Disclaimer: Ninguno de los nombres de personajes o lugares aquí mencionados son de mi pertenencia, a excepción de aquellos creados para sustentar esta obra. El resto son propiedad de Nickelodeon, Michael Dante DiMartino y Bryan Konietzko. Basado en La Leyenda de Korra.
~Creo que te Amo~
Por: Devil-In-My-Shoes
IV: De una Líder a Otra
No fue el mejor de sus momentos. Al sentir el enorme animal que se le venía encima, Kuvira se retrajo de tal manera que acabó cayendo sentada sobre la acera, con una expresión de susto en el rostro. Instintivamente cerró los ojos, y lo próximo que sintió fue aquella abultada cabeza peluda olisqueándole todo el cuerpo. Una gigantesca y húmeda nariz apretada contra su pecho y estómago, inhalando su aroma con la impresionante fuerza de sus potentes fosas nasales.
Kuvira llegó a creer que le succionaría la blusa.
Tanto olfateo no tardó en volverse un acto cosquilloso. Algo a lo que Kuvira no estaba para nada acostumbrada, y le resultó tortuoso el no poder controlar el impulso de reír contra la cabeza de Naga. Kuvira hizo el intento de alejar aquel baboso hocico juguetón, aunque sin mucho éxito. La cabezota del perro-oso polar era considerablemente pesada, y la emoción de Naga por conocer a una nueva amiga, lo hacía todo más difícil.
—¡Korra! —exclamó, intentando disimular las carcajadas que se le escapaban—. ¡Quítame esto de encima!
El Avatar, quien por cierto estaba muerta de la risa también, se apresuró en sujetar las riendas del enorme perro. Dio un firme tirón para atraer la atención de su mascota, y Naga respondió obedientemente, sentándose sobre sus patas traseras. Korra no perdió tiempo en ayudar a Kuvira para que se levantara del suelo, ofreciéndole una mano. Ésta última ya no reía, pero a pesar de que tenía una mirada algo seria, tampoco lucía molesta. Estaba, más bien, vacía.
—Le agradas a Naga —anunció Korra, intentando descifrar el porqué del repentino cambio de humor en su compañera.
Kuvira se desempolvó la ropa mientras observaba a la mascota del Avatar de reojo.
—¿Crees que eso signifique algo bueno? —preguntó, casi en un susurro.
—No veo por qué no —respondió Korra, encogiéndose de hombros—. ¿Pasa algo, Kuvira?
La aludida enfocó su atención en Naga y caminó despacio hacia ella. Naga emitió un quejido suave y amigable, al tiempo en que agachaba la cabeza y la inclinaba hacia un lado, como si estuviese preguntándole algo a Kuvira ella también.
—Nunca antes había tratado con animales —explicó—. No porque no me gusten, sino porque nunca había tenido la oportunidad de hacerlo. Había oído hablar sobre lo sensibles que son hacia las emociones humanas; cómo forman profundos lazos con sus dueños, cómo perciben nuestros sentimientos… Como si pudieran leernos desde adentro…
Korra la contempló en silencio, escuchándola con atención. Kuvira miró de frente a Naga, estiró la mano y se sorprendió un poco al notar cómo ésta empujaba la peluda cabeza contra su palma, para que la tocara y la acariciara. Kuvira dejó ir un atisbo de sonrisa y la rascó detrás de las orejas, sutil y delicadamente, cual si le guardara un profundo respeto al animal.
—Hace años, cuando lideraba la campaña del Imperio Tierra, nuestro tren se detuvo en un pueblo de clase media. Al bajar, me llamó la atención el ver que todos sus habitantes convivían con animales mascota; sobretodo perros. Cuando marché hacia el jefe del pueblo, los animales comenzaron a gruñir y a ladrar… Algunos metían la cola entre sus patas y salían huyendo…
—Presentían que algo malo iba a ocurrir —concluyó Korra—. Y ese algo tenía que ver con ustedes.
—No. Los animales no tenían ese comportamiento con Bolin, Baatar o mis otros soldados… Sino, solamente conmigo. Me ladraban, huían al sentirme pasar; el miedo me lo tenían a mí. No había dicho ni una palabra, ni ejecutado acción alguna… Y aún así, me miraban con ganas de despedazarme entre sus fauces. Ahora comprendo qué era lo que tanto les asustaba. Podían percibir el monstruo dentro de mí…
Naga insistió para que Kuvira continuara haciéndole cariños, ajena a la tensión que nacía entre la maestra metal y Korra. Kuvira se resignó a darle un par de palmaditas más antes de voltearse para encarar al Avatar. Su semblante comunicaba duda, una consternación latente.
—No pasó mucho antes de que eso se volviera evidente para los humanos también —lamentó, sin separar sus ojos de los de Korra—. Y lo peor, era que yo ni siquiera estaba consciente de que tanta maldad existiera en mi interior. Pensé… que mi guerra era justa, pero sólo me estaba engañando a mí misma. Dime Korra… Cuando nos enfrentamos por primera vez en Zaofu, ¿me veías como al monstruo en el que me había convertido? ¿Llegaste a odiarme o a sentir repulsión por mí?
—Kuvira, no tiene caso hablar más de esto —sentenció ella, incómoda—. Nada de eso importa ahora. Te lo dije, ¡has cambiado!
—Korra necesito saber —le suplicó—. Por favor se honesta conmigo, merezco pagar por eso y lo sabes. Intenté matarte, Korra. Y tú estuviste a punto de hacer lo mismo conmigo. Acaso tú… ¿Acaso tú no me veías como a un monstruo?
Korra desvió la mirada, apretando los puños.
—En ese entonces… —comenzó—. Te veía como a muchas cosas, Kuvira. Y sí, hubo momentos en los que llegué a enfurecerme tanto, en los que quise borrarte de la faz de la tierra, hacerte pagar por poner en peligro las vidas de mis amigos… Y aunque, por unos instantes llegué a odiarte, aún así, nunca pensé en ti como un monstruo.
Korra hablaba de forma entrecortada, esforzándose por encontrar las palabras adecuadas. Aquellos recuerdos la perturbaban visiblemente.
—Debes comprender que, durante esos tres años que me perdí, no conocí a la Gran Unificadora tanto como lo hizo el resto del mundo. Para mí eras todavía aquella aliada que salvó la vida de mi padre, la Capitana de la Guardia de Zaofu. Y cuando me hablaron de las atrocidades que estabas cometiendo, yo… no podía creerlo. No quería creerlo. Mi idea de ti no se había corrompido, porque no estuve ahí para ver en lo que te habías convertido. Por eso, a diferencia de los demás, nunca tuve las agallas para deshumanizarte. Me hubiera facilitado tanto las cosas. Hubiera bastado con aplastarte la cabeza cuando entré al Estado Avatar durante nuestra primera contienda en Zaofu.
Kuvira se estremeció al oír y al recordar eso. Observó a Korra; la muchacha enfocaba la vista en un punto cualquiera en el espacio, sin permitir que la rabia y la tristeza que reflejaba fueran percibidas, muy a pesar de que eran evidentes en el tono dolido de su voz.
Kuvira no supo cómo sentirse al respecto, además de confundida consigo misma. No sabía por qué había empezado un tema del que había intentado escapar años atrás; o por qué forzaba a Korra a decir esas palabras que no soportaba escuchar.
Era terquedad, pura terquedad.
—Pero luego —prosiguió Korra, sacándola de sus cavilaciones—. Todo cambió cuando vi tu miedo, tu angustia… Y comprendí que no éramos tan diferentes. Aún había esperanza para ti, de que volvieras a ser la que fuiste en un inicio. Y para mí, fue claro que valía la pena arriesgarme para salvarte de una muerte segura —se volteó para mirarla de frente, esbozando una sonrisa sincera—. Y no me arrepiento de haberlo hecho, Kuvira. Fue la mejor decisión que he tomado en mi vida.
—Korra…
—Ya déjalo, ¿sí? —la interrumpió con tono severo, enfadada incluso—. No te saqué de prisión para seguir haciéndote sufrir. No importa. El pasado no importa. Tienes toda una vida por delante para reponerte, y para compensar a los demás en el futuro. Y por ahora, tú y yo tenemos este momento en el presente, que se esfuma mientras hablamos. ¿Por qué no sólo sacarle provecho? ¿Por qué no sólo ser felices? ¡Mira a Naga! Tiene ocho minutos de conocerte y ya te ama. ¿Qué mayor prueba de que has cambiado que ésa? ¡Tú misma lo dijiste! Los animales nos leen desde adentro.
Naga dio un ladrido y se dedicó a darle empujones a Kuvira por la espalda con aire juguetón. Al parecer, nadie le había rascado las orejas como la maestra metal, y Naga quería más.
Kuvira se limitó a sacudir la cabeza. Jamás comprendería la facilidad de Korra para dejar atrás rencores y perdonar. Pero estaba agradecida de ser objeto de ello. Agradecida de tener la amistad y el cariño de Korra, pese a que no se consideraba merecedora de semejantes privilegios.
Tener a alguien que fuera a verla en prisión durante esos dos años, que pudieron ser treinta o más; alguien que se molestaba en llevarle té caliente en ocasiones; alguien que se tomaba el tiempo para charlar con ella, aunque no obtuviera más respuesta que un suspiro lanzado al vacío… Alguien que le enseñara a perdonarse a sí misma, a amar a pesar de estarse ahogando en un mar de odio y culpa.
Tener a Korra; eso le salvó la vida una segunda vez.
—Hay algo más que debo decirte, Korra.
El Avatar se había enfocado en darle mimos a Naga, para luego ajustar las correas de la silla de montar en el lomo del enorme animal. Parecía distraída y lo estaba, muy a propósito por cierto, pues se había cansado de escuchar a Kuvira buscando motivos para auto compadecerse. La maestra metal no pasó esto por alto, se aproximó a ella, y la sujetó del brazo con brusquedad.
Obtuvo así la completa atención de Korra, aunque daba más la impresión de que estaban a punto de darse de golpes.
Kuvira había pensado en decirle tantas cosas. Mil frases cuidadosamente elaboradas, meditadas y reflexionadas, una y otra vez, durante su tiempo de aislamiento en prisión. Tanto que debía ser dicho, y que merecía ser escuchado por Korra… Y a pesar de eso, sólo una palabra parecía bastar y ser la correcta. La que mejor envolvía y comunicaba todo aquello que Kuvira sentía:
—Gracias.
Apretó el agarre que mantenía en el brazo de la muchacha, tiró de éste y la atrajo hacia sí, presionando la frente contra la de ella, buscando nada más que tenerla cerca, de la manera más sencilla y dulce. Por una fracción de segundo; conectar sus miradas, compartir una sonrisa… unir sus labios.
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Esa tarde los amarillentos cielos se tiñeron de gris, y una suave llovizna cayó sobre la gran ciudad. Como si quisiera lavar todos los problemas del mundo; refrescar las mentes y aclarar las dudas de sus habitantes. En las calles, la gente común corría para buscar refugio; los comerciantes ambulantes se dispersaban intentando proteger sus preciados productos; y aquellos que viajaban en algún vehículo tenían que conformarse con subir sus ventanillas, allí donde estaban, atrapados en el denso embotellamiento que marcaba el final del día.
Pasó al lado de la apiñada fila de satomóviles un gran nubarrón blanco, que avanzaba a toda velocidad. Ante los ojos de los más observadores: un perro-oso polar con dos jinetes sobre su lomo. Cuatro patas que chapoteaban en las húmedas aceras, levantando agua y lodo en su camino hacia la bahía Yue. Korra, al mando de las riendas; Kuvira atrás de ella, sujetada con firmeza de su cintura. Enviciadas con el olor a mojado que despedía el ambiente, sin importarles las frías gotas que se deslizaban por su piel, ni el chorrear constante de sus cabelleras.
Con cada zancada que Naga daba, más aumentaba la rapidez a la que se movían, elevando los cuerpos de sus jinetes a brincos y a saltos. Meciéndolas con el viento, como si flotaran. Y en respuesta a eso, cualquiera se aferraría a su montura con más fuerza, pero no Kuvira. Ella estaba cansada de aferrarse a las cosas.
Se aproximaron a un puente levadizo que estaba por abrirle paso a un barco que venía en la distancia. Korra taconeó los costados de Naga, y ésta apresuró aún más su paso. No se quedarían a esperar a que el tráfico marítimo cruzara antes que ellas. Ninguna tenía más tiempo para desperdiciar ese día.
Al elevarse el puente, justo en el momento en que se dividía, Naga se propulsó desde la orilla y dio un largo salto hacia el otro extremo.
Viéndose en el aire, surcándolo como si volaran bajo la lluvia, Kuvira cerró los ojos y extendió los brazos. Ella y Korra exclamaron, con algo de emoción, un clamor de libertad. Se divertían, y Kuvira misma no podía creerlo. Era como si fuera cinco años más joven; antes de que todo ocurriera.
Su cabello negro revoloteaba en su pálido rostro. Sus pulmones se llenaron, y en su estómago se formó un vacío. Era excitante y alocado para alguien que había tenido los pies firmemente clavados sobre la tierra, durante toda su vida. Tantos años que se había cohibido y reprimido… Y descubrió que le gustaba esa intensidad, el sentimiento de vivir al extremo. De reír despreocupadamente, de soltarse y relajarse.
Kuvira lo guardó dentro de sí misma, sin más ni más, desvaneciéndose la emoción de su rostro, que regresó a su estoicismo habitual en cuestión de un breve segundo. Rodeó el torso de Korra entre sus brazos, y descansó la barbilla en el hombro de la joven Avatar.
Estaba bien así.
Y así, era más que suficiente.
La subida se fue convirtiendo en caída. El cuerpo de Naga trazó un arco perfecto al tiempo en que sus patas delanteras tocaban el otro extremo del puente, que continuaba inclinándose más y más. Las patas traseras les siguieron sin problemas. Y luego de un aterrizaje perfecto, el enorme perro-oso polar desapareció trotando por entre los muelles, hasta llegar a la orilla de la playa.
Allí, en la arena, esperaba un pequeño velero de la Tribu Agua del Sur, ése que Korra solía utilizar en sus viajes personales. Lo empujaron al mar, subieron a bordo, y junto con Naga, se resguardaron de la incesante lluvia debajo de la lona que cubría la diminuta cabina de la embarcación. A pesar del poco espacio en el interior, lograron acomodarse bien, con todo y perro-oso polar. Aunque las cosas no estuvieron tan secas en el momento en que Naga decidió sacudir su empapado pelaje sobre ellas.
—Jamás había subido a un velero típico de la Tribu Agua —dijo Kuvira, observando con cuidado los rústicos detalles tallados en la madera de la cabina—. Es agradable.
Korra asintió una vez que hubo terminado de desplegar las velas azules, fijando el curso hacia la Isla del Templo del Aire. Ésta se encontraba a tan sólo una hora de la bahía Yue y la capital de la República Unida. Allí era donde Kuvira cumpliría con su condena de trabajo comunitario, ayudando a los maestros aire. Y no era un secreto lo nerviosa que la ponía el tener que reencontrarse con personas como el maestro Tenzin, Bolin y Opal Beifong.
—Sólo espero que la lluvia haya aminorado para cuando lleguemos a nuestro destino —musitó Korra, tomando asiento al lado de Kuvira—. No sé qué pasó, ¡estaba tan soleado esta mañana!
Kuvira se limitó a encogerse de hombros en respuesta. El clima podía ser impredecible en esa época del año. Independientemente de eso, mojarse bajo la lluvia había sido también un deleite. Todo fuera de prisión lo era.
Korra se acercó más a Kuvira, pasó un brazo sobre sus hombros, atrayéndola, y con la mano libre manipuló el agua que les había empapado la ropa y el cabello. Formó una burbuja que levitó frente a ellas y, apretando el puño, la cristalizó. Acto seguido se la arrojó a Naga para que se divirtiera mordisqueando la bola de hielo.
Kuvira aún no salía del trance de contemplar la maestría que Korra tenía sobre el agua cuando, abriendo el puño que había cerrado previamente, el Avatar hizo aparecer una pequeña flama que danzó inquieta entre sus dedos.
—Para el frío —susurró Korra, todavía apretando a Kuvira contra su cuerpo.
Ella se relajó y se permitió recostarse suavemente sobre el pecho de Korra, que apoyó la cabeza sobre la suya. Al hallarse en calma y silencio, con una hora de viaje por delante, Kuvira aprovechó para despejar las dudas que venían aquejándola desde que salió del Ayuntamiento con Lin Beifong esa mañana.
—Korra… He querido preguntarte, ¿cómo conseguiste que Raiko me otorgara libertad condicional? No creo que haya sido fácil de persuadir, en especial tratándose de alguien como yo. Más bien… de mí. Cuando vi a Raiko esta mañana, estaba segura de que me mandaría a matar. Ese sujeto me odia.
—Raiko necesitaba desesperadamente de mis servicios como Avatar para que le ayudara con su campaña de reelección —explicó Korra, sin darle muchas vueltas al asunto—. Y sencillamente me rehusé a cooperar, a menos que me permitiera ser tu guardián en custodia.
Algo en el tono de voz de Korra resultaba excesivamente sospechoso. No le estaba diciendo toda la verdad, y Kuvira pudo adivinarlo con facilidad.
—Tuvo que haber más que sólo eso de por medio —intervino—. Raiko no dejaría que una enemiga mortal de la República Unida caminara libre por ahí, así nada más, sin importar que sea el Avatar quien me custodia. Hay más cláusulas además de las regulaciones que se me impusieron, ¿o me equivoco?
A Korra le fue imposible el no torcer la cara en una mueca de frustración al tiempo que se cruzaba de brazos.
—¡Diablos! ¿Siempre tienes que ser tan analítica? —Kuvira alzó una ceja en gesto engreído—. Está bien, sí, tienes razón… Hay más. Cosas de mi parte que debo cumplir, y otras que simplemente no me nace hacer. Por cierto, si alguien pregunta, te quité tus poderes de control apenas salimos del Ayuntamiento. ¿Está claro?
Kuvira dio un respingo, abrumada.
—¿Qué? —exclamó—. ¿O sea que se suponía que debías despojarme de mis poderes? ¡Y no lo has hecho! ¿Por qué no lo has hecho, Korra? ¡Vas a meternos en problemas a ambas!
En prisión la habían acostumbrado a tener las manos esposadas en platino, a no recurrir, ni a depender otra vez de sus poderes. Todo su talento, toda aquella maestría y habilidad, fueron lentamente suprimidas. A tal extremo, que aún en libertad, Kuvira había dejado pasar la oportunidad de utilizarlos cientos de veces. Casi se hubo olvidado de sus poderes por completo.
Korra por su parte, se había dejado ofender por los inesperados comentarios de Kuvira y su aparente resignación ante la idea de ser despojada de su tierra y metal control.
—¿Cómo? —le reclamó—. ¿Quieres que te quite lo poco que aún conservas de ti misma? Kuvira, no puedes pedirme que te haga eso. Después de Toph Beifong, eres la mejor maestra metal del mundo. ¡Tú tienes un don muy valioso! ¿Me oyes? Perder los poderes de control es una de las peores sensaciones que un maestro puede experimentar. Y tú ya has perdido tanto… No quiero hacerte eso. ¡No lo haré! ¡Al diablo con Raiko!
—Tú te preocupas demasiado por mí… —suspiró Kuvira, descansando una mano en el hombro del Avatar—. En verdad lo aprecio, no creas que no. Es sólo que no estoy en posición para desobedecer a las autoridades… Si se llega a saber de esto, será el fin de mis días en libertad.
—Y por eso nadie, aparte de tú y yo, se va a enterar —le reafirmó Korra, depositando su mano sobre la de Kuvira—. Vas a estar bien, de ahora en adelante lo estarás. Es una promesa.
Kuvira sonrió brevemente y asintió en silencio.
—Una cosa más, Korra… ¿Podrías explicarme qué ha sucedido en el Reino Tierra desde mi encarcelamiento? Hace poco leí la primera plana de un diario, y no me gustó lo que vi. ¿Elecciones? ¿Tercer fracaso? ¿Qué está pasando con mi nación?
La preocupación embargó el rostro de Korra y ésta se llevó una mano a la nuca en un signo nervioso. Carraspeó antes de hablar.
—Supongo que también tendré que desobedecerle a Raiko en esto… Tienes derecho a saberlo, después de todo, es lo que te metió en problemas en primer lugar.
Kuvira la contempló intensamente, dispuesta a escuchar.
—Luego de que te entregaras a las autoridades de la República Unida, el Príncipe Wu tomó la decisión de abdicar al trono del Reino Tierra. Propuso que cada Estado tendría el derecho de independizarse, y elegirían a su líder correspondiente mediante elecciones libres, al igual que aquí, en la República Unida.
—Entiendo. Siempre supe que ese niño consentido no tenía madera de rey, de un modo u otro… —dijo Kuvira, pensativa—. Entonces experimentaron con este nuevo concepto de gobierno en el Reino Tierra y nada salió como esperaban, ¿eh?
—La gente entró en pánico cuando primero se supo de la abdicación de Wu —continuó Korra—. El vacío de poder aún existe, y la mayoría teme que los Dai Li intenten tomar el control de todo en sus manos antes de que la democracia pueda establecerse como tal. Las elecciones libres en el Reino Tierra han resultado ser un dolor de cabeza para los líderes mundiales y yo. La gente en las grandes ciudades como Omashu o Ba Sing Se parecen estar de acuerdo con esto, pero es en las aldeas pequeñas donde se desata el desastre. Muchos no saben siquiera lo que significa "democracia"; hay corrupción y fraude a la hora de las votaciones. Los candidatos se aprovechan de la ignorancia de esta pobre gente para atraerlos con propaganda barata y falsificar votos… La gran mayoría ni siquiera está dispuesta a acudir a las elecciones, ignoran por completo su derecho al voto.
Kuvira guardó silencio, analizando cuidadosamente las palabras de Korra, entonces comentó:
—La práctica democrática es aún muy nueva, incluso en la República Unida, especialmente con Raiko ganando una segunda ronda, «asumo», puesto que sigue en el poder. La gente no sabe realmente cuál es el alcance completo de este sistema; si es realmente efectivo o no —argumentó—. Piénsalo Korra, el Reino Tierra ha vivido bajo la tradición monárquica durante siglos… Es posible que se hayan acostumbrado a vivir con un líder supremo que tome todas las decisiones por ellos. Y les gusta así. No puedes sólo dividir la nación y pretender que la población elija a una serie de desconocidos para que sean sus gobernantes.
Korra esbozó una mirada de interés.
—Creo que nadie se había planteado eso antes; con todo y que las cuatro naciones han existido sin elecciones desde el principio de los tiempos. Pero Kuvira, ¿tú no estabas en contra de la monarquía?
La aludida sonrió de medio lado.
—Lo estoy, y siempre lo estaré, pero nadie podrá quitarme la idea de que una nación necesita de un líder para prosperar. Y no hablo de alguien que crea que ha nacido con ese derecho o que le ha sido otorgado por divinidad. Hablo de alguien que gobierne por mérito, alguien cuyos actos digan más que sus palabras, alguien que se levante en nombre de su gente y proteja los intereses de todos por amor a su nación.
—Y tú… ¿Creías ser ese alguien, Kuvira?
Aquella pregunta la golpeó más que cualquiera de las palizas que recibió en prisión.
—Yo… Siempre fui una gran líder… O al menos pude serlo alguna vez… —suspiró, la voz temblorosa y atenuada—. Cuando era Capitana de la Guardia de Zaofu, e incluso durante los primeros años de la campaña de unificación, en ese tiempo nadie dudaba de mí… Yo pude haber sido esa persona, Korra. Pero me dejé llevar por la desesperación y la sed de poder… Ahora sé que ese mérito no me correspondía.
—¿No volverías a intentarlo entonces? —preguntó Korra, curiosa.
Kuvira negó con la cabeza.
—Nunca más. No obstante, estoy dispuesta a darle mi ayuda a quien llegue a ocupar ese puesto, a guiarle y aconsejarle, para que no cometa los mismos errores que yo cometí…
Korra se dejó caer en el hombro de Kuvira, desganada y frustrada.
—Creí que esto sería mucho más simple, pero ya veo que me equivoqué. ¿Por qué Wu no sólo se quedó con el trono y ya? Le habría conseguido buenos supervisores, y todo habría salido bien… ¡Soy el Avatar, no una experta en política!
—Exacto, eres el Avatar. Una líder humana y espiritual —aseveró Kuvira—. Y creo que si existe alguien que debería guiar al Reino Tierra hasta que logre establecerse el régimen democrático; ésa eres tú. Eres justo a quién necesitan, alguien en quien todos confiarían sin dudarlo. Y tú estás dispuesta a trabajar y a sufrir por esa gente, ¿o me equivoco?
Korra no respondió. En lugar de eso, se incorporó y se asomó fuera de la cabina, a través de la lona que las resguardaba. La lluvia había cesado, justo a tiempo para que el cielo se despejara, y le diera paso a la puesta del sol.
Kuvira la siguió hasta la cubierta, acompañada de Naga. En ese momento navegaban frente a la Isla Memorial del Avatar Aang. Un haz de luz dorada atravesaba el manto nublado del firmamento, iluminaba su estatua, y lo hacía ver resplandeciente y místico. El Avatar Aang vigilaba Ciudad República desde la distancia, como siempre lo había hecho.
—¿Realmente crees que yo tenga las aptitudes necesarias para hacerlo, Kuvira?
—Tómalo de una líder a otra, y medita estás preguntas: ¿Qué es lo que quiere la gente? ¿Qué necesitan? Todos queremos a alguien en quién confiar. Alguien a quién seguir. Que nos guíe en tiempos difíciles, que nos haga creer en nuestra propia fortaleza… Y en nosotros mismos. Tú eres justamente esa persona, Avatar Korra.
Entonces, Kuvira la sujetó de las manos con firmeza. Sus ojos verdes destellaron con una implacable urgencia.
—Por favor Korra, te lo suplico… No abandones al Reino Tierra, así como no me has abandonado a mí. Acoge a mi nación bajo tu cuidado. Y mientras encontramos a la persona indicada para el puesto, yo te daré mi apoyo. Te aconsejaré y te ayudaré con todo lo que sea necesario para volver a estabilizar a la nación, y a tranquilizar a su gente.
Para Korra fue imposible no conmoverse ante la sinceridad de aquellas palabras, y atrajo a Kuvira en un abrazo.
—Será difícil —le dijo.
—Lo sé.
—Y las otras naciones podrían no estar de acuerdo.
—Si no se han esforzado por encontrar una alternativa mejor, su opinión no vale nada.
—Y si Raiko se entera de que estás influyendo en este asunto desde las sombras, podría revocarte tu libertad condicional.
—No me importa.
Korra le dio un beso suave en la frente, justo sobre la ceja.
—¿Estás completamente segura, a pesar del riesgo?
—Tú estás corriendo un riesgo aún mayor al mantener esta escandalosa relación conmigo.
—Shh… Eso también es un secreto…
Esta vez Korra la besó en los labios. Al cabo de un instante, ambas sonrieron, soltando toda la tensión, y permanecieron abrazadas, meciéndose al ritmo de una melodía que solamente ellas podían oír.
—Está bien, Kuv. Lo intentaré.
»Continuará…
