Capítulo 12: El príncipe suplicante
Song Lan encuentra a Xue Yang en todas partes; todos los pasillos, los patios, los pabellones, los campos de entrenamiento. Se siente perseguido y no hace nada para evitarlo.
A cambio, ve todas las marcas en la piel de Xiao Xingchen. No sólo cuando se acurruca a su lado, porque llega muy tarde, en la noche, con la mirada perdida, muy lejos de allí. «¿Puedo dormir aquí, Zichen?», pregunta, como si Song Lan fuera capaz de negarle algo en el mundo.
Amarlo es lo más simple que ha hecho en su mida.
Pero las marcas se asoman cuando Xiao Xingchen se estira para ofrecerle té, cuando pelean entrenando; se asoman entre sus mangas, en sus brazos, en las piernas. Los dientes de Xue Yang han recorrido ya todo el cuerpo de su marido y Song Lan las observa como la prueba de que no conoce todas las capas de su esposo.
Se deja seguir esperando encontrar una respuesta en Xue Yang, pero el joven nunca dice nada, nunca intenta revelar su presencia.
Hasta que Song Lan se desespera, hasta que decide que si la respuesta no viene a él se la sacará a la fuerza y la arrancará de su lengua.
Espera hasta estar en un pasillo deshabitado, donde sus soldados no puedan escuchar las barbaridades que salen de la boca del antiguo esclavo.
―Sé que estás allí, ¿sabes? ―A Song Lan sólo le responde el silencio, la nada―. ¿Qué quieres, Xue Yang? ¿Contarme de nuevo el tono de voz que usa mi esposo al gemir tu nombre?
Le responde la risa.
Xue Yang tiene una risa que gorgotea, se estrella contra el suelo; es especialmente irritante y sonríe al reír porque, Song Lan sospecha, aquellos eran placeres que no le estaban permitidos todo el tiempo cuando su vida dependía de los cambios de humor de Jin Guangyao.
―Song Zichen ―escucha y se da la vuelta.
Al menos, Xue Yang se molesta en revelar su posición.
―¿Y bien? ¿No fue suficiente una vez? ¿Aún quieres hablarme del cuerpo desnudo de mi marido como si no lo conociera entero, Xue Yang? ¿Cómo si no lo hubiera recorrido una y otra vez, con mis propias manos?
Qué diría Xiao Xingchen de escucharlo hablar así, de verlo perder los estribos, aún cuando él dio su bendición para todo lo que ahora ocurre bajo el techo de la fortaleza que custodia.
―Podrá ser la misma piel, Song Zichen ―dice Xue Yang―, pero nunca será el mismo gemido, el mismo placer, ¿acaso tienes idea de la cara que pone tu marido cuando jalo su cabello y él tiene su rostro enterrado entre mis piernas?
La risa, de nuevo. Ese gorgoteo irritante.
Song Lan empuja a Xue Yang contra la pared, una mano en su cuello.
―¿Acaso también deseas experimentarlo? ―Xue Yang sonríe a medias y alza una de sus manos, fingiendo tomar un mechón de Song Lan―. Con un cabello tan sedoso como el tuyo, Song Zichen…
Una mano de Song Lan en el cuello de Xue Yang. La otra se dirige hasta su peinado, allí donde se ata una parte del cabello a lo alto. Entierra sus dedos entre los mechones, sin hacer además de otra cosa.
―Oh, Xue Yang, ¿quién te dijo que no sería yo quien te haría todas esas cosas que le haces a mi esposo?
La risa, de nuevo insoportable.
―Si consigues que lo pida por favor, Song Zichen, incluso me pondría de rodillas.
Y ante la media sonrisa, tan orgullosa, en la cara de Xue Yang, Song Lan lo suelta, horrorizado de sus propias reacciones.
―¿Cómo es? ―pregunta, presa de su curiosidad.
―¿Song Lan?
―Xue Yang, cómo es.
No es el momento, cuando Xiao Xingchen está sentado encima de él y pasea sus largos dedos por su pecho.
―Diferente ―responde Xiao Xingchen. Song Lan puede notar que es evasivo, quizá a causa de la vergüenza, quizá porque no sabe que responder.
―¿Diferente?
Xiao Xingchen se estira y Song Lan alcanza a ver sus muslos y en ellos los dientes de otro. Estira sus brazos y Song Lan puede apreciar lo mismo que a Xue Yang le gusta usar los dientes sobre la tersa y blanca piel de su marido.
―Sólo diferente. No diferente mal, no diferente bien, sólo… diferente. ―La mirada de Xiao Xingchen se aleja, perdiéndose en la lejanía, buscando algo que no está en aquel momento―. Es extrañamente cuidadoso, aunque cree que no lo noto, porque sabe lo que el dolor puede hacerle a la piel.
»Es diabólico a veces, Zichen. Encuentra tus más profundos secretos, tan sólo escondidos entre tu piel y la nada. Te hace decirlos en voz alta. Te hace suplicar para obtenerlos… Zichen, no sé cómo describirlo. Es diferente.
―¿Diferente?
―Amarte fue sencillo. No tuviste que descubrir mis secretos, desee dártelos todos con el primer beso, el primer roce. Xue Yang es… diferente. Tu descubriste mi ser, Zichen, pero Xue Yang escarba hasta encontrar lo que estaba incluso oculto a tus ojos…
Xiao Xingchen se inclina y Song Lan siente su piel y sus labios a centímetros.
―Aterrador. Diferente. Así es Xue Yang.
La tentación está justo allí, ante sus ojos, en el cabello que cae como cortina entre ellos. Song Lan estira la mano y quita el palillo que sostiene un medio chongo. El cabello de Xiao Xingchen se desparrama y Song Lan entierra en el su mano.
―Ha intentado provocarme ―confiesa― hablándome de ti.
Xiao Xingchen se muerde los labios. Parece extrañamente inocente, como si no tuviera la piel llena de mordidas, como si Song Lan no lo conociera lo suficiente como para saber cuál es el tono de su voz en sus momentos más vulnerables, ahogado en placer.
―Xingchen, sabes que también puedes entregarme tus secretos. Los escucharé.
Xiao Xingchen ya sabe lo que está esperando la mano de Song Lan en su cabello y se rinde. Cierra los ojos y sus labios tiemblan cuando habla.
―Por favor.
Song Lan jala.
―Por favor, por favor, por favor… ―La voz de Xiao Xingchen se vuelve una plegaria―. Porfavorporfavor… ―Todo junto sin pausa―. No te atrevas a detenerte. Hazme lo que sea, lo que quieras. Lo que quieras, Zichen…
Xue Yang no dice mentiras y por eso, Song Lan le da la razón a Xiao Xingchen en que es aterrador. Puede ser el mismo cuerpo, la misma piel, el mismo gesto, pero el placer nunca es el mismo.
―¿Serás una buena esposa, Xingchen?
Xiao Xingchen aprieta los ojos, sus labios se entreabren en una mueca ya medio perdida.
―Tanto como desees, General. Por favor…, por favor.
Todo ese tiempo y el placer de Xiao Xingchen sigue siendo tan embriagante que Song Lan podría ahogarse en él.
Ah, Xingchen, tu nombre junto al mío, en las estrellas y en los labios de los poetas.
Song Lan siempre ha mantenido el norte con mano dura. Lo que sea que se esconde en los túmulos funerarios es demasiado peligroso como para que alguno de los reyes del desierto ponga sus manos sobre él. Lo que el Yiling Lazou se llevó a la tumba es tan terrible como para que los reinos del desierto se hayan destrozado por él.
―Song Zichen.
La voz lo sorprende, porque no es allí donde suele encontrar a Xue Yang, entre los rollos y los libros, hojeando algo.
―Xue Yang.
Intenta ver qué es lo que lee, pero el joven lo cierra de un golpe.
―¿Nunca ha tenido curiosidad? Estar tan cerca de los túmulos, de Yiling… ―Xue Yang guarda el libro en una de sus mangas―, ¿ver lo que el Yiling Lazou dejó para la posteridad?
No le interesa. Aquel lugar ya tiene suficientes lágrimas. Antes del control férreo que Song Lan estableció en el norte, poco después de la muerte de Yiling Lazou ―cuando sacaron al hermano menor de Lan Xichen prácticamente arrastrando, acusado de haber herido a los venerables de su reino y de haber protegido al Yiling Lazou, por lo que le esperaba un castigo ejemplar―, aquella tierra se abrió en dos y derramó la sangre y las lágrimas que no se habían terminado de derramar durante la Campaña para Derribar el Sol.
Jiang Wanyin destrozó el lugar, temiendo que el Yiling Lazou no hubiera muerto. No logró nada, pero dicen que aún hoy desconfía de cualquiera que sea capaz de usar los poderes del Yiling Lazou y que en su calabozo aún se escuchan los gritos de pobres desgraciados que cayeron en sus manos.
Jin Guangyao ―y Jin Guangshan antes de él― siempre ha insistido en revisar los túmulos. Song Zichen se ha negado, porque recuerda la sangre derramada, las lágrimas, los cuerpos de los últimos Wen que colgaron de las paredes de Ciudad Sin Noche.
―Ha causado ya un río de sangre ―responde―, ¿por qué me interesaría?
Xue Yang sonríe a medias. Xiao Xingchen tiene razón: qué aterradora sonrisa.
―Para ver si valió la pena, Song Zichen ―responde Xue Yang―, toda esa sangre qué brotó de la carótida de Ciudad Sin Noche.
Cuando no encuentra a Xiao Xingchen en su lecho, adivina dónde está.
Intenta que sus pasos no lo conduzcan hasta el patio en el que Xue Yang ha hecho su vida como perro faldero de su esposo, alejado de los soldados y los cuarteles, pero no puede evitarlo.
Escucha su voz al aproximarse a la puerta.
―Ah, Daozhang, suplicas hermoso.
—Por favor…
Se detiene al escucharlo.
La voz de Xiao Xingchen nunca ha estado tan rota y fragmentada como en ese momento. Nunca ha suplicado de aquella manera entre sus brazos.
―Qué dirían de ti los reyes del desierto, Daozhang, de saber que respondes así a las órdenes de un esclavo. Qué dirían si te vieran de esta manera, Daozhang, a mí merced, entre mis brazos.
―Xue Yang…
Y la risa. Gorgotea, aterradora. Se estrella de a poco en el piso y en la pared, retumba entre los silencios.
―Qué diría tu esposo, Daozhang, que sólo puede imaginarse lo que pasó cuando ve las marcas sobre tu piel y las recorre entre sus dedos.
―Xue Yang, no…
―¿Qué diría si supiera hasta dónde llega tu placer, Daozhang?
―Por favor…
La voz de Xiao Xingchen se rompe como se rompe un espejo en mil pedazos, con un estruendo que nunca dura el tiempo suficiente.
―Xue Yang, por favor.
―Qué diría si lo viera con sus propios ojos…
Song Lan sabe que está interrumpiendo un momento que nadie debería tener derecho a ver; se le antoja incluso profano el abrir la puerta y aún así lo hace, para encontrar la imagen del pecado en el lecho de Xue Yang.
Xiao Xingchen nunca se ha visto tan hermoso.
La primera vez que lo vio, con su hanfu blanco y su mirada inocente, sus facciones delicadas, su sonrisa cuidada, se le antojó ya de una hermosura sin igual. Cuando le quitó, pieza a pieza, el hanfu rojo que llevó el día de su boda, Song Lan se atrevió a pensar que no habría belleza igual sobre la tierra.
Se equivocó.
Xiao Xingchen que se muerde el labio para contener un gemido al tiempo que Xue Yang pasa tan sólo la yema de uno de sus dedos por sus muslos, negándole cualquier otro afecto.
Xiao Xingchen con el cabello deshecho, desparramado entre las sábanas.
Xiao Xingchen con una venda de color negro que le cubre los ojos.
Xiao Xingchen arqueando la espalda, intentando arañar cualquier otro tipo de caricia o de contacto.
Xiao Xingchen con la piel marcada con los dientes de Xue Yang, las manos fijas a la cabecera con dos cintas atadas a sus muñecas y los tobillos completando el cuadro, fijos al pie de la cama.
Aquel Xiao Xingchen que suplica, más allá de todo dolor y de todo placer. Nunca ha habido un Xiao Xingchen tan hermoso.
Xue Yang alza la cabeza cuando escucha la puerta abrirse y, después de la inicial confusión, sonríe al ver a Song Lan.
―Ah, Daozhang ―dice, torciendo los labios en una mueca―, todo aquello que no te atreves a decirle al general… ―pasa las yemas de los dedos por sus muslos, su vientre― y esa manera tan hermosa tuya de suplicar…, todo eso…, podrías mostrárselo. ―Xiao Xingchen se queda congelado y Song Lan nota el momento exacto en que sus brazos se tensan, aterrados―. ¿Cierto, mi general?
A Song Lan le cuesta tragar saliva, admitir que está viendo aquella escena. Que está aterrado e interesado.
―Zichen… ―la voz de Xiao Xingchen es devastadora; el dolor, el placer, el pecado―. Por favor…
Y Song Lan, Zichen, antes de responder, se acerca. Con extremo cuidado, pone su mano sobre la mejilla de Xiao Xingchen que da un respingo al sentir la caricia y reconocer a su esposo. Se inclina hasta que está seguro de que sentirá su aliento al hablar y que la cadencia de sus palabras le besará los labios.
Se siente valiente, porque Xiao Xingchen es hermoso.
―¿Serás una buena esposa, Xingchen?
Notas de este capítulo:
1) Me voy caminando al infierno, sí, señor, no tengo más que decir.
Andrea Poulain
