funem fluctus
Saori, Niños de Graad
Pre-Torneo Galáctico
Bailar, cantar, jugar...
Claro que podían
Eran solo niños
A veces los niños prendían la radio portátil durante sus recreos. Siempre sintonizaban estaciones dedicadas a la música y comenzaban a bailar; «Quién es mejor», «A que doy cuatro giros seguidos», «El primero en tropezar, exprime las naranjas hoy», sus excusas eran infinitas. El hecho era que, de un modo u otro, bailaban cuando la música aparecía.
Saori los observaba desde su balcón.
Alguna vez, al notarla, la invitaron a bajar y bailar con ellos, sin malicia alguna. Saori había cerrado los ojos, negado, y vuelto a ingresar en su habitación. Desde entonces, jamás la invitaron de nuevo.
Desde entonces, Tatsumi la llevaba a clases de baile de salón. Era la única niña pequeña en esas clases. Los adultos no hablaban de otra cosa que su abuelo y el honorable legado de los Kido que ella portaba en la sangre. Por algún motivo, pensaban que demostrando interés le caerían bien; mientras ella solo veía un grupo de gente interesada que intentaba aprovecharse de su poca experiencia para los negocios.
A veces practicaba en su habitación, danzando un vals o un tango con alguno de sus grandes peluches como compañero. Todavía salía al balcón y dejaba todo lo demás de lado, cuando la música en el patio se prendía. Había cada vez menos chicos, pero igual lograban distraerse un poco con la música, entre tropiezos y risotadas.
Incluso oyó que algunos de ellos pidieron permiso para aprender a tocar instrumentos. Saori quiso darles instrumentos y Tatsumi le recordó que, antes que éso, necesitarían un maestro o los pájaros de los alrededores caerían con los tímpanos reventados. Saori no lo pudo refutar, por lo cual encargó un piano para sí misma y su asistente no pudo sino callarse y cumplir.
Consiguió un libro de música con partituras de su profesora de baile. Recién comenzaba a leerlo cuando el piano llegó y lo colocaron en una de las salas estacionales. Era tan grande que ni extendiendo sus brazos a ambos lados lograba alcanzar los extremos, sentada en el banquillo.
Lo tocó por primera vez una noche, bien entrada la madrugada, pues un sujeto se presentó con la idea de una inversión y, aunque era arriesgada, podría tener un buen futuro; también mencionó tener un hijo de más o menos la edad de Saori, aunque ella ya tenía demasiados niños a los que cuidar como para pensar en uno nuevo. Esperó que oír algo de música tranquila la ayudase a conciliar el sueño.
No ocurrió, aunque sí terminó cansada de intentar alcanzar las notas correctas, durmiéndose junto al piano por el agotamiento.
Por suerte para la joven heredera, Jabu y Seiya fueron los primeros en encontrarla en la mañana. Tatsumi habría puesto el grito en el cielo. Ellos la despertaron inseguros y la escoltaron en completo silencio a su habitación. Ella no les preguntó qué hacían metiéndose al ala derecha de la mansión tan temprano (todavía no salía el sol).
Fue quizás la primera vez que viera a aquél par estar juntos sin discutir y a Seiya mantenerse callado.
La noche del día en que devolvió el libro de música, ya leído y estudiado, volvió a encontrar a Seiya en la habitación «del piano». Ella entró en silencio y reconoció la alegre tonada de una de aquellas canciones que escuchaban por la radio. Sabía que Seiya no podía tener su partitura.
—No suena tan mal, ¿no crees, señorita?
El chico ni siquiera volteó a verla para dirigirle la palabra. Ella avanzó y se sentó a su lado en el banquillo. Se miraron de lado por solo un momento, volviendo sus ojos a las teclas como si el contacto visual los asustase.
—Ha sonado bien. ¿Podrías repetirlo?
—Podría —puso sus manos en el teclado, mas no tocó ninguna nota—. Pero, si lo hago, ¿reconsideraría donarnos al menos una guitarra?
Saori podría haber dicho que ella nunca estuvo realmente en desacuerdo con aquella vieja petición. Podría haber dicho a aquél chico atolondrado que no tenía derecho a hacer acuerdos con ella. Pero ya estaba pensando en formas de sortear la barrera de la opinión de Tatsumi.
—Abogaré por ello.
—Eso es un sí, ¿verdad?
Ella asintió y él sonrió triunfante antes de comenzar a tocar. Era una canción distinta a la anterior. Saori Kido recordó la tarde en que se negó a bailar con ellos y la manera en que Shun secundaba el baile de sus hermanos con palmadas; al ritmo, intentó imitar aquél tímido acompañamiento.
Dos días más tarde, Saori entregó a Miho una sencilla guitarra de madera. La niña la aceptó emocionada y la llevó al otro lado de la mansión, donde los varones ya estaban tardando en acabar sus exámenes.
La guitarra fue compartida algunos días en que la señal de radio era pobre. Los demás se reunían en torno al instrumentista y algunos, sobretodo las chicas, cantaban o tarareaban la letra de las canciones.
Conforme su educación básica acababa, los varones eran enviados a puntos de entrenamiento seleccionados al azar. Las chicas, las que decían hacerlo, tenían permiso de estudiar en otro sitio o continuar bajo la tutela del orfanato. Poco a poco, las reuniones disminuyeron su público participante, bajo la vista de Saori.
Incluso Seika, la hermana de Seiya, pidió estudiar en el país donde supo que habían enviado a su hermano. Tenía una esperanza vana de volver a verlo y Saori le concedió la oportunidad de hacerlo.
Fue Miho la última que se quedó allí para ayudar en el orfanato. Ella nunca aprendió a tocar la guitarra ni quiso recibir otro instrumento. A los nuevos huérfanos acogidos, les enseñaba a bailar para gastar su energía.
Saori, por su costumbre de celadora, aprendió junto a ellos.
