Capítulo 7: Las palabras de los poetas
A Xue Yang lo echaron de los cuarteles sin miramientos y aguantó la humillación como alguien acostumbrado a ella. Tenía ojos calculadores, fríos, casi sin sentimientos. Xiao Xingchen se acercó después, cuando estuvo solo, cuando ya no podían degradarlo más.
―Xue Yang.
―Les parecía demasiado humillante compartir hogar con un esclavo ―dice Xue Yang y luego se ríe―. Ellos, hombres libres desde siempre. ―Se ríe y su risa rompe el aire, lo despedaza y lo hace estrellarse en pedazos contra el suelo―. ¿Acaso no soy ya como ellos, Daozhang? ―cuestiona Xue Yang y Xiao Xingchen sabe que la pregunta es una trampa. Xue Yang lo enredará en ella―. ¿Acaso estamos condenados a lo inamovible, Daozhang?
―Eres libre, Xue Yang ―le asegura.
Se ríe.
―Qué clase de libertad es tener que seguirte porque de otro modo encontrarán la manera de humillarme, Daozhang.
Xiao Xingchen lo comprende. Ojalá tuviera dentro de sí las palabras para arreglar aquel asunto. Ojalá todos en la fortaleza tuvieran la integridad de Song Lan, ojalá todos recordaran que allí, todos los hombres de la guardia eran iguales.
―Me aseguraré de que no puedan humillarte más, si eso deseas, Xue Yang ―responde, finalmente. Hay una pausa después, un silencio que se alarga en una mirada profunda―. Lamento que las cosas sean así.
Xue Yang se ríe.
―Lo lamentas porque para ti no importa, Daozhang. Tú volverás a ser la esposa del general en un colchón suave y almohadones de plumas pase lo que pase conmigo. ―Xue Yang aprieta los dientes―. Y quizá te sentirás mejor as pensar que hiciste todo lo que estuvo en tu mano por mí. ―Y vuelve a reírse y su carcajada suena cruel―. Los que son como tú siempre hacen todo lo posible, Daozhang. Y es tan poco…, siempre es tan poco…, Daozhang.
Xiao Xingchen no tiene respuesta.
Xue Yang ocupa uno de los cuartos aledaños a los patios en los que se aloja Xiao Xingchen y apenas sale de allí cuando no tiene nada qué hacer. El príncipe no sabe muy bien qué hacer en con él y en vez de eso lo deja ser y existir. Quién sabe desde cuando no tiene aquella oportunidad.
Song Lan pasa tiempo en los cuarteles, en los entrenamientos. Xiao Xingchen no suele acercarse en esos momentos; los soldados y sus estrategias son cosas de las que Song Lan se hace cargo. Xiao Xingchen no piensa en regimientos enteros, sino en héroes solitarios y en leyendas que llevan tiempo sin verse en el mundo.
Yiling Lazou fue quizá la última persona en el mundo que intentó convertirse en un héroe y ahora no existe ni siquiera un cuerpo que descanse en los túmulos funerarios. Xiao Xingchen piensa a menudo en aquella historia.
Ocurrió antes de su boda. Song Lan todavía no era un general renombrado.
Y Wei Wuxian era tan solo un hombre que salvó al enemigo después de haber sido una de las piezas claves de la campaña para Derribar el Sol, que acabó con el tiránico reinado de los Wen.
Quién sabe si más tarde se escribirán historias sobre él; todavía es pronto para determinar si algún poeta recuperará aquella historia o en qué luz lo hará o si quizá alguien se dejará llevar por los claroscuros. Los poemas que Xiao Xingchen tiene entre sus manos son mucho más antiguos, recuentos de tiempos pasados, la verdad de los poetas.
Le gusta leerlos en voz alta, especialmente si Song Lan está escuchándolo.
Pero Song Lan pasa sus días en los cuarteles y Xiao Xingchen se sienta en soledad en su patio con los libros entre las manos y lee.
Lleva ya allí un rato cuando nota a Xue Yang a lo lejos, asomado y recargado en el marco de una puerta.
Xiao Xingchen se queda callado y sonríe.
―¿Quieres escuchar? ―pregunta.
Xue Yang no responde.
―Te vi aquella vez ―sigue Xiao Xingchen―, en Jinlintai.
No le ha dicho que lo recuerda de antes de encontrarlo arrodillado de espaldas, castigado por el rey de reyes. Quizá Xue Yang lo sabe, pero Xiao Xingchen no lo dijo en voz alta hasta este momento.
―¿Te gusta la poesía?
―Los poemas son mentira. ―Xue Yang da unos poco pasos en dirección a Xiao Xingchen al hablar―. Los poetas hacen parecer honorables a los poderosos y crean imágenes hermosas sobre los campos de batalla. Nunca dicen de verdad a lo que huele la muerte. ¿Sabes a qué huelen cientos de cuerpos pudriéndose, Daozhang? ¿Sabes el hedor que se quedó para siempre en Ciudad Sin Noche tras el último asedio? Los poemas de los héroes no pueden ser sino solo mentira.
Xiao Xingchen aprieta el libro.
Nunca tiene una respuesta para Xue Yang.
―¿Has ido a la guerra, Daozhang?
Y Xiao Xingchen niega. Él todavía estaba en la montaña tras el último asedio.
―Yo no fui a ella, Daozhang ―sigue Xue Yang, que se detiene a pocos pasos―; ella vino a mí. Los poemas son mentira.
―¿Por qué los escuchas, entonces? ―pregunta Xiao Xingchen.
―Porque, Daozhang ―responde Xue Yang―, las mentiras también pueden ser hermosas.
Xiao Xingchen tarda en darse cuenta de cómo las palabras de Xue Yang se le meten entre la piel y anidan allí. Un día se encuentra buscando su voz y aquel «Daozhang» y no entiende la tristeza que siente al no encontrarlo. Y tras la tristeza, el terror de comprender que Xue Yang se ha metido muy dentro de su ser.
Un libro queda a medio abrir en la biblioteca de la fortaleza cuando sale prácticamente corriendo rumbo a los aposentos del general.
Su respiración agitada lo delata cuando abre la puerta.
―¿Xingchen?
Song Lan está sentado sobre varios almohadones frente a una mesa donde hay un mapa de los túmulos funerarios.
―Llámame como lo hace él ―pide Xiao Xingchen.
No necesita aclarar nada más. Ambos saben a qué título se refiere, de quién está hablando. Song Lan tan solo le dirige una mirada larga y Xiao Xingchen se siente desnudo y abandonado frente a ella. Song Lan lo mira como siempre lo ha hecho y el príncipe encuentra la ternura de siempre en aquellos ojos, pero también encuentra un modo de miedo, los nota contrariados detrás de su impasibilidad.
―Xingchen…
―Llámame como lo hace él ―repite, por si no fue claro la primera vez.
Song Lan aprieta los labios y sigue mirándolo.
Xiao Xingchen, parado casi frente a él, viéndolo desde lo alto.
―Xingchen, ¿qué…?
Y Xiao Xingchen se arrodilla frente a su esposo. Lo ve a los ojos. Song Lan no le ha quitado la mirada de encima, todavía lo mira y ahora quizá hay preocupación detrás de sus ojos. Xiao Xingchen ha podido leerlo con tanta facilidad desde el día que se enamoró.
―Por favor, Song Lan ―pide, agachando la cabeza, usando el nombre que resguarda tan sólo para los momentos más urgentes, más desesperados, el nombre que el general Song Zichen no confiesa con facilidad―. Llámame cómo lo que hace él. Por favor.
―Xingchen, no es una buena idea. ―Song Lan habla con ternura, pero también con firmeza.
―¡Por favor!
Encuentra aquella forma de suplicarle a su esposo humillante y tan sólo puede apretar los ojos para que su desesperación no se transforme en lágrimas.
―Xingchen. ―Y la voz de Song Lan suena derrotada por primera vez en todos aquellos años―. Creo que no encontrarás en mi voz lo que estás buscando. Y sin embargo…, si es tu deseo. ―Hay una pausa y Xiao Xingchen percibe movimiento frente a él; percibe tan sólo el roce de la tela del hanfu de Song Lan. Y después la mano del general en su nuca y sus labios cerca de su oído―. Daozhang.
Y Xiao Xingchen rompe en lágrimas finalmente. Song Lan lo aprieta contra sí.
Su esposo tenía razón. No encontrará en su voz lo que está buscando.
Tener las palabras de Xue Yang tan dentro de su piel es aterrador. No se parece en lo más mínimo a la manera en la que se enamoró de cómo Song Lan pronunciaba «Xingchen»; la voz de Song Lan siempre fue un ancla, siempre estable, un lugar al que aferrarse en medio de una tormenta de arena. La manera en que Xue Yang ha anidado dentro de Xiao Xingchen, en cambio, es aterradora.
Xiao Xingchen llora y Song Lan no puede sino sostenerlo; el príncipe llena de lágrimas su pecho y Song Lan nunca deja de acunarlo entre sus brazos.
Cuando las palabras vuelven hasta él, hipa y sólo salen de sus labios dos simples palabras.
―Lo siento.
Song Lan lo aprieta más fuerte contra sí.
―Lo siento ―repite Xiao Xingchen―. Lo siento. Lo siento…, Zichen, lo siento. ―Vuelve a hipar y se siente patético en aquel momento―. Lo siento.
Song Lan besa una de sus sienes y Xiao Xingchen, aterrado por la revelación dentro de él, llora más.
―Te amo ―murmura―. Lo siento. Lo siento. No ocurrirá nada. Zichen, te amo, no…
Un beso lo calla. Los labios de Song Lan se comen los suyos en un gesto impulsivo.
―Xingchen ―murmura el general―, no tienes que disculparte. Está bien. Todo está bien, Xingchen. Seguirás siendo mi esposa siempre que lo desees.
―Sí, sí, sí, Zichen…
―No tienes que disculparte por sentir. ―Y un dedo tierno le limpia, poco a poco, las lágrimas del rostro―. En nuestras promesas de boda juré amarte siempre; lo haré siempre que me lo permitas. ―Song Lan suspira y posa su mano en la barbilla de Xiao Xingchen, obligándolo a no retirarle la mirada―. Pero, ah, esposa del general del norte, puedes amar a otro también. Todo está bien, príncipe. ―Sonríe―. Incluso si te aterra. Fue aterrador enamorarme de ti también, Xingchen. Fácil, pero aterrador.
―Song Lan…, Zichen…
―Hagas lo que hagas, Xingchen, tendrás mi bendición siempre.
―¿Por qué?
Y Song Lan lo abraza de nuevo. Es tan fácil, piensa Xingchen, asirse a aquella ancla.
―Ah, Xingchen. Puedo entender tu vértigo. Te amaría en cualquier circunstancia.
Y Xiao Xingchen no puede verlo sino con ojos llorosos, con el temor dentro de él.
―¿Por qué él es diferente, Zichen? ―pregunta―. ¿Por qué mi piel cosquillea al oírlo? ¿Por qué anhelo escucharlo decir «Daozhang», Zichen? ―Xiao Xingchen cierra los ojos, súbitamente agotado―. ¿Por qué, Zichen?
Notas de este capítulo:
1) La única regla que me impuse fue que no quería cheating. De ahí para adelante, everthing was fair game para hacerlos enamorarse.
2) Como es usual, no sé ni siquiera a donde voy, pero estoy disfrutando el viaje.
Andrea Poulain
