Capítulo 8: El príncipe arrodillado


Desde que Xiao Xingchen lo descubrió escuchándolo, aparece mucho más seguido por los patios. Lleva siempre un libro en la mano y se sienta a leer él solo. Nunca lo llama, como si no esperara encontrarlo. Deja que Xue Yang aparezca y se siente en la distancia a escucharlo.

Si no pudiera mentir, diría que Xiao Xingchen tiene una voz bella, apacible. La clase de voz que se encuentra en un bosque de cerezos en primavera, cuando el viento corre entre árboles rosados, meciendo sus hojas poco a poco. Una voz que Xue Yang disfrutaría destruir y dejar en pedazos. Una voz que le encantaría escuchar entre respiraciones entrecortadas y desesperadas.

Por suerte, puede mentir.

Incluso puede mentirle a su propio ser, jurar que no piensa en la manera en que Xiao Xingchen suena cuando se rinde ante alguien más. Asegurar que no se le cruza por la cabeza todas las cosas pecaminosas que aquella voz que lee poemas de manera hermosa es capaz de hacer entre gemidos.

Porque a veces sueña con poner al mundo de rodillas.

Y a veces, piensa Xue Yang, Xiao Xingchen podría ser el mundo.

Siempre acaba yendo cuando lo oye leer. Ya sabe que Xiao Xingchen lo espera. Lee los poemas siempre con la misma cadencia romántica, decadente, con esa voz que evoca otros tiempos.

Xue Yang siempre espera a que termine.

―Daozhang ―dice.

Y Xiao Xingchen siempre alza la mirada, porque espera aquella llamada.

―Xue Yang.

Siempre lo mira, intentando descifrarlo, pero el príncipe sigue siendo, en algunos de sus claroscuros, un misterio. No cabe duda de que realmente cree que puede jugar al juego del honor, protegido tras el general. El mundo nunca lo ha humillado y quizá por eso Xue Yang se pregunta con tanta insistencia como se vería postrado ante alguien.

―¿Todavía piensas que hay mentiras hermosas, Xue Yang? ―pregunta.

―A veces, Daozhang.

Pero él no es una de esas. Xue Yang es una mentira viciada, cubierta de todos los horrores del mundo; una mentira entrenada por el dolor y los amos, el hierro candente en los hombros, el aferrarse a la vida como una sanguijuela. Xiao Xingchen no podría sobrevivir en ese mundo embustero y engañoso.

Xue Yang no sabe si quiere enseñarle a hacer trampa en el juego, haciéndolo tragarse todo el honor dentro de él o si quiere simplemente que alguien, por una vez en la vida, se humille ante él de la misma manera en que él lo ha hecho ante tantos otros.

―Es fácil mantener la ilusión cuando la historia termina ―sigue Xue Yang―; los héroes también son imágenes perfectamente enmarcadas entre un montón de versos. Pero la vida siempre sigue, Daozhang. Nunca es tan simple como un punto final después de todo el dolor.

Y Xiao Xingchen ríe. Qué risa tan hermosa, tan inocente. Xue Yang quiere destrozarla, romperla; Xue Yang quiere verla estrellarse, convertirla en horror, en pasión, en miedo. Quiere comerse el mundo. Y el mundo es Xiao Xingchen.

―No, Xue Yang, nunca es tan simple. Tienes razón.

Su sonrisa tiembla cuando sus palabras se apagan y es la primera vez que Xue Yang lo ve perder, aunque sea un poco, la compostura de aquella manera.

Lo ha visto confundido, dolido, incluso nervioso. Pero nunca lo ha visto con tan pocas certezas.

―Nunca es tan simple. Hay demasiados juramentos, Xue Yang. Te juras a ti mismo que serás siempre honorable, que seguirás los principios de tu madre. Le juras a un reino peligroso. Serás leal. Te arrodillarás ante los reyes para asegurarles que no quieres un trono. Te convertirás en la esposa de otro. Y le jurarás a él también. Lealtad, fidelidad. Un matrimonio largo, apacible, Xue Yang. ―Xiao Xingchen lo mira y parece perforarlo con la mirada―. Es curioso, ¿no? Como nunca es tan simple.

―¿Daozhang?

Xue Yang tiene más curiosidad que sorpresa.

―Vuelve a llamarme así, Xue Yang.

―¿Daozhang?

Es una pregunta, quiere confirmarlo.

―Xue Yang. Otra vez.

―Daozhang.

Y Xiao Xingchen cierra los ojos y su labio inferior tiembla, delatándolo. Como no puede verlo, Xue Yang sonríe de lado. Ya tiene al príncipe en la palma de su mano.

―Xue Yang. Por favor.

―Daozhang.

Busca su mano y la aprieta. Un gesto cuidado, estudiado. Las manos de Xiao Xingchen no parecen las de un príncipe criado en la montaña. Son demasiado suaves, demasiado inocentes. Ah, Daozhang, las cosas que deseo que hagan esas manos. Ah, Daozhang, las cosas que quiero hacerte con las mías.

Xiao Xingchen abre los ojos finalmente y lo mira de nuevo. Sus ojos siempre observan con atención, perforan todo lo que ven.

―Xue Yang, ¿por qué no siento lo mismo cuando es Zichen quien lo dice?

Y Xue Yang no suelta su mano. Ah, Daozhang, si me lo pides, puedo hacerte pedazos.


Dime, Xiao Xingchen, si has amado a alguien más que no sea el general del norte. Pero Xue Yang no se atreve a preguntarlo y Xiao Xingchen no tiene una respuesta al silencio. Pasan días, Xiao Xingchen vuelve a leer y Xue Yan se acerca en silencio.

El príncipe de la montaña tiene una sonrisa hermosa que parece hecha de la porcelana más fina, cincelada con cariño. Y Xue Yang quiere hacerla pedazos, quedársela para él. Quiere que sus labios vuelvan a temblar una y otra vez.

Al principio, parece un cortejo antiguo.

Xue Yang es cauteloso. Quiere ganarse su confianza, su ser. Quiere arrebatar a Xiao Xingchen del mundo, sí, pero quiere hacerlo de modo que sea él quien se entregue. Quien se postre ante él y le rinda pleitesía, sin dudar nunca.

Al menos, Xue Yang es cuidadoso hasta el día que hace la pregunta.

―Ah, Daozhang. ¿Y el general sabe cómo tus labios tiemblan cuando me oyen llamarte?

Xiao Xingchen lo mira antes de responder y Xue Yang ya sabe lo que va a decir. Le causa vértigo.

Una lágrima traicionera corre por su mejilla antes de que cierre los ojos.

―Tengo su bendición.

Y Xue Yang siente el deseo de enterrar las uñas entre sus costillas y sacar su corazón para comérselo entero y mancharse de su sangre los dientes. El impulso de morder sus labios hasta sacar sangre, de marcar toda su piel. Ah, Daozhang, vas a entregarme todos tus secretos.

―No abras los ojos ―dice.

Imita la voz de los amos y encuentra un mórbido placer en ello. Se acerca hasta el oído de Xiao Xingchen.

―Daozhang ―murmura. Lo ve estremecerse―. Pídemelo. ―Uno de sus dedos pasea sobre la mejilla de Xiao Xingchen, qué piel tan suave, que inocencia tan grande y Xue Yang quiere abrirla en canal y pintarse con su sangre―. Cumpliré tus deseos.

La mano de Xiao Xingchen lo aferra en un abrazo torpe.

―Xue Yang.

―Suplica ―sigue, muy cerca de su oído. Hay un placer casi pecaminoso que se esconde en usar aquel tono, la voz de los amos―. Te daré aquello que no encuentras en el general, Daozhang.

Y la voz desesperada rompe el aire, con una inflexión y un tono que, hasta entonces, Xiao Xingchen nunca había pensado que sería capaz de usar.

Por favor.


Xue Yang quita las cintas de su cinturón una a una, con paciencia, consciente de la mirada de Xiao Xingchen sobre sus manos.

Sentado a un borde de su lecho, como una muñeca de porcelana en espera de su sentencia de muerte.

Las manos le tiemblan, aunque pretenda esconderlo.

Xue Yang se acerca entonces y acerca una de las cintas hasta sus ojos. Xiao Xingchen lo ve con ojos grandes, temerosos, pero no se niega cuando Xue Yang los cubre con la tela negra, que ata con cuidado en la parte posterior de su cabeza.

Después, sus dedos recorren su mejilla para detenerse en sus labios.

―Ah, Daozhang, puedes pretender que soy alguien más ―le dice―. O puedes intentarlo, pero quizá nunca seas capaz de olvidar aquello que no encuentras en otros.

Y Xiao Xingchen tiembla bajo su toque.

Confía en mí, Daozhang, y seré tu placer y tu perdición, todo junto y entrelazado, Daozhang.

Xue Yang lo hace recostarse en su lecho y algo se remueve dentro de él al pensar que lo tiene en la palma de su mano. Se acomoda a horcajadas sobre él y se inclina hasta su oído.

―Pon las manos en la cabecera. ―El ceño de Xiao Xingchen se frunce, inseguro. Pero Xue Yang sabe cómo solucionar aquel momento de incertidumbre―. Daozhang.

Y Xiao Xingchen lo hace.

Y Xue Yang ata sus muñecas con delicadeza con otra de las cintas que quitó del cinturón.

Y luego, por fin, lo besa. Xiao Xingchen intenta seguirle el ritmo, pero Xue Yang es de los que quiere engullirlo todo en un segundo, de los que es todo lengua, dientes y labios insaciables. Xue Yang es de los que no esperan y Xiao Xingchen acaba rindiéndose a aquello.

―Ah, Daozhang.

Y los dientes de Xiao Xingchen se aprietan, intentando ocultar un sonido revelador.

―¿Qué se siente, Daozhang? ―pregunta Xue Yang al tiempo que sus hábiles dedos deshacen el nudo del cinturón de su hanfu blanco. Contiene a duras penas el impulso de romper su ropa en jirones y destrozarlo todo a su alrededor―. Suplicarle a alguien como yo. ―Intenta que sus dedos sean cuidados al ir abriendo las capas de su ropa, al tocar su pecho por primera vez. Lo ve estremecerse bajo el toque y se pregunta si alguna vez ha deseado sentir aquello con Song Zichen―. Qué se siente, Daozhang, estar a mi merced.

―Xue Yang… ―Su respiración es agitada.

―¿Harías lo que te pidiera? ¿Te pondrás de rodillas ante mí? ―Y Xiao Xingchen suelta un chillido que más bien parece un gemido―. ¿Besarías mis pies, Daozhang? ―Y sus dedos vuelven a sus labios, un largo momento antes de que se incline a besarlo de nuevo―. Dime, Daozhang. Dime lo que serías capaz de hacer y te lo pediré.

Los labios de Xiao Xingchen tiemblan de nuevo. Una lágrima escapa de la venda en sus ojos y Xue Yang la retira de sus mejillas con su lengua.

Tras eso, la confesión.

―Creo que lo haría todo, Xue Yang ―murmura, soltando un suspiro―; ¿no es acaso aterrador?


Notas de este capítulo:

1) En esta casa apoyamos el deseo de Xiao Xingchen de que Xue Yang lo haga pedacitos y luego lo vuelva a armar.

2) Pero nos falta una pieza del rompecabezas y se llama Song Lan.


Andrea Poulain