Capítulo 11: La marca de un esclavo
Es imposible no notar lo mucho que lo siguen los ojos del general desde que se acuesta con su esposo, desde que Xiao Xingchen le suplica al oído.
Y una cosa es Xiao Xingchen, porque es un placer que Xue Yang puede permitirse sin mayores consecuencias, pero otra cosa es el general. Jin Guangyao quiere verlo arruinado para poder apoderarse de lo que sea ―o crea― que ocurre en los túmulos funerarios. Así que Xue Yang lo deja que mire y lo provoca todas las veces que sea necesario, recordándole cómo suplica su marido, pero manteniendo una distancia previsora, cuidadosa.
Quiero tus secretos, general.
Guarda bajo llave las tentaciones, como siempre lo ha hecho cuando ha sido necesario.
Necesita sobrevivir. Un día, Jin Guangyao reclamará resultados.
Lo aterrador de Jin Guangyao no es lo lejos que puede llegar su crueldad, sino su habilidad para esconderlo. «Somos parecidos, Chengmei, ¿no? Ambos somos monstruos». Y la sonrisa, siempre cuidada, ensayada. «Te entiendo, Xue Yang, y es esa la razón por la que te rendirás ante mí».
Con Jin Guangyao, Xue Yang aprendió todas las formas en las que su cuerpo podía sentir dolor. Si Wen Rouhan había sido un amo cruel, Jin Guangyao era, además, metódico.
«Siempre he pensado que la manera más efectiva para crear a un torturador, Xue Yang, es mostrarle los métodos en su propia piel». Nunca se había aplicado el consejo, que él supiera, pero tampoco había defraudado. Xue Yang había visto como otros menos tercos y mucho más aterrados le habían rogado que los matara. Pero él sólo había respondido con una mirada retadora, un atrévete si puedes.
La mirada de un niño al que un hombre llamado Chang Ping había capturado demasiado joven con la promesa de darle un plato completo de dulces y luego había procedido a azotar hasta apagar toda esperanza. Xue Yang intentó escapar de todos modos aquella vez, porque el sabor de la libertad se le había atorado en la garganta; era reciente y todavía glorioso. Pero era un niño, y Chang Ping lo había encontrado. Ordenó que alguien lo sujetara allí mismo, con la cabeza metida en el lodo y una mano estirada y le había pulverizado un meñique entre gritos de dolor.
«Un dedo por cada vez que lo intentes».
Nunca volvió a intentarlo.
Se acostumbró al dolor y a la humillación y dejó de sentirlo todo, se entregó al cinismo por la supervivencia. Se cobijó en la crueldad porque la entendía.
Jin Guangyao nunca tuvo una oportunidad de ser visto como una deidad, pero no por ello dejó de intentarlo. Nunca lo olvides, Chengmei, siempre serás mío.
Tiene que descubrir si Song Lan sabe más de lo que aparenta sobre el norte. Pero eso significa enfrentarse a sus ojos inquisitivos y penetrantes, casi insoportables. Aquel hombre podría destrozarlo y hacerlo pedazos si deseara; Xue Yang probablemente lucharía con uñas y dientes, pero nunca podría evitarlo; si Song Lan quisiera romper uno a uno sus huesos, podría lograrlo, si tan sólo supiera que juega con dos bandos, si intuyera, por algún momento, que Xue Yang puede hacerle daño a Xiao Xingchen.
Quizá por eso lo humilla con más saña y muerde más fuerte y se le llenan los dientes de sangre con sabor a metal y a sal.
Y Xiao Xingchen lo mira sin mirar detrás de una venda en los ojos y sus labios tiemblan cuando dice «gracias» y sus lágrimas corren por sus mejillas formando un mapa sobre si piel que Xue Yang desaparece con la lengua.
Xiao Xingchen es aterrador.
Su pasión y su desesperación no le caben bajo la piel. Amenazan con explotar en algún lugar al interior de sus costillas cuando su pecho sube y baja y pide «por favor, por favor» sin saber qué está pidiendo.
Y a veces llega con un libro y el hanfu blanco que ondea tras él y se sienta a leer en voz alta y Xue Yang escucha, recargado contra una columna, contando el tiempo que le queda.
Un día, Jin Guangyao volverá a reclamar aquello que le pertenece; la peonia sobre su hombro volverá a arder y aquella fantasía de libertad terminará sin haber comenzado nunca. «¿Qué se siente, Xiao Xingchen, cuando te entregas a un esclavo?». Nunca ha sido una mentira.
Aquella tarde, Xiao Xingchen lo detiene antes de que tenga tiempo de vendarle los ojos.
―Ahora no ―pide.
Y sus ojos lo miran suplicantes.
―Cómo quieras, Daozhang.
Más tarde lo hará pagar por aquella petición, cuando Xiao Xingchen no soporte verlo a la cara y Xue Yang se lo pida una y otra vez. «Mírame, Daozhang, mírame».
Pero ahora no.
El hanfu le cuelga a Xiao Xingchen de los hombros, dejándolos al descubierto. Su piel es como porcelana, lisa, perfecta, sin ninguna imperfección. A pesar de haber crecido en la montaña, en los parajes en los que vivía la princesa ermitaña Baoshan-sanren y de haber aprendido a pelear con la espada, sus manos aún son las delicadas manos de un príncipe y su piel clara, lisa tersa es justo la piel que Xue Yang ansía dejar marcada.
Pero aquella vez Xiao Xingchen es más rápido y deshace el cinturón de su hanfu para dejarlo caer también y exponer sus hombros.
Allí donde hay una peonia a fuego y una cicatriz donde antes estuvo el sol de los Wen.
Xiao Xingchen se queda mirando la peonia un momento muy largo y luego toma la mano de Xue Yang, esa en donde usa el guante que simula que tiene cinco dedos aún.
―¿Puedo?
―¿Qué harás, Daozhang?
―¿Puedo? ―insiste Xiao Xingchen. Pregunta con el tono de la súplica.
Y, Xue Yang jura a los cielos, le daría lo que pidiera. Por eso responde.
―Sí.
Y Xiao Xingchen le besa el dorso de la mano como a los grandes señores, como un príncipe no haría nunca con alguien como él. Y recorre su brazo, siguiendo el camino de las venas y las pequeñas cicatrices. Xue Yang se mantiene impasible hasta que los dedos de Xiao Xingchen llegan a la marca a fuego.
―Daozhang.
―¿Duele?
Quiere reírse por la profunda ingenuidad de la inocencia. Xiao Xingchen ya sabe la respuesta, y, sin embargo, quiere obligarlo a decirla, obligarse a escucharla.
Pero la respuesta es simple:
―Fue la segunda, Daozhang.
―¿Duele? ―insiste Xiao Xingchen.
―La esperas ―dice Xue Yang―. Y quizá no duele menos, pero es un dolor que esperas. ―Jala su brazo, arrebatándoselo a Xiao Xingchen―. Eso lo vuelve soportable, ¿no? ―Lo empuja para que caiga de espaldas en la cama―. ¿No esperas tú sentir mis dientes en piel? ¿No esperas el dolor del placer, Daozhang?
Xue Yang se inclina sobre el vientre de Xiao Xingchen, pero el príncipe lo detiene.
―No es lo mismo.
―¿Y qué sabrás tú, Daozhang? ―pregunta Xue Yang―. ¿Qué sabrás tú del hierro ardiente y de la humillación, de la manera en la que te obligan a arrodillarte y te amordazan para no tener que oír tus gritos?
Y Xue Yang se mueve de tal modo que puede sentarse a horcajadas sobre el príncipe y atrapar sus muñecas y dejarlas inmóviles.
―¿Qué sabrás tú, Daozhang? Lo hacen tantas veces que es un proceso mecánico. ¿Quieres escuchar cómo fue la primera vez? ―Se inclina en su oído y quizá es sólo crueldad lo que lo empuja a soltar todo aquello, pero los ojos de Xiao Xingchen no lo detienen. Sólo lo miran fijo, cristalino, con tanta claridad por primera vez desde que se arrodilló ante él―. ¿Sabes lo que pesa un grillete de hierro en tu cuello, Daozhang? ¿Sabes el estado en que quedan las muñecas de un ser humano después de pasar tanto tiempo encadenadas? ¿Los tobillos?
―Xue Yang…
La voz de Xiao Xingchen suena un poco rota y a Xue Yang lo aterra pensar que siente lástima.
―Podría hacerte sentir la manera en que sujetan tu cuello para que el dolor no te haga retorcerte, Daozhang ―musita Xue Yang, tan cruel como impasible―, la manera en que agarran tu nuca hasta dejarte los dedos clavados. Nunca sería tan cruel como para demostrarte la manera en que amordazan a un esclavo, Daozhang, sin embargo. ―Y muerde el lóbulo de su oreja antes de seguir hablando―: Me gusta escuchar cuando suplicas, Daozhang.
―Xue Yang…
―Al principio, Daozhang, cuando el hierro se posa en tu piel, no se siente nada. Es tan solo un momento, más pequeño que un parpadeo. Y luego duele todo, Daozhang, duelen hasta los huesos de la tensión, de la manera en que se aseguran de que no puedas moverte ni un poco en las cadenas. ¿Qué sabrías tú de eso, Daozhang ―pregunta Xue Yang, con una mueca que es sonrisa a medias―, a pesar de que ansías ser marcado con otros con tanta desesperación?
»Qué sabría, Daozhang, acaso, un príncipe que no ha conocido tal humillación.
―Xue Yang…
Y esa vez su voz se rompe en dos al pronunciar su nombre. Cuando Xue Yang levanta la cabeza para buscar sus ojos, los descubre cerrados, incapaces de mirarlo, pero ve la lágrima solitaria que camina por su mejilla.
Se inclina de nuevo.
―Mírame, Daozhang.
Nunca lo ha pedido con tanta fuerza. Pega su frente a la de Xiao Xingchen.
―Mírame, Daozhang ―repite.
Algo le duele en el pecho, entre las costillas. Arde y Xue Yang teme que los sentimientos no le quepan entre las vísceras.
Xiao Xingchen abre los ojos.
Lo mira claro, como es. A Xue Yang lo ahoga comprobar que no hay lástima en los ojos del príncipe. Sus manos dejan de apretar las muñecas de Xiao Xingchen y, sin querer, uno de sus brazos escapa el agarre.
―Hay algo aterrador, Xue Yang ―dice Xiao Xingchen―, ¿sabes? Sobre ti. Aceptaré todo el dolor que me ofrezcas. Lo haré mío, Xue Yang. ―Posa su mano sobre la mejilla del otro―. Qué aterrador puede ser el corazón, ¿no? Mirar al otro a la cara y decirle: acepto todo el dolor. Todo el placer, Xue Yang, todo el dolor.
Xue Yang curva los labios hacia un lado, en una mueca que intenta ser una sonrisa, pero no le sale.
Vuelve a inclinarse sobre el oído de Xiao Xingchen:
―Suplica por él entonces, Daozhang.
Notas de este capítulo:
1) Si hay que irnos al infierno, hay que irnos bien.
2) No sé qué planeaba en este capítulo, either way esto es lo que salió. Próximo capítulo: Song Lan tiene que entrar al panorama de Xue Yang. Con fuerza.
Andrea Poulain
