nolite facere

Saori, Seiya

Post-canon

Sin mirar a quién

Aunque te aborrezcan

No lo niegues


Al observar sus manos, Saori es incapaz de encontrar un solo callo o arruga, herida o cicatriz. Sus uñas, que parecieran nunca crecer, tampoco se ensucian. Al observar sus manos, cae en cuenta de que ni siquiera debe conseguir un espejo para diferenciarse de los mortales; su puesto en antaño ni siquiera ha sido heroico, sino divino.

Sus manos no se ensuciarán, por más sangre que las llegue a bañar. No porque no pudiera sentir dicha sangre alcanzarla, no porque ésta no requiriese ser lavada luego, sino porque ella no era más que un pensamiento; cuando Zeus le otorgó vida, se deshizo de sus pensamientos y sentimientos más pesados. El dolor de la justicia y la sabiduría que iba más allá del momento en que los dioses se resignaran a que los humanos los dejarían de amar de regreso.

Saori es amor ahora no correspondido. Saori es el último regalo de los dioses para la humanidad, el mayor orgullo y la más pesada decepción del rey de los cielos. Saori es Atenea.

Pero, si sus manos se laceran, dolerá.

Si su cabeza es cortada, morirá.

Que lleve ambas manos al pecho en gesto de oración, no es un cuadro inusual, incluso cuando no se encuentra rezando por algo. Su corazón es de latir tan ligero como el de cualquier se humano y, el sentir su pulsación, le provoca cierta paz. Ella es lo que más ama en el universo.

Saori es Atenea.

Saori es humana.

Entonces llega él, con el cabello enmarañado y un gato blanco sobre un hombro que ya no se molesta en intentar escapar, ni sesea en hastío.

—Otra vez, Princesa... No entiendo por qué se empeña en subir a los árboles si no sabe cómo bajar —se queja el hombre, ocupando una silla frente a Saori que lo observa tras haber bajado las manos a su regazo.

La mujer observa al hombre y al gato un momento, antes de contestar.

—Si no trepa primero, dime, ¿cómo aprenderá entonces a bajar? Siempre bajándola tú, Seiya, la has malcriado para pensar que ésa es la forma de descender.

El hombre sonríe y descarga al animal de su hombro; éste apenas se queja con un maullido corto.

—A veces suenas cruel, Saori. Tal vez sea cierto que la malcrío, pero pronto va a llover y no quiero que se moje ahí fuera.

—¿Entonces?

—Me preocupa que un día trepe y yo no esté aquí para ayudarla.

Saori dijo desde el primer día que Seiya no era un tipo de gatos, sino de perros, pero, el hombre se encariñó con el animal tan pronto éste le lamió la mano en agradecimiento por apartarla de una muerte segura a manos de niños aún peor criados.

Los gatos, a diferencia de los perros, ansían libertad.

Seiya debería tener un perro.

Saori no debería amar a los humanos más que a los suyos.

Pero, ya se han encariñado. Sería cruel dar marcha atrás.

—Entonces no la abandones.

La respuesta es sencilla y Seiya la acepta con una carcajada que parece irritar a la gata, ya que baja de un brinco de las piernas del varón para acercarse veloz a la mujer. Saori la acepta cuando sube a su vestido y le permite olisquear sus manos.

—Muerde —advierte Seiya con cierto cuidado.

—Ya —la gata pronto golpea su cabeza contra la mano izquierda, aceptándola como útil, y se acomoda sobre el regazo de la dama. Seiya se acerca con cuidado de no hacer ruido para observar al animal más de cerca y se agacha en el suelo junto a ellas.

Pronto la lluvia comienza a caer y los dos en la sala empiezan a hablar en voz baja sobre nimiedades que no los aquejan realmente, mientras la gata duerme plácidamente bajo los cuidados de Saori.

De momento, han luchado lo suficiente como para que el dolor de la existencia sea lo único que los perturbe. Un dolor que no pueden evitar ni derrotar. Un dolor cruel, a la vez que gentil.