Capítulo 9: La piel de Xiao Xingchen


Song Lan no supo cómo reaccionar ante las marcas de las mordidas en los hombros de Xiao Xingchen la primera vez que las vio. Tan sólo atinó a besarlas, una a una, y Xiao Xingchen le apretó la mano fuerte, muy fuerte y Song Lan pensó que él nunca lo había mordido tan fuerte ni había marcado sus dientes con tanta saña. Pero no dijo nada, porque la mano de Xiao Xingchen lo apretó y él ha aprendido a leer sus gestos. Sus ojos cerrados, sus ojos abiertos, su mirada siempre.

No es hasta días después que se dirige hasta los cuartos en los que duerme Xue Yang, y lo encuentra sobre los bordes de la fuente del patio más cercano. No es demasiado lejos de los aposentos que están asignados a Xiao Xingchen, en una zona olvidada de la fortaleza.

Xue Yang sonríe a medias cuando lo ve.

―General.

―Vi tus marcas en el cuerpo de mi esposo.

Song Lan no puede evitar ir al grano. No sabe si eso desconcierta a Xue Yang, que sólo atina a alzar una ceja curiosa, evaluando la situación.

―¿Y?

Xue Yang se pone en pie. Se muestra erguido, pero aun así Song Lan le saca más de media cabeza.

―Solo vine a asegurarme de que fueras sincero.

―¿Acaso importa? ―pregunta Xue Yang―. Xiao Xingchen obtuvo lo que quería. No tuvo más que pedirlo por favor, General.

―Importa ―responde Song Lan y entorna los ojos― porque Xingchen pone todo su corazón en sus afectos.

Xue Yang se ríe. Tiene el descaro de reírse, de alzar su rostro y entregarle su risa al cielo. Y Song Lan no puede soportarlo y agarra el cuello de su hanfu para acercarlo hacia sí en un gesto brusco.

―Importa, Xue Yang, porque destrozaré a aquel que rompa su corazón.

Y la risa se detiene y Xue Yang parece analizar su expresión de pocos amigos. Aprieta los labios un momento antes de decir algo, alzando su cabeza; clava sus ojos en Song Lan. No responde, sólo cambia el curso de la conversación.

―General, ¿ha oído a Daozhang suplicar?

Song Lan lo suelta de golpe y Xue Yang trastabilla con un paso hacia atrás.

―¿Ha escuchado su voz entre gemido y desesperación, General?

Xue Yang no tiene piedad alguna, comprende Song Lan apenas unos segundos después.

―¿Ha gemido su nombre, General, como si estuviera rezándole a los dioses?

Song Lan calla. Aprieta los labios, porque Xue Yang no tiene ningún derecho a decir todo eso. Pero suelta palabra tras palabra y las deja estrellarse en el suelo, una tras otra tras otra. Xiao Xingchen nunca le ha suplicado, piensa Song Lan; nunca lo ha necesitado. Pero él tampoco nunca ha dejado tales marcas en su piel. Sus dedos son siempre delicados al recorrer su piel, del modo como si recorriera la tela más fina, más tersa. Traga saliva y recuerda los moretones que dejaron los dientes de otro en la piel clara, apenas bronceada, de Xiao Xingchen.

La marca que Xue Yang había dejado a su paso.

―¿Eres sincero?

―¿Y qué importa, General? ―Xue Yang le entrega una sonrisa a medias, taimada―. Si todos obtenemos lo que deseamos, qué importa.

Song Lan vuelve a jalarlo por el cuello del hanfu.

―Si Xingchen suelta una sola lágrima de tristeza por su culpa, Xue Yang, vas a lamentarlo.

Xue Yang estira un poco más la sonrisa hacia un lado, antes de responderle.

―¿Y si son de placer, General?


A Song Lan no le cuesta mantener las apariencias cuando sabe que tiene que interpretar el papel del general del norte. Mira los mapas, escucha a otros. Revisa una y otra vez las misivas que llegan de distintos puntos del desierto y dicta los informes. Llena su día de actividades sin importancia, pequeñas cosas de una larga lista. No quiere pensar en Xue Yang ni en su descaro. No quiere imaginarse cuál es su expresión cuando muerte a Xiao Xingchen hasta dejar su piel marcada. Quiere que pase el día y que el antiguo esclavo no ocupe su mente de una manera tan apremiante, que la sonrisa de Xue Yang ―mueca desvergonzada― al intentar provocarlo.

Espera a que sea de noche y, quizá, si tiene suerte, Xiao Xingchen toqué a su puerta.

Hace semanas que no se atreve a acortar la distancia entre el pabellón en el que se aloja Xiao Xingchen y correr las cortinas, asomarse y pedir permiso para entrar.

Lo ha hecho desde el día que se casaron.

El día que acompañó a un Xingchen vestido de rojo ―la única vez que lo ha visto abandonar su tradicional blanco― y se arrodilló para descalzarlo e invitarlo a su nuevo hogar. Para él, aun sin haberse enamorado aún, Song Lan eligió el pabellón más fresco de toda la fortaleza, con el patio que le pareció más bello y mejor iluminado. Le extendió una mano en ese entonces y le dijo «bienvenido» y poco más tarde estaba enamorado de él.

Nunca ha entrado allí sin esperar que Xingchen diga que sí, que está bien.

Siempre ha tratado ese espacio como sagrado, como un templo, el templo de la esposa del general del norte. Un lugar donde no se puede hacer otra cosa sino rendirle pleitesía. Hace tiempo que no va.

No le extraña cuando las cortinas se corren en sus propios aposentos, cuando Xiao Xingchen se aproxima al dosel de la cama y corre también los tules que se encargan de hacer que el lecho esté más fresco y que la arena que se cuela en los patios no se meta entre las sábanas.

―Song Lan ―musita.

No espera a que el general diga nada cuando se quita el cinturón y lo deja caer aún lado. Cuando poco a poco va tirando las capas de tela que conforman el hanfu, hasta quedar con la piel pálida frente a él.

Y las marcas. Los dientes de Xue Yang en su torso, en sus muslos, en sus caderas.

Son más que otras veces y Xiao Xingchen parece querer enseñarlas, aunque sus mejillas arden como el color de los melocotones.

―Xingchen. ―Song Lan se pone en pie.

―Hazlo tú también ―musita Xiao Xingchen―. Aunque sea una vez.

―¿Qué?

Pero Song Lan ya lo sabe. Ver a una de las manos de Xiao Xingchen aproximarse hasta las marcas de los dientes de Xue Yang no lo sorprende en lo más absoluto.

―Una vez ―musita, casi suplicando―. No quiero que en mi cuerpo sólo estén sus marcas. Zichen… no quiero… ―Y su voz se corta. Parece turbado, muy poco Xingchen, como la vez que le rogó que lo llamada «Daozhang»―. Por favor. ―Y Song Lan no ha oído jamás una súplica como esta.

«General, ¿ha oído a Daozhang suplicar?»

―Xingchen.

Song Lan supo, desde la primera vez que alzó la mirada y se encontró con que ya no sabía cómo vivir sin los ojos de Xiao Xingchen buscándolo en medio del universo, que cumpliría todos sus deseos.

Cuando se aproxima y lo estrecha entre sus brazos ya sabe que también va a cumplirle aquel.

―Zichen…

Y él lleva sus labios a sus hombros, cerca de su cuello, en un lugar donde puede cubrirse con las telas de los hanfus pero que, también, en un descuido puede asomarse cualquier marca y espera un momento. Quiere un «sí», un «por favor», la confirmación que sea.

Y Xiao Xingchen echa la cabeza hacia atrás y parece atragantarse con su propia súplica.

«General, ¿ha oído a Daozhang suplicar?»

Por favor.


Es apenas unas noches después que Song Lan se atreve a caminar con una lámpara de aceite en sus manos, dirigirse hasta el pabellón más bonito de toda la fortaleza, con el patio mejor iluminado de todos. Las noches en el desierto son frías y los vientos terribles. La luna se cierne sobre su camino y su cabeza; las estrellas se asoman y lo miran hasta que llega a su destino.

Espera en el marco de la puerta un momento, hasta que Xiao Xingchen se acerca hasta él y le extiende una mano y, cuando Song Lan la toma, lo arrastra dentro.

Song Lan está seguro de que aquellos que llaman «la esposa del general de norte» a Xingchen de manera insultante no imaginan que el príncipe se ríe de ellos mientras va dejando las piezas del hanfu regado por el piso y jala el cinturón de Song Lan con una prisa inusitada y se ríe, más fresco que días atrás, más aliviado que nunca ―quizá al ver a su marido de nuevo en aquellos aposentos, en aquel pabellón― y sonríe un poquito de lado, un poco tímido.

―¿Acaso no soy una buena esposa, mi general?

Song Lan lo jala antes de que tenga oportunidad de sentarse al borde del lecho y le rodea la cintura con los brazos.

No dice nada, no necesita responder. Su corazón se calienta al ver a Xiao Xingchen tan aliviado, al comprender que aquel sigue siendo el templo que erigió en su mente y Xiao Xingchen sigue estando en sus brazos, como siempre.

―Xingchen, prométeme algo ―musitó, en la oreja de su esposo―. Por favor, agrega.

―¿Qué?

―Ven a mí si te rompe el corazón ―dice Song Lan―, ven a mis brazos si él se atreve a hacerlo añicos. No prometo arreglarlo. Pero… ―Lo aprieta contra sí―. Nunca te reprocharé nada si me pides que te abrace muy fuerte, si me pides que te cuide, si me pides… Lo que sea.

Xiao Xingchen se tensa un momento.

―No te reprocharé nada, nunca ―insiste Song Lan, pero Xiao Xingchen se separa de todos modos y pone sus manos en los hombros del general, marcando una clara distancia.

―¿Crees que me rompa el corazón?

―No lo sé. ―Song Lan se encoge de hombros. El romance es terreno desconocido e incierto, nunca lo ha comprendido, pero entiende cómo late su corazón cuando mira a Xiao Xingchen―. El amor, Xingchen…, uno camina a ciegas. Y sin embargo…, vamos con la certeza de que otros no romperán nuestras partes más frágiles.

A Xiao Xingchen le tiembla el labio cuando vuelve a hablar. Song Lan, acostumbrado a ver siempre tranquilo y en dominio de sí mismo, se extraña.

―¿Y si uno quisiera ser destrozado, Zichen?, ¿si uno buscara que lo rompieran poco a poco hasta juntar todos los pedazos con cuidado y ternura, Zichen?


Notas de este capítulo:

1) Sí, yo también llevo dos capítulos preguntándome qué está pensando Xiao Xingchen, lo bueno es que ya en el siguiente toca desentrañar un poco lo que ocurre en su cabecita. Y tengo miedo.


Andrea Poulain