Capítulo 6: El general del norte
El día que la fortaleza del norte se avistó desde la ribera del río, Song Lan soñó con sangre.
Las almenas del fuerte estaban todavía a lo lejos y los puestos de vigilancia apenas se veían como espejismos en la arena.
En su sueño, sus pies se sumergían en un río de sangre.
La sonrisa de Xiao Xingchen se ensanchó ante la perspectiva de volver a casa. Él, que había soñado con ser un héroe errante, de los que va de aldea en aldea, pidiendo posada a cambio de sus buenas obras. Al final, la idea de un hogar lo había seducido; lo había construido poco a poco, entre sábanas, cojines, doseles sencillos, pero bellamente adornados, siempre de tela blanca.
En el sueño, el mundo era rojo.
Y la sonrisa de Xiao Xingchen siempre era franca, honesta. Su risa era la pregunta que Song Lan soñaba con contestar toda la vida. En ella se alojaban siempre las cosas no dichas, la belleza de los momentos breves, la espontaneidad.
En su sueño, olía a sal.
―Zichen.
―Mmm.
―Xue Yang dijo que fuiste a verlo.
―¿De verdad?
No piensa mucho en Xue Yang. Es un esclavo liberado y el desierto siempre les aguarda el peor destino. Allá en donde lleguen a ver su marca será un apestado, allí en donde se intuya que no fue antes un hombre libre no será bienvenido. Es verdad que su única esperanza es el hecho de que Xiao Xingchen ha tomado un curioso interés en él.
―No dice muchas cosas. ―Xingchen se encoge de hombros―. Es como un animal huraño.
―No quiero que te insulte.
Xiao Xingchen simplemente hace un gesto despreocupado.
―No lo hace. Ya te dije, es un animal huraño. Creo que también le interesas.
―Soy el General del Norte, Xingchen. ―Song Lan no pretende que su frase suene cansada, pero es así como deja sus labios―. Le intereso a mucha gente. Y Xue Yang… seguro oyó muchas cosas en Jinlintai. No por nada se refiere a ti como princesa o como mi esposa.
Y Xiao Xingchen se ríe y, ante lo inesperado, Song Lan clava en él una mirada curiosa.
―¿Y acaso no soy una esposa ejemplar, Zichen?
Song Lan apenas si curvea sus labios en un amago de sonrisa. Está acostumbrado a esconder hasta sus expresiones más inocentes para que nada pueda ser usado en su contra. Pero Xiao Xingchen sabe leerlo.
Su mano acaricia la mejilla suave de Xiao Xingchen; su piel nunca ha parecido la piel de alguien que creció en la montaña.
―Una buena esposa, sí. ―Sus ojos se clavan en los labios de Xiao Xingchen, pero se contiene. No están demasiado lejos de los soldados ni de la guardia y Song Lan siempre guarda esos gestos para la soledad, allí donde nadie puede atreverse a adivinar sus debilidades―. ¿Aún te dice Daozhang?
Xiao Xingchen se sonroja y Song Lan no sabe si es por la caricia en su mejilla o el título con el que se refiere a él. No piensa demasiado en ello.
―Parece determinado.
Pero la sonrisa no se le escapa a Song Lan.
―Te gusta.
―La gente ha olvidado ese título y la tradición de los cultivadores lejos de las fortalezas ―dice Xiao Xingchen―. Ahora son casi todos soldados, quedan pocos héroes de la tradición poética. Y el honorífico…, Daozhang…, cae en desuso. Cuando Xue Yang lo utiliza, parece sincero, incluso dentro de sus trampas retóricas, de sus frases llenas de verdades a medias y mentiras superficiales.
»Quizá sea egoísta desear oírlo, Zichen. ―Y Xiao Xingchen busca sus ojos como buscando un reproche inexistente o alguna clase de indulgencia―. Pero cuando lo dice pienso en todos los héroes que me formaron entre los caracteres de los poemas, en todos aquellos que buscaron el equilibrio, todos aquellos que vinieron antes que nosotros, que estuvieron antes de las guerras y las masacres. Y pienso que le salvé la vida y… ―Se ríe, nervioso―. Es egoísta, ¿no? Quizá mi deseo sea también un pecado, Zichen. —Hace una pausa, intentando ordenar sus pensamientos de nuevo, volver a encauzarlos—. En cuanto a Xue Yang… Ni siquiera sé si es merecedor de la expiación que se le ofrece.
»Ni siquiera conozco sus pecados, Zichen.
«Ni sus virtudes»; pero eso Song Lan se lo guarda.
No puede condenarlo si es que acaso es egoísta desear beber la sensación que le da ser llamado Daozhang. No puede juzgarlo, tampoco.
La voz de Xue Yang pronunciando «Daozhang» es peligrosa, tiene un tinte adictivo. «¿Y a usted también le gustaría, general? ¿Qué lo llamase Daozhang?». Song Lan intenta ignorar la sensación como cosquilleo en su espalda que le causa el recuerdo, pero es imposible. Quizá en algún momento, quizá cuando todavía existía el templo Baixue y Song Lan no era Song Zichen, el general del norte.
A lo lejos, la fortaleza. Queda poco menos de un día de viaje.
En sus sueños, rojo sangre, sabor metálico, olor a sal.
Nunca se ha acostumbrado al séquito que sale siempre ha recibirlo. Las voces que gritan «¡El general ha vuelto!» siempre suenan lejanas, como parte del fondo de una representación en la que él sólo tiene que asentir solemnemente. Incluso cuando Xingchen es el que lo espera ―e intenta estar más presente― las palabras entre ambos siempre se sienten como una pantomima, un simple preludio a lo que ocurrirá más tarde, cuando estén solos y no porten el papel que ocupan en el mundo como un disfraz.
Cuando las puertas se abren, le ofrece la mano a Xingchen, que la toma y sonríe dulcemente.
Su esposo es mucho más dadivoso con sus gestos y quizá por eso otros lo consideran confiado ―como si no tuviera la destreza para sobrevivir en aquel mundo, piensa Song Lan―; siempre lo han visto más débil ―aunque haya sido entrenado por Baoshan-sanren y, en consecuencia, sea el más hábil de los dos― y por ello otros reyes y generales hablan de él como «una simple esposa» pensando, también, que las mujeres que los esperan en sus fuertes y palacios son débiles por quedarse atrás, sin pensar quien los cuida cuando están heridos, quien los alimenta y quien se asegura de que sigan vivos.
«Esposa».
Lo puede decir a solas, con el atisbo de una sonrisa, cuando sus manos recorren a Xingchen.
Nunca como lo dice el mundo, sino como lo dice la leyenda.
―¿Vamos? ―pregunta Xingchen.
Song Lan recorre a sus soldados, los que vuelven y los que lo reciben. Su mirada se detiene en unos ojos que miran todo con demasiada atención, como evaluando el panorama. Unos ojos acostumbrados a sobrevivir incluso con todas las fichas en contra.
―Vamos.
Xue Yang le devuelve la mirada sin moverla ni un ápice.
Song Lan deja que Xiao Xingchen se encargue de Xue Yang porque supone que es a la única persona que escuchará. Y ya tiene con todo un ejército con el cuál lidiar.
No vuelve a encontrárselo hasta semanas después, acostado en el piso entre los estantes de la biblioteca de la fortaleza, intentando con mucho esfuerzo no ser notado.
Supone que no debería estar allí.
Xiao Xingchen está leyendo en el fondo un poema viejo.
Song Lan alza una ceja al descubrir a Xue Yang, que sólo se lleva un dedo a los labios, indicándole silencio. Cuando se acerca más, Xue Yang le susurra:
―También te gusta oírlo, ¿no?
Y Song Lan piensa que se reiría, si no estuviera acostumbrado a esconder sus gestos más primigenios, se reiría.
―Yo puedo escucharlo cuando quiera, Xue Yang.
Pero no lo dice alto, evitando así que Xingchen descubra a aquel que lo escucha desde las sombras. Se guarda aquel dato sin saber a quién está protegiendo.
No quieren a Xue Yang en los cuarteles.
Las marcas en sus hombros ―una con la flor de Jinlintai y otra tan desfigurada que intentan adivinar cuál era el emblema― lo hacen recibir miradas de desconfianza, insultos y groserías, incluso cuando es la palabra de Song Lan la que lo convierte en un soldado. Xue Yang no las aguanta. Golpea, pelea, defiende el honor que a los ojos del resto no tiene con fuerza. Lo castigan y castigan a los otros, pero no parece importar.
Vuelve una y otra vez a arrodillarse en penitencia sin arrepentirse de nada.
La última vez que Song Lan ve como lo insultan, Xiao Xingchen va de su brazo.
Xue Yang recibe un golpe en la mejilla y, cuando intenta devolverlo, alguien le sujeta el brazo. Xiao Xingchen suelta el de Song Lan y, con el ceño fruncido, corre hasta los soldados. El faldón y las mangas de hanfu revolotean tras él.
―¡¿Cuándo se ha visto que sea honorable atacar entre tantos a un igual?!
Alguien murmulla por lo bajo «un esclavo no es un igual», pero Xiao Xingchen, por la cara que pone, no distingue quién ha sido.
Los ignora a todos cuando se acerca a Xue Yang e intenta poner una mano en su mejilla. Pero a Xue Yang el orgullo le gana, y da un paso a atrás.
―Déjame ver, Xue Yang.
La voz de Xiao Xingchen no admite réplica y, con toda la humillación encima, Xue Yang no intenta hacerse para atrás la segunda vez. La mano de Xiao Xingchen descansa en la mejilla donde todavía no se refleja la marca de ningún golpe, salvo un tono rosado que más tarde se volverá morado.
Xiao Xingchen lo suelta y, sin volverse a los soldados, habla.
―No salvé a un hombre para que lo maltraten otros. Está bien si no lo quieren en sus cuarteles, si no lo consideran digno o si lo encuentran que causa demasiados problemas entre los soldados. Lo salvé yo y reconozco mi responsabilidad en ello ―y mientras dice todo eso no una vez aleja la mirada de Xue Yang; lo mira con una determinación que hace que Song Lan se mantenga alerta―. Algo habrá de hacer en la fortaleza y, si el General está de acuerdo, me encargaré yo de él. ―Y voltea a ver a Song Lan―. Después de todo, no tendría yo por qué cargar a otro con el peso de mis decisiones.
A Song Lan no se le ocurre réplica alguna.
Sólo lo mira, Xiao Xingchen lleno de determinación, frente a un Xue Yang furioso y humillado.
Asiente brevemente.
Quizá sea lo mejor, piensa, por un momento, aunque no las tiene todas consigo. Duda que Xue Yang sea una criatura tan fácil de domesticar.
―Sea, príncipe ―le responde, escondiendo el atisbo de una sonrisa―; será tu responsabilidad.
Notas de este capítulo:
1) Pues a alguna parte vamos, aunque según mi planeación estos iban a ser como 15 capítulos y siento que voy más lento de lo que debería. O no, quien sabe, ahí les aviso si me sorprendo a mí misma. (Porque en realidad estoy escribiéndolo todo antes de publicarlo).
Andrea Poulain
