mortale peccatum

Shaka

Pre-Saga del Santuario

Nirvana no es un lugar

Es un estado, un pensamiento, más allá de la vida y la muerte


Shaka, Shaka de Virgo, no era ningún dios.

No se trataba de falta de poder, capacidad o voluntad. Era, más bien, un asunto menor, diminuto, en el gran espectro de los hechos. Una congoja completamente mundana que a veces resurgía con distintos disfraces para atormentarlo con inseguridades.

En ésa ocasión, permaneció demasiado tiempo en el sitio. Normalmente se disponía a regresar al santuario el mismo segundo en que la amenaza fuera erradicada por sus manos. No podía apuntar a qué lo retuvo entonces. Pudo ser el olor de la sangre que aún revestía el aire, o, aquél metal frío que pinchaba la planta de sus pies y en un principio escogió ignorar. No quiso portar su sagrada armadura en aquél sitio. No quiso que ella viera el desastre que él no fue capaz de evitar, porque fue enviado luego de que el mismo diera inicio.

Era una pena, que no pudiesen domar el paso del tiempo.

No quería ver el resultado ni quería saber de qué metal era el collar (suponía que éso era) que entonces pisaba.

Ahora, una parte de él sabía que era inútil intentar protegerse de la cruel realidad; inútil e inefectivo. Desentenderse de la realidad no la hacía menos real.

Un grito agudo llamó su atención. Al oírlo se arrepintió de no haber partido tan pronto como arribó, como era su costumbre.

Escuchó dos pares de pasos apresurarse en su dirección, aunque no se detuvieron a su altura.

Escuchó a la niña y al padre llorar por la muerte de la madre.

Lamentó no poder sentir pena por ellos.

Como no era un dios, mucho menos un hombre de corazón gentil y humilde, tenía claro que nada podía hacer por ayudarlos. No tenía sentido siquiera pensar en tal veces; si él hubiera llegado unas horas antes, si el monstruo hubiese tomado rumbo al oeste y acabado en el pueblo abandonado en lugar de aquél…

Dio un paso atrás cuando supo que la expresión en su rostro comenzaba a demostrar su disgusto.

Y es que, Shaka de Virgo envidiaba a aquellos perfectos extraños que lloraban la pérdida de un ser amado. Los envidiaba, porque no había ser que Shaka amase más que a sí mismo y, asimismo, sabía que nadie lloraría su muerte por el mero hecho de ser él quien muriese.

Para que a él lo llorasen, debía morir rodeado de gloria.

Para morir en la gloria, debía procurar evitar rodearse de aquellas miserias sin fin que infectaban el mundo como una plaga.

Había pasado por un río para llegar a aquella ciudad rural y a éste regresó, hundiendo sus pies en él para limpiarlos.

Se dio cuenta entonces de que llevaba algo en su diestra. Era un collar con cuentas de metal cuadradas. Contó veinticuatro. El broche estaba roto.

Respiró hondo y pidió disculpas en voz alta, ante nadie y nada.

Lo dejó caer al agua y retomó el camino de vuelta a casa. A su mundano santuario donde todos presuponían y nadie aguardaba su regreso.