Capítulo 5: Quien te llama Daozhang


El precio a pagar por el plan que ideó fue la espalda llena de sangre y costra y cicatrices.

Nada que no hubiera sentido antes, puesto que Jin Guangyao había intentado erigirse ante él como un dios benevolente, un dios justo, un dios cruel, un dios que se regodeaba en el sufrimiento de aquellos que volteaban hacia él. Si Xue Yang no le rendía culto de una manera, lo haría de otra.

Así, cuando se hartó de intentar moldearlo por las buenas, le presentó al látigo; el castigo. Xue Yang lo aceptó; lo entendía. Los Wen lo habían hecho y los que habían estado antes que él también.

A Xue Yang no se le olvidaba como le habían puesto grilletes en los tobillos y en las manos y lo habían vendido por unas pocas monedas al mejor postor. No se le olvidaba el hombre que le prometió dulces a un niño indefenso y en cambio lo dejó sin un dedo y le presentó al dolor, el único lenguaje que conocería a partir de entonces.

Cuando Jin Guangyao lo encadenó y le susurró al oído «bueno, pues, seré un dios cruel hasta que te postres ante mí, si eso quieres», Xue Yang sonrió.

Aquello lo entendía.

Siempre lo había entendido.

Jin Guangyao nunca lo doblegó del todo. Xue Yang había accedido a comportarse porque a él también le reportaba beneficios que su amo anhelara el conocimiento del Yiling Lazou.

Ah, Yiling Lazou. Si tan solo no hubiera muerto en el norte, en los túmulos funerarios.

Ah. Yiling Lazou. Había ayudado a ganar la guerra y, a cambio, los reyes y las fortalezas del desierto le habían dado la espalda.

Ah, Yiling Lazou.

Aquel hombre vuelto leyenda había salvado a los últimos descendientes de los Wen que habían sido convertidos en esclavos por Jin Guangshan y eso le había granjeado el odio de todo el mundo. Sólo se hablaba bien de él en algunos círculos de esclavos.

Xue Yang siempre había tenido cierta reverencia por su figura incomprendida, pero más por los escritos que había dejado atrás y con los que Jin Guangyao lo había tentado hasta que había aceptado que le valía cooperar.

―Xue Yang.

La voz de Xiao Xingchen es demasiado amable, siempre lo pone alerta.

Esas voces nunca traen nada bueno.

Era la voz de Wen Chao antes de prometerle que lo haría suplicar estar muerto antes de ordenarle a Wen Zhuliu que lo dejara con apenas un aliento de vida ―y a pesar de eso, nunca le arrancó una súplica a Xue Yang.

Era la voz de Jin Guangyao antes de intentar que lo mirara como a la única deidad del mundo.

Y es la voz de Xiao Xingchen.

―¿Cómo está tu espalda?

Xue Yang se encoge de hombros. Puede caminar. Se baja del carro que lo lleva a ratos y arrastra las piernas tras los caballos que jalan el carro en la ribera del río.

―¿Puedo verla?

Que tono tan gentil, tan extraño.

―¿Me obligarás si te digo que no?

Sólo lo está probando, intentando molestarlo. Xiao Xingchen cree que lo está salvando de un destino peor que la muerte, pero su espalda deshecha es tan sólo el precio a pagar porque su plan incluyera separarse de Jin Guangyao. Sabe que aquel que es su dueño pudo haber encontrado otra manera de enviarlo al norte, pero fue aquella la que eligió. «Pon a la esposa del general del norte en un apuro moral, Chengmei», dijo, «tendrá que ser verosímil».

A Xue Yang siempre le fascinó la cruel tranquilidad con la que agarraba el látigo, con la que miraba al verdugo, con la que oía los gritos de dolor. Si él hubiera estado en la posición de los amos, no hubiera escondido su placer.

―No, Xue Yang ―responde Xiao Xingchen.

Lo hace con paciencia y tranquilidad.

―Pero preferiría verificar que ha sanado. No te salvé la vida para que mueras en una caravana.

Xue Yang se muerde la lengua para no decir lo que piensa. Xiao Xingchen no es muy diferente de esos hombres de los que cree haberlo salvado, con su rectitud, sus elecciones tramposas ―que ni siquiera nota, porque está convencido de que elegir es fácil cuando la muerte está a un lado; lo único que Xue Yang ha elegido conscientemente y sin que le pongan el filo de la espalda en el cuello o lo amenacen con el látigo es la crueldad y es, por tanto, la única elección que no resiente, la única de la que no se arrepentirá nunca―, su voz acostumbrada a que lo escuchen siempre, la espada al cinto con la confianza de quien cree luchar por todas las causas justas.

No dice nada, pero se quita la parte exterior del hanfu negro y sencillo que lleva puesto y luego deja caer desde sus hombros la camisa negra que va debajo. Ya no tiene vendas. Las cicatrices están bulbosas, quizá todavía un poco tiernas. Son cicatrices sobre cicatrices en una espalda en la que podría cartografiarse la crueldad.

―¿Aún duele?

Xue Yang contiene la risa que le provoca la pregunta porque es una risa amarga todavía sorprendida de que a Xiao Xingchen le importe el dolor de alguien como él.

Tan sólo se encoge de hombros.

―No más de lo que debería.

―Tengo ungüento ―dice simplemente y se sienta tras él―, te aliviará.

Sus dedos recorren las cicatrices con seguridad, sin dudar ni un momento. Xue Yang sólo considera curiosa aquella necedad por mantenerlo vivo a costa de cualquier cosa.

―¿No es indigno esto para alguien como tú?

―¿Cómo?

―De tu estatus, princesa.

―No lo llames así. ―Una voz grave, desde atrás, se inmiscuye en su conversación.

―La mitad de la gente en Jinlintai lo llama así. ―Xue Yang voltea la cabeza un poco para buscar al dueño de aquella voz y se topa con el rostro del general. Bien, es la primera vez que lo ve acercarse tanto, quizá al final no sea tan difícil sacarle todos los secretos de su reino―. La otra mitad se refiere a él como tu esposa. ―No sabe si es correcto o no imprimirle veneno a la palabra, pero la dice en el mismo tono que usan los Jin, sobre todo los de menos categoría, para hablar de Xiao Xingchen―. A él no le molesta.

Xiao Xingchen no afirma ni niega aquello. Sus dedos todavía recorren, implacables, la espalda de Xue Yang.

―Eso no lo juzgarás tú ―replica Song Lan.

Su tono es implacable. Le recuerda al del Nie Mingjue antes de morir. Duro, como un hueso imposible de roer.

―¿Entonces cómo debería llamarte? ―pregunta. Se dirige a Xiao Xingchen―. Qué eres, príncipe, además de tener sangre real. Porque en el sur no creen que seas algo más que un trofeo glorificado del General del norte.

Y Xiao Xingchen se detiene en ese momento, sus dedos se quedan a medio camino en el ungüento y la espalda de Xue Yang, quien ve su rostro de reojo y lo ve apretar los labios de manera casi imperceptible.

―Es un héroe, Xue Yang ―espeta Song Zichen―, y salvó tu vida. Se cortés.

Se da la vuelta y se marcha sin una palabra más. Xue Yang evita su mirada antes de que lo ensarte en ella, pero suelta una risita.

―Un héroe, ¿eh? ―Xiao Xingchen no responde, así que Xue Yang sólo sigue con el dedo en la llaga―. Por eso lees los poemas antiguos.

―¿Te gusta la poesía, Xue Yang?

«No, siempre dice mentiras».

―No creo haber nacido con ese lujo, Daozhang.

Se voltea a tiempo para ver los ojos de sorpresa de Xiao Xingchen. Apuesto que, con la posición que tiene en las cortes del desierto, nadie lo ha llamado de aquella manera, especialmente cuando la palabra ha caído en desuso como título. Los antiguos héroes en perfecto equilibrio con la vida y el universo estaban enterrados en los poemas y aquel honorífico se había ido perdiendo poco a poco, entre las guerras, entre los reyes del desierto. Había cultivación, pero habían perdido de vista el equilibrio intentando conseguir más dominio sobre aquellos pedazos de tierra en los que habían erigido sus castillos, sus fortalezas y sus fuertes.

―¿Te gusta a ti, Daozhang?

Ah, podría acostumbrarse a aquellos ojos que lo miran entre tiernos y aturdidos.

Daozhang ―y es casi un murmullo que se pierde en el rumor del poco viento que hay en el desierto, una palabra dicha sólo para que ellos sean capaces de oírla.

―Sí, Xue Yang.


Xiao Xingchen es mucho más fácil de leer que su marido. Song Zichen es un general en título y apariencia. Es alto y, allí a donde vaya, su presencia es difícil de ignorar; es lacónico, de pocas palabras. Demasiado recto, demasiado protocolario cuando hay que serlo. Es un general a la vieja escuela y es quizá esa la razón por la que Jin Guangyao quiere doblegarlo completamente.

Xue Yang no se lo topa por días, hasta que el mismo Song Zichen se dirige hasta la retaguardia, allá donde Xue Yang camina a un lado del carro que lo trasportó por días.

―Dice que lo llamas Daozhang.

El general Song Zichen no le saca tantos centímetros a Xue Yang y aún así debe alzar la mirada para buscar sus ojos. No los teme, pero tiene cautela de una mirada tan rígida cómo la suya.

―Dijo que no lo llamara princesa, general.

«Había que encontrar una manera».

―A Xingchen le gusta.

Xue Yang entorna los ojos poque no entiende a donde pretende llegar Song Zichen.

―¿Y a usted, general? ¿Le gusta que llame Daozhang a Xingchen?

Y el nombre suena pecaminoso en sus labios, suena a sacrilegio, a una fórmula que sólo debe decirse en la oscuridad y lo íntimo. Un nombre que Xue Yang no tiene permiso de usar y tiñe de pecado al tocarlo con sus labios y su lengua y su voz.

Song Zichen se tensa; sus labios forman una fina línea. Xue Yang no sabe si es su forma de mostrar desagrado o simplemente está contrariado.

―A Xingchen le gusta ―repite. Se queda mirando a Xue Yang con los ojos medio entornados, profundos y severos. Su mirada es dura como una roca.

Xue Yang esboza una sonrisa a medias.

―¿Y a usted también le gustaría, general? ―pregunta, con el tono de voz más travieso que puede encontrar dentro de sí―. ¿Qué lo llamase Daozhang?

Espera que Song Zichen se enoje, o al menos demuestre más desagrado del que está pintado en su rostro. Pero más bien lo sorprende con un poco de estupor; «inesperado», piensa Xue Yang.

―Dicho así, con ese tono, ese título es sólo para Xingchen.


Notas de este capítulo:

1) Me urgía introducir lo de que Xue Yang siempre se refiere a él como Daozhang y aunque es un título común, ps, cuando se trata de Xue Yang, Daozhang es Xiao Xingchen. Como estoy escribiendo una historia de fantasías, pues es sencillo.

2) Y también me urgía poner un punto de partida en la relación de Xue Yang y Song Lan. Por cierto, como los llama el narrador depende del punto de vista del capítulo. Aunque el cambio evidente es para Song Lan, que en su punto de vista y en el de Xingchen es Song Lan —aunque Xingchen, al hablar, sólo dice Zichen—, pero Xue Yang se refiere a él como Song Zichen, que es su nombre de cortesía.

3) En el libro, Song Lan viene del Templo Baixue y, como Xiao Xingchen, también es un sacerdote taoísta (literalmente esa esa la traducción más cerca de lo que significa Daozhang) y se le llama Daozhang Song. Ya explicaré que tiene eso que ver con esta historia en algún punto.


Andrea Poulain