto y más que preparado para quitarse alguna hoja otoñal de la cabeza.
—Es que eres tonto —Kido no dejó de reír—. Me dijiste que no está bien golpear a una señorita, pero, ¿entonces éso en qué me convierte a mí?, ¿eh?
—Y-yo… —Seiya recordaba tan bien haberse quedado mudo durante medio minuto antes de soltar la respuesta más idiota que podría haber maquinado—. ¡Tú no eres ninguna señorita!, ¡eres una princesa!
Mientras él huía de regreso al patio, no dejó de oír la cristalina risa de Saori alegrar la usualmente tétrica mansión.
En aquél entonces Seiya no entendió que al controlar a Saori comenzó también a controlarse a sí mismo, de hecho, desde aquella ocasión dejaron de luchar como bárbaros en cada oportunidad que se les presentaba.
Había cierta memoria que Saori guardaba con orgullo. Seiya no solía meterse en problemas con ella solamente, todo el mundo era consciente, mas lo normal era que el chico lograse salir bien parado de cualquier jaleo por cuenta propia. Ahora, hubo una ocasión en particular donde Saori temió —ahora no lo haría—, que Seiya no podría hallar la manera de salir con buen pie.
Tres de los huérfanos mayores se agruparon para amedrentar al chico y Saori consiguió notarlo en un fortuito instante en que, desde la ventana de su dormitorio, apartó la vista de su libro de Economía Básica.
En aquél instante dejó su libro, bajó de su alta silla y salió con cuidado de que ningún sirviente la avistase rumbo al patio. Cuando llegó hasta donde los tres bravucones estaban acorralando a Seiya, arrojó el lápiz que olvidó dejar sobre su escritorio directo a la cabeza de uno de ellos y les dedicó la mirada más seria que pudo formular —intentando imitar la cara que tendría su abuelo en medio de una reunión de negocios—.
—¡Si se meten con él, se meten conmigo! —advirtió mientras los tres se recobraban de la sorpresa.
Recordaba vivamente el temblor en sus propias piernas mientras el trío de buscapleitos compartían miradas y se acercaban a ella.
—Lo lamentamos, princesa. Olvidábamos que es su saco de boxeo personal —bromeó uno de ellos cuando estuvieron frente a frente, mirándola gracias a su altura con una superioridad inexistente.
—Todo suyo —acompañó otro.
Con tanto orgullo recordaba haber mantenido la compostura hasta que los tres se marcharan, como pena sentía al rememorar la manera en que sus rodillas le fallaron y la dejaron cae al suelo temblando de miedo. Para aquél entonces había luchado con Seiya tantas veces que creyó que enfrentarse a cualquier otro hombre sería igual de sencillo, mas descubrió que no lo era. Entonces entendió un poco más lo diferentes que eran, él y ella.
Cuando Seiya se le acercó, no se quejó de su intervención ni de sus propias heridas, solo se sentó a su lado y puso su mano izquierda sobre la derecha de Saori que se aferraba al césped nuevo como si su vida dependiese de ello.
—Eso fue genial, ¿sabes? —el chico tuvo la extrema decencia de no mirarla mientras hablaba—. Incluso a mí me asusta ir contra esos tipos.
A pesar de no decirlo, Saori pensó que aquél día finalmente conoció a un verdadero «caballero».
Si se detenían a meditar al respecto, no era mentira que Saori fuese un princesa. No por haber encajado en una familia acomodada ni por las conexiones diplomáticas que debía respetar, sino por su sentido del deber, similar al que cualquier princesa que aspire a reinar por cuenta propia debería adoptar. La responsabilidad de mantener la paz en un «reino», la protección de incontables vidas que dependían de ella, los sacrificios que debía estar dispuesta a colocar sobre sus propios hombros y la obligatoria capacidad de liderazgo que debió desarrollar. Aunque a ella la llamaran diosa y no reina.
Entretanto, el santo de Pegaso encajaba en todos los estereotipos de aquél caballero que llega para salvar el día, a la princesa, a un reino del gobierno de un tirano, a plasmar su nombre en una leyenda… Y, al mismo tiempo, pocas personas lo llamarían «caballero» en el aspecto más ético de la palabra.
Bien podía ser que lo de éstos dos no fuese amor a primera vista, quizás en realidad fuera odio el primer sentimiento que los conectó. Mas los humanos suelen decir que del odio al amor hay solo un paso, y quizás ellos lo dieron sin darse cuenta.
Bien podía ser que la diosa y su santo fuesen más similares de lo que cualquiera pudiese imaginar, sobretodo en términos de pensamientos.
Por todas éstas posibilidades, afirmar que el amor entre ellos sembró una semilla de lento crecimiento desde que ambos fuesen solo unos niños, tampoco sería errado.
Ahora, habían muchas cosas que ellos sabían, recordaban y sentían, que preferían mantener como un secreto de a dos sin importar cuántas miradas sospechosas comenzaran a surgir a su alrededor.
—Seiya, Seiya —la encarnación de la diosa de la guerra llamó a su santo con suavidad hasta lograr despertarlo.
En el gigantesco jardín de la mansión Kido, ocultos dentro del laberinto de arbustos, la diosa y su santo compartían un momento de intimidad; un nuevo recuerdo que ambos podrían atesorar. Era un precioso día de verano, las cigarras cantaban sus canciones y las aves surcaban el cielo en bandadas, las flores mantenían su bello aspecto primaveral y el viento brindaba un fresco alivio para todos de cuando en cuando. Seiya descansaba su cabeza sobre la falda de Saori y sonrió ampliamente al abrir los ojos.
—¿Ya es hora de comer? —inquirió el santo con la voz adormilada.
Saori negó contenta y tomó la mano izquierda de Seiya, quien le permitió hacer.
—Acabo de terminarlas —la muchacha amarró con cuidado la segunda cadena de flores que preparó alrededor de la muñeca de su santo, su compañero, su hermano, su otra mitad.
—Son muy bonitas —opinó Seiya cuando acercó la pulsera a su rostro y volvió a sonreír al tomar la mano de Saori que llevaba puesta a su dueto—. Eres muy bonita —confesó sin apartar su vista de las pequeñas flores.
Saori rió con tanta sutileza como fue capaz y luego se inclinó para besar la frente de su santo a manera de agradecimiento por unas palabras que ella misma no se atrevía a corresponder. No solo porque sonaría extraño llamar «bonito» a Seiya, sino porque ella jamás fue la más valiente de los dos, al menos, no a la hora de hablar.
