progressus historiae
Afrodita, Shura
Pre-canon
Los mejores ídolos y los más aborrecibles villanos, son aquellos que están muertos.
Su memoria, después de todo, no podrá ser sino lo que los demás esperan que sea.
—Que se acabe el mundo, por favor —era algo que solía decir Afrodita de Piscis cuando una situación lo superaba.
Por lo general, bastaba con un abrazo silencioso para tranquilizarlo. En los peores casos, había una batalla de por medio, antes del abrazo. Mas había ocasiones en que Shura de Capricornio también se sentía apabullado y no podía hacer otra cosa que asentir con la cabeza y acompañar a su hermano de armas en la búsqueda de algo que pudieran destruir para aliviar sus ánimos, pues si luchaban en esas condiciones —donde ninguno se sentía paciente—, saldrían realmente heridos.
De seguro era un método de alivio común entre los caballeros, pues muchos lo compartían y los destrozos en el santuario avanzaban al mismo tiempo que las apresuradas reparaciones encargadas a los soldados comunes y sirvientes. Los santos de oro tenían la decencia de ir a las montañas para desquitarse con el ambiente, donde solo quedaban restos de algunas construcciones antiguas que ya todos parecían haber olvidado. El patriarca, supuestamente, debía mantenerlos bajo control y preocuparse más porque el santuario consiguiera progresar y expandirse, pero, el patriarca Saga no podía desentenderse más del asunto, ya que parecía disfrutar de la naturaleza brutal de sus caballeros.
El patriarca era motivo de enfado para los santos guardianes de las últimas casas zodiacales. El patriarca que ordenó la cacería de sus propios siervos, considerándolos traidores.
Afrodita fue enviado junto a Milo de Escorpio para acabar con Albiore de Cefeo quien, se decía, era tan fuerte como un santo de oro. El caballero de Piscis no toleró la idiotez del asunto y escogió darle fin lo más pronto posible, incluso si para lograrlo debió manchar su propio honor, mancillar su ego. Porque si habían ido por la cabeza de Albiore, ¿cuánto tardaría el patriarca en pedir la cabeza del santo de Acuario, el de Aries o el de Libra?
Las rosas piraña no ahogaron los gritos del guapo caballero mientras derruían un muro de enredaderas.
Shura se había convertido en el sicario preferido del patriarca, por mucho siendo más eficiente y metódico que Deathmask de Cáncer. No por ello, el caballero hispano creía que todos sus cometidos fuesen acertados; tan solo era incapaz de negarse a la voluntad de quien hablaba por su diosa. A veces en verdad detestaba el favoritismo que recibía. ¿Podría negarse si el patriarca le ordenaba acabar con uno de sus hermanos de armas? Seguramente no.
Piedras, rocas e incluso las propias montañas temblaron ante el severo paso del asesino Capricornio.
¿En dónde habían quedado sus días de gloria y alabanza? ¿A dónde se habían marchado sus ilusiones de un futuro mejor? ¿Cuándo habían cedido sus esperanzas a un ser que, a veces, no parecía ser menos que un monstruo? ¿En qué momento habían renunciado a su orgullo, no como santos, sino como hombres? ¿A qué temían?
Temían estar equivocados.
Todo lo que los santos hubieran hecho hasta ése momento, pecado, crimen o aberración, sería perdonado si al final se probaba que habían estado en el bando correcto. Los vencedores son quienes narran la Historia, después de todo.
Cuando los caballeros se cansaron de hacer añicos aquél rincón montañoso, se sentaron en la cima de una pared que había sobrevivido aunque, más que pared, fueran solo un montón de ladrillos apilados que aún se sostenían de milagro. El sol del atardecer los iluminaba mientras se marchaba, como si ya no deseara ser espectador de su patético espectáculo. El fantasma de Helios debía estar harto de los humanos que no podían sino decepcionar a los dioses; incluso él debía estar cansado de ver una y otra vez la misma historia de luchas repetirse por una victoria temporal.
El patriarca juraba que su victoria sobre Hades sería total y, al menos, los santos querían creer en aquél juramento.
—¿Te sientes mejor? —indagó Shura cuando su hermano saltó del muro.
—Bastante —se resignó Afrodita—. Gracias por la compañía.
El caballero hispano asintió y siguió a su compañero de regreso a las doce casas. Aunque ambos fueran conscientes de las espadas de Damocles sobre sus cabezas, los dos pensaban regresar a sus tronos y esperar a que el karma dictara si alguien más poderoso que ellos les haría enfrentar sus pecados, o, su egoísta esperanza superaría cualquier giro del destino.
Ambos santos crecieron rodeados de estrellas y, por ende, de presagios. Su temor crecía con cada noche en que los astros parecían alinearse en su contra, mas lo único que se vieran capaces de hacer, era continuar de pie frente a la entrada de sus templos; esperando; resistiendo…
Pues el mundo no se acabaría con ellos, no sería tan gentil.
La Historia continuaría en su ausencia.
