Capítulo 3: El marido del príncipe de la montaña
Contrario a las creencias de la mayoría de los reyes del desierto, Song Lan no es un imbécil crédulo.
Nie Mingjue supo verlo por lo que era, y lo defendió en cada uno de los concilios celebrados, cuando la sangre de los últimos Wen aún no se secaba en la tierra mojada después del asedio en Ciudad sin Noche. Jin Guangshan siempre quiso manipularlo ―y cuentan las historias que tuvo un ataque de furia cuando supo que se había casado con el príncipe olvidado, el hijo adoptivo de Baoshan-sanren—. Jiang Wanyin siempre se mantuvo a distancia, demasiado joven, demasiado obsesionado con demostrar que el Yiling Lazou encontraría una manera de volver a pisar la tierra. Song Lan se movió alrededor de todos ellos con cuidado y entereza.
Para cuando logró hacerse de un lugar entre ellos, Jin Guangyao ya había ascendido como único heredero posible, se había coronado rey de reyes, Nie Mingjue había muerto y Lan Xichen ―a quien Song Lan había considerado honorable, aunque crédulo y demasiado confiado― ya estaba comiendo de la mano de Jin Guangyao. Y no quedaba prácticamente nadie en quien confiar. Nie Huaisang se escondía en su corte, detrás de su abanico, alegando no saber nada; apenas si gobernaba desde la muerte de su hermano; Jiang Wanyin perseguía a todos aquellos que le parecieran el Yiling Lazou; el mundo se movía y Song Lan se enamoraba de Xiao Xingchen.
Si fuera un romántico, diría que fue amor a primera vista; que fue cosa de verlo una vez y quedar cautivado con su mirada, con su habilidad con la espada, con su voz y su conocimiento de los poemas. Con su amor por la biblioteca de la fortaleza del norte.
Xiao Xingchen se coló en cada parte de su vida sin ningún esfuerzo.
«Dime ese nombre que no le confiesas a nadie».
Y Song Lan se lo dijo, a pesar del vértigo que sentía al oír la voz de Xiao Xingchen.
Para un hombre que no ha soñado nunca con tener el mundo en sus manos, Xiao Xingchen es intoxicante.
Y, a veces, también es el mundo.
―No tenías por qué haberme acompañado a este nido de serpientes.
Debajo de las sábanas, la fortaleza más fuerte, resistente a cualquier tipo de asedio, porque en sus brazos estaba Xiao Xingchen, y Song Lan no dejaría que nadie se lo arrebatara nunca.
―Soy una buena esposa, ¿no? ―Xiao Xingchen sonríe un momento, pero su semblante no tarda en volverse serio y enfocado―. No confío en los Jin. Lo sabes, Zichen.
La desconfianza está arraigada con fuertes raíces en Xiao Xingchen. Song Lan supone que recuerda a Jin Guangshan comentando, «sin intención de ofender», cómo un príncipe había tenido que rebajarse a esposa. La primera vez que ambos se pararon en esa corte fueron humillados sin cesar, sus principios fueron restregados por el suelo, su moral criticada como sueños guajiros a los que nunca habrían de llegar.
Xiao Xingchen no estima a los Jin, pero es demasiado educado para que su desprecio sea notable. Lo disfraza de desconfianza y Song Lan sospecha que él mismo se autoconvence que tan sólo está siendo cauto.
―No me gusta esta corte ―conviene Song Lan―; demasiada sangre y demasiadas traiciones. ―Los Jin se quedaron con el título de rey de reyes tan sólo porque fueron los más astutos entre todos los reyes del desierto; nadie tuvo la fuerza para oponérseles―. Mucha gente sin honor a la que tan sólo le importa la sangre.
Recuerda que estuvo a punto de desestimar la propuesta de Baoshan-sanren la primera vez que llegó un emisario de la montaña, pero recibió una respuesta certera de la vieja princesa ermitaña. «No te equivoques, general del norte, puesto que Xiao Xingchen no es un príncipe como esos que te imaginas y con los que tratas más allá del título».
Tenía razón.
―Y el norte, claro ―agrega.
El maldito norte.
Jin Guangyao sigue insistiendo en mandar legiones de soldados.
«No es necesario», responde Song Lan, «ya no quedan enemigos».
Jin Guangyao sonríe, y Song Lan insiste que se están haciendo expediciones constantes para asegurarse de que nada ocurre más allá de las fronteras y que, de los túmulos funerarios en los que murió Wei Wuxian, el Yiling Lazou, no queda nada.
Y Jin Guangyao sonríe.
―¿Tienes idea de qué quiere el rey de reyes? ―pregunta Xiao Xingchen. Habla en murmullos bajos, como si las paredes de Jinlintai, la fortaleza en medio del desierto, pudieran escucharlos.
Song Lan aprieta los labios.
―Nada bueno.
Xiao Xingchen tiene algo etéreo rodeándolo. Quizá es su manera de moverse o de caminar, siempre como si estuviera demasiado lejos, demasiado ido, demasiado perdido en las montañas de la estepa. La manera en que los faldones de su hanfu se mueven alrededor de sus piernas y las mangas alrededor de sus brazos. Hay algo salvaje en él, irremediablemente, algo que nunca se acostumbrará a las fortalezas y a los castillos.
Es quizá la voz con la que lee los poemas; tono que apunta al cielo y ni un centímetro más abajo.
Son sus sueños, sus convicciones, la manera en la que corre, a través de los patios, sin tropezarse hasta alcanzar allí donde el látigo retumba y la espalda de uno de los esclavos sangra.
Song Lan corre tras de él.
Casi todos los reinos tienen esclavos dentro de sus fortalezas. Está acostumbrado a aquellos despliegues de crueldad, a aquellos castigos, al sonido del látigo contra la piel.
―Oh. Príncipe.
Claro que es Jin Guangyao.
Alguien murmura «princesa» por lo bajo y unos cuantos aprendices de la guardia de los Jin se ríen, pero Xiao Xingchen no se inmuta.
―Tenía entendido que el General y usted se marcharían mañana, Alteza.
Xiao Xingchen nunca voltea a ver al rey de reyes, sus ojos se quedan clavados en la espalda sangrante del hombre que está de rodillas. Song Lang alcanza a ver como uno de sus brazos, a la altura del hombro, está lleno de cicatrices; el otro tiene la marca de la flor de Jinlintai.
―Pero, qué digo ―Jin Guangyao se pone en pie―, esto no es merecedor de sus ojos. ―Y parte de la capa de su hanfu tapa la escena―. Confío en que nos veremos a cenar. Una última noche.
Es obvio que todavía espera que las palabras aduladoras con las que ha estado atacando a Song Lan los últimos días surtan efecto y por fin el general acceda a permitirle buscar en el norte lo que desea.
―¿Qué está ocurriendo, Lianfang-zun? ―pregunta Xiao Xingchen y Song Lan nota cómo se le atraganta el honorífico.
Jin Guangyao sonríe, conciliador, sin enseñar los dientes. Su excelencia, su majestad, el rey de reyes, Lianfang-zun.
―Nada que sea de su incumbencia, príncipe. ―Su tono de voz es dulce, pero siempre se asegura de dejar advertencias veladas en sus palabras―. Así como seguramente el general mantiene el orden en su propia fortaleza, yo debo encargarme de Jinlintai.
Su sonrisa nunca se borra. Song Lan da un paso al frente, buscando la mano de Xiao Xingchen para aferrarla e intentar transmitir tranquilidad.
―Espero que comprenda, Alteza. ―Se da la vuelta, dispuesto a volver a su lugar―. Pero no se preocupe, no volverá a ser molestado. En Jinlintai no hay lugar para los rebeldes. ―Y le dedica una mirada obvia al esclavo. Es obvio, por sus ojos, que no lo considera ni siquiera una persona.
Song Lan entorna los ojos.
―Lástima ―sigue Jin Guangyao― que en el desierto no haya muchos lugares donde pueda sobrevivir alguien con una marca como la suya.
A veces, los esclavos son liberados. Pero Song Lan había visto lo que ocurría con ellos, destinados a la miseria, porque les era negado hasta lo básico para la supervivencia en cuanto las marcas del hierro al rojo vivo se hacían visibles.
―Quizá, Lianfang-zun ―dice Xiao Xingchen―, pueda sobrevivir en el norte.
Sus ojos se dirigen hasta Song Lan.
Su expresión es una pidiendo permiso, aunque no tendría por qué hacerlo. Pero aquello podría convertirse en un conflicto con el rey de reyes, Song Lan entiende. Xiao Xingchen ya tiene una leyenda que lo precede. Dicen que «la esposa del general del norte» es mucho más piadoso que su esposo, aunque sea también de una justicia inquebrantable.
―Su Alteza ―insiste Jin Guangyao―, hay errores que no pueden ser perdonados.
Xiao Xingchen sigue con la vista fija en aquello que se alcanza a ver con la espalda herida del hombre que está de rodillas.
―No hablo de perdón ―dice.
Las malas lenguas también dicen que la esposa del general del norte tiene al general en la palma de su mano.
―Si planea liberarlo y dejárselo al desierto ―sigue Xiao Xingchen― porque todavía tiene pecados por los que expiar, quizá, entonces, pueda hacerlo en el norte, antes de que la arena se encargue de él.
Pueden alimentar el rumor porque no es mentira. Desde el momento en que Xiao Xingchen le sonrió por primera vez, Song Lan ha estado dispuesto a cumplir cada capricho que tenga.
―Confíe en el príncipe, Su Majestad ―dice Song Lan―, tiene la misma rectitud que yo, respondo por su honor.
Jin Guangyao aprieta los labios en una fina línea.
―Bien. ―Se da la vuelta―. ¿Escuchaste, Chengmei? Será casi como tener nuevos amos.
A Song Lan le parece que sonríe. No le da buena espina, especialmente cuando nota el desagrado en las facciones de Xiao Xingchen, apenas disimulado.
Jin Guangyao hace una seña y los discípulos de la guardia de Jinlintai marchan detrás de él. Xiao Xingchen espera hasta que se quedan solos para acercarse al hombre que ahora le debe la vida. Song Lan se mantiene al margen, a lo lejos.
―¿Chengmei? ―intenta Xiao Xingchen y algo en sus ojos se ensombrece, a Song Lan le parece que no es la primera vez que ve a aquel hombre―. ¿Puedo curar tus heridas?
―Ese nombre no ―casi escupe el desconocido―. Ese es de… él. ―Y no cabe duda a quien se refiere, aunque Song Lan no acaba de distinguir si es miedo, reverencia, desagrado o algo más―. Tengo otro.
―¿Cuál, entonces?
Los ojos de Xiao Xingchen son amables, luminosos; se esconde en ellos cada amanecer, todas las albas del mundo. Song Lan se queda sin respiración un momento al presenciar la escena.
Hasta que el desconocido responde.
―Xue Yang.
Notas de este capítulo:
1) Ya quería terminar con las presentaciones, la verdad, para meternos en lo que importa, que es… hacer de esto algo tóxico como Chernóbil.
2) Hasta el momento estoy casi segura de cómo voy a alternar los povs, pero si hay algún cambio, pues ya se darán cuenta.
Andrea Poulain
