Capítulo 10: Las manos de Xue Yang


A Xue Yang le gusta torturarlo a preguntas. Le gusta interrogarlo sobre lo que siente como si no lo entendiera, como si Xiao Xingchen no se hubiera expuesto una y otra vez ante él, como si no tuviera la piel llena de sus mordidas, marcada una y otra vez.

―Esta no es mía ―hace notar Xue Yang.

Entre sus obsesiones es recordar cada una, su forma, su posición, la manera en la que pintan la piel pálida de Xiao Xingchen, que se mira en pequeños espejos intentando desentrañar el mapa que Xue Yang ya dejado en su piel.

―No.

―¿El general no lo consideró humillante, Daozhang? ―Y Xue Yang aprieta allí su dedo al tiempo que Xiao Xingchen cierra los ojos―. ¿No lo consideras tú humillante, Daozhang? Ser marcado de esta manera… Tu piel mancillada.

No responde.

Xue Yang disfruta torturarlo, buscar sus contradicciones, exponerlas frente a él, extenderlas como un tapiz decorativo ante sus ojos, aprovecharlas, usarlas, alimentarse con ellas, llenar el aire, volverlo contradicción misma. Y Xiao Xingchen nunca se lo niega, porque tarde que temprano, Xue Yang le recorre la piel entera con sus manos, le pone la venda en los ojos y lo deja pretender que está muy lejos de allí, sus labios recorren su piel, su pecho, su vientre, sus muslos.

En sus momentos más mezquinos, Xiao Xingchen piensa que todo sería más fácil si con Song Lan sintiera lo mismo. Si su piel se erizara de la misma manera que cuando Xue Yang lo llama Daozhang y jala su cabello y lo obliga a suplicar; si no recurriera a otro ―y es cruel, porque no está usando a Xue Yang: lo que siente es muy real y tan aterrador que se lo está comiendo por dentro―. Pero lo que siente con Song Lan es un tipo de entrega diferente; siente la tentación de provocarlo todo lo posible, suplicarle todo lo posible, llevarlo a sus límites bajo la promesa de aquel amor apacible que han construido con los años. Tentar la sencilla tranquilidad en la que viven, mancillar su paz.

Xue Yang, en cambio, es la flama de lo ínfimo, el aquí, el ahora, el destrozo inminente.

―Ah, Daozhang, qué pensarían otros de ti si supieran el tono de tu voz en la cama, si vieran la piel llena de marcas, si vieran la manera en la que te entregas.

―Xue Yang…

Y parece súplica, pero Xiao Xingchen nunca le dice que pare.

Allí, entre las sábanas de Xue Yang, no es un héroe más que de nombre y honorífico. Piensa que el equilibrio se queda en la puerta, porque en aquella habitación no lo hay: las manos de Xue Yang en su cuerpo son arrojarse al abismo, ese momento infinito a media caída antes de tocar el suelo.

―Qué pensarían, Daozhang, si te vieran suplicándole a un esclavo.

«No lo eres, Xue Yang, no lo eres». Si tuviera fuerzas, si sus manos no estuvieran atadas al dosel de la cama, si las manos de Xue Yang no estuvieran recorriendo sus muslos, una y otra vez, quizá intentaría abrazarlo hasta el punto del rechazo, hasta que pataleara intentando zafarse y se lo diría una y otra vez: «No lo eres, Xue Yang».

Pero entiende también el juego, la retórica. Un príncipe y un esclavo. Ve las marcas en sus hombros. Es imposible no notar la peonia de los Jin grabada a fuego en su piel, la marca de la pertenencia. A los esclavos los regalan como regalan mantas, vasijas, juegos de té. Los venden como venden costales de grano. Si el rey de reyes, Jin Guangyao, no lo hubiera arrojado a las calles, Xue Yang seguiría a sus pies y aquella peonia causada por el hierro candente seguiría siendo un grillete más. Xiao Xingchen entiende el juego, el poder, aquella fantasía. El príncipe que se arrodilla, que acepta pertenecerle a alguien que no se tiene ni siquiera a sí mismo, aunque sea por un momento, una fracción en el tiempo.

―Ah, Daozhang, que pensaría el general, si oyera todo lo que te digo.

Siempre es la mención Song Lan quien rompe a Xiao Xingchen. Su desconocimiento: que quizá imagina por qué Xiao Xingchen busca también la cama de otro con desesperación y con un amor que lo desborda y amenaza con romperlo desde las entrañas hasta la piel, pero no lo sabe.

―No ―dice, cerrando sus ojos, y sus labios tiemblan. Las manos de Xue Yang se detienen.

―¿No?

Siente tan sólo el cuerpo sentado a horcajadas sobre él, pero no hay casi peso sobre él, extraña por un momento los dedos de Xue Yang, en viaje desde sus muslos a su pecho, ignorando deliberadamente otras partes de su cuerpo. Dónde están, a dónde han ido.

―No lo menciones así ―dice y sus labios vuelven a temblar―; al general, no así…

Cuando abre los ojos, Xue Yang sonríe.

―Tus deseos son órdenes, Daozhang ―le dice. Pero sonríe de lado, en una mueca cruel. Se inclina ante su cuello―. Lo he pensado muchas veces, Daozhang, pero no se me ocurre ningún poema con ningún héroe como tú. ―Xiao Xingchen siente la lengua de Xue Yang en el lóbulo de su oreja y se estremece―. No se me ocurre otro que acceda a entregarse ―y es ahí cuando sus labios se encuentran en su cuello y a Xiao Xingchen le maravilla cómo es que el rostro de Xue Yang encaja en su anatomía, como la pieza faltante de un rompecabezas― a alguien como yo, Daozhang.

―Xue Yang, por favor…

Los dientes de Xue Yang atrapan un pedazo de la piel de su cuello, sin hacerle daño, sin apretar, y lo sueltan un momento después.

―Dime que sí, Daozhang, y todos podrán verlo. Y entonces me pertenecerás, Daozhang.

Xiao Xingchen vuelve a cerrar los ojos.

Lo considera un momento, pero la desesperación le gana.

―Sí, Xue Yang, tan solo… por favor…

No reconoce su tono de voz cuando suplica, ni su gemido cuando Xue Yang entierra los dientes. Podría creer que es otra persona si no sintiera la vibración en sus cuerdas vocales.

―Daozhang, y si alguien se lo pregunta… ―una pausa casi cruel y Xiao Xingchen se niega a abrir los ojos―, sabes lo que asumirán, ¿no?

«Que son del general», musita. «Que fue Song Lan, Zichen…».

El juego de la mentira. Si sus manos no estuvieran atadas al dosel de la cama, si pudiera moverlas, si no fuera presa gustosa del placer de Xue Yang, le enterraría las uñas en los omóplatos hasta sacarle sangre. Para si quiera, aunque fuera un momento, ver el rasguño y pensar que sí, que estuvo allí y no es un sueño.


Xiao Xingchen sólo escucha los murmullos un par de días, antes de que Song Lan los acalle con miradas que amenazan a los soldados. Luego, aunque no escuche sus voces, siente sus miradas. En todos aquellos años, Song Lan y él siempre habían sido demasiado correctos, siempre habían seguido todos los protocolos. Xiao Xingchen siempre lo había recibido cuando se quedaba atrás. «Estábamos esperándote, mi general», dicho con un tono cariñoso en el que siempre habían comunicado su amor cuando no estaban solos. Los abrazos siempre eran escasos, aun cuando nadie dudaba del amor que se profesaban.

Pero las marcas son nuevas.

Xiao Xingchen no intenta esconderla y Song Lan tampoco comenta, aunque, una de esas noches, la ve por un momento demasiado largo antes de atreverse a inclinar sus labios y besarla.

Después de eso, Xiao Xingchen hunde la cara en su cuello y le ruega por otra. «Que no esté sólo él en mi piel». No sabe lo que busca. Quizá la certeza de pertenecerle a ambos y de saber que son suyos a la vez. Es una desesperación que se le ha alojado debajo de la piel y de la que no puede deshacerse.

Durante aquellos días, no hay muchas cosas que hacer en la fortaleza del norte. Una estación empieza a suceder a otra y el aire cambia. El calor se hace más insoportable con cada día que pasa, si cabe, y las telas de los hanfus blancos de Xiao Xingchen se vuelven más livianas, más frescas y ondean tras su caminar dejando una estela etérea detrás de él. Contrasta con Song Lan, que viste hanfus elegantes de color oscuro con mangas amplias que lo protegen de la arena, aquello que se espera de un general. Contrasta también con Xue Yang, que viste ropas mucho más sencillas, pero que se ha apropiado de los grises y de los azules.

«Quien adivinaría lo que eres bajo esa capa de pureza en la que todos te perciben, Daozhang; quizá pensarían que te han hechizado, que alguien más te controla…, pero no, Daozhang. Tú sí sabes lo que eres y que en la voz que suplica con desesperación entregarse a mí no hay mentira ni engaño».

Es el Xiao Xingchen que le ruega a Xue Yang cosas que otros ni siquiera se atreven a pronunciar, el que permite que amarre sus manos al dosel de la cama y juegue con él hasta quedar satisfecho; el Xiao Xingchen que ruega porque Song Lan deje también sus propias marcas sobre su piel; el Xiao Xingchen que tiembla de anticipación bajo las manos de Xue Yang; el que llama «Zichen» a Song Lan con un tono en el que guarda toda la ternura; el Xiao Xingchen que, con pasos firmes y las mangas ondeantes del hanfu a sus espaldas se aproxima hasta los patios del pabellón en el que se aloja Xue Yang y se sienta en los jardines, bajo las sombras de los pequeños kioscos construidos al centro para protegerse del sol y lee en voz alta, esperando con ello evocar a Xue Yang.

Nunca tarda demasiado en salir de dónde quiera que esté y sentarse a la distancia.

Aquella tarde se queda en el piso de los pasillos, bajo una de las columnas.

Xiao Xingchen alza la mirada al escucharlo.

―Xue Yang.

―Daozhang.

Y después sigue leyendo sin detenerse todas las historias y los viejos poemas sobre los viejos daozhangs que caminaron por el mundo. Y de repente los versos le parecen vacíos, pequeños, insignificantes.

De repente en ninguno cabe la pasión que se esconde en una súplica sincera, el amor que se ha instalado entre sus costillas, amenazando con destrozarlo. De repente los poetas que antes explicaban sus sueños le parecen lejanos y sus palabras no lo llevan a ningún lado.

Pero a veces sus ojos se detienen en un verso y entiende a los poetas y comprende que las palabras que recientemente lo esquivan tanto no son una mentira.

Los héroes pierden el sueño por aquellos a quienes aman y Xiao Xingchen los comprende, porque ha pasado noches en vela torturado por sus propios afectos. Nunca el amor fue tan cruel, tan hermoso.

El sonido de los pasos lo detiene.

Alza la vista y se sorprende de encontrar a Song Lan mirándolo, desde la entrada de aquel pabellón.

En sus ojos hay una pregunta.

―Mi general ―dice.

No «Zichen», como es costumbre cuando están solos. No «Song Lan», como en la desesperación.

«Mi general», con una pequeña nota de cariño que sólo él y Song Lan saben interpretar. Una pequeña nota en la que cabe el universo entero, porque tan sólo la inmensidad podría entender lo que tiene Xiao Xingchen dentro de su corazón.

―Xingchen.

Nadie dice nada más.

Los ojos de Song Lan se desvían hasta Xue Yang y clava en él sus ojos. Lo mira un momento demasiado largo. Parece evaluarlo. Y al final, tan sólo lo imita y se sienta protegiéndose del sol en la sombra de una de las columnas.

Y Xiao Xingchen vuelve su vista a los caracteres del libro nuevamente y su voz se eleva en el aire otra vez. Y los poetas hablan de héroes y amantes y otros tiempos y se mezclan las mentiras con las verdades hasta que Xiao Xingchen es incapaz de distinguir el engaño de las realidades. Y tan sólo piensa en su piel y en los labios de Song Lan en ella y en las manos de Xue Yang al recorrerla y lo único que desea es pertenecerles tanto como ellos le pertenecen a él.

Es aterrador.

El príncipe está mirando al abismo y el abismo le devuelve la mirada.

La certeza de saber hasta donde podría llegar por amor, lo que se esconde en sus deseos, las cosas por las que desearía suplicar. La absoluta seguridad de que no le importaría que lo destrozaran una y otra vez siempre que volvieran a unir cada una de sus partes a besos.

El abismo y la caída, el infinito entre un segundo y otro, el universo que cabe en la eternidad. Xiao Xingchen se está ahogando de sentirlo todo.

Alza la mirada. Xue Yang lo mira con su habitual sonrisa a medias. Song Lan lo mira con una expresión neutra, pero Xiao Xingchen sabe leer el cariño en todas sus expresiones. Si no hubiera una voz que lo obligara a mesurarse, el príncipe se pondría de rodillas ante ambos.

El todo lo está destrozando por dentro; que los poetas sean sus testigos.


Notas de este capítulo:

1) Bueno, no mentiré, la cabeza de Xiao Xingchen en este estado es siempre la más complicada de todas. Xue Yang es unhinged, pero de un unhinged que ya espero. En cambio, mientras estoy escribiendo a Xiao Xingchen, siempre hay cosas que me sorprenden.

2) Y bueno, ahorita estamos en la calma, hay que disfrutar.


Andrea Poulain