Capítulo 13: Una buena esposa


Xiao Xingchen nunca necesitó que Song Lan pronunciada «Daozhang» con la cadencia que lo hace Xue Yang, pero quizá se dio cuenta muy tarde. Nunca necesitó buscar aquella sensación con la que quería embriagarse cada vez que Xue Yang arrastraba «Daozhang» por sus labios.

Enamorarse de Song Lan fue sencillo.

Caería de rodillas si Song Lang murmura en su oído aquella pregunta.

«¿Serás una buena esposa, Xingchen?»

Y sin embargo, cuando Song Lan intenta quitarle la venda de los ojos, Xiao Xingchen lo detiene.

«Por favor… No. Zichen…».

Para mantener la ilusión un poco más. Para que no se le rompa el corazón si el rostro de Song Lan demuestra confusión ante todo lo que Xiao Xingchen puede llegar a ser.


En la sala de los Generales, allí donde Song Lan recibe a los reyes que acuden a la fortaleza norte, se alza un mapa del desierto al centro, con la fortaleza norte marcada firmemente por una bandera que lleva allí desde que Xiao Xingchen llegó por primera vez a la fortaleza norte.

Más al norte, se observan los túmulos funerarios por un lado, tan cerca de Yiling, un pueblo que los reyes del desierto pretenden ignorar y que, desde que murió el Yiling Lazou, está sumido en la miseria. Al otro lado está Qishe y Ciudad sin Noche, la vieja fortaleza devastada de los Wen. Los reyes del desierto acabaron con el clan casi completamente antes de que Xiao Xingchen bajara de la montaña para casarse con Song Lan y luego acabaron con el Yiling Lazou por osar proteger a los últimos Wen, reclamando que les debía la vida. A Song Lan lo nombraron general después de aquello.

«Todavía no había muerto Jin Guangshan», cuenta a veces, «y la sombra de su hijo fallecido, Jin Zixuan, estaba por todas partes. Nombró heredero a Jin Guangyao porque, de entre todos sus bastardos, era el único capaz, al único al que le concedió su apellido. Quería mantener el poder del desierto en Jinlintai». Song Lan nunca ha sido versado en política. Apenas sabe sortear a los reyes y al resto de los generales, recordándoles por qué le concedieron aquel puesto a alguien como él, que había abandonado las pretensiones de volverse un héroe por empuñar la espada del ejército.

«Temió que Jiang Wanyin, en el manantial, le estuviera ganando poder desde el manantial. Pero Jiang Wanyin era muy joven y tenía ya un título que nadie recordaba, Sandu Shengshou. Era rey ya, tenía cierta fama, pero… Perseguía a todos aquellos que practicaran las artes del Yiling Lazou o que le recordaran a él; quería vengar a su hermana, la esposa de Jin Zixuan, que murió en el asedio a Ciudad Sin Noche.

»Asoló los túmulos y por eso quisieron mantenerlo afuera de ellos». Song Lan cuenta la historia con precisión, pero no puede evitar emitir sus juicios. Sus apreciaciones. «No tenía la madera para convertirse en el rey de reyes en ese entonces, era demasiado joven…, aun cuando hubiera podido fácilmente superar a Jin Guangyao si alegaba que él era un hijo legítimo de Jiang Fengmian y Yu Zixuan, hijo del manantial, rey de Yunmeng, el oasis del desierto. Por eso, en cierto modo, acabé aquí como promesa a la neutralidad. Jin Guangshan se dio cuenta de que la única manera de evitar las tensiones era volver los túmulos un terreno que no fuera de ninguno de ellos, gobernados por un general».

Al final, Song Lan responde a los reyes del desierto. A todos y a ninguno. Protege el norte, por si alguna amenaza quisiera resurgir desde allí. Jin Guangshan lo quiso como un peón manipulable; Song Lan le demostró de qué estaba hecha su integridad

Al sur del mapa, los reinos del desierto. Yunmeng en el manantial y el oasis, un reino rico, mayormente mercante, pero con un poder guerrero impresionante, tal como lo había demostrado Jiang Wanyin. En Qinghe, en medio de las dunas, la ciudad de arena, se alzaba la fortaleza de los Nie, los carniceros, los guerreros. Habían estado al mando de Nie Mingjue, Chifeng-zun, un hombre que había muerto en Jinlintai en extrañas circunstancias. Lo había sucedido su hermano, Nie Huaisang, y, desde entonces, Qinghe se había ido opacando, poco a poco.

Xiao Xingchen soñó con recorrerlos todos. Desde el oasis hasta las montañas del este, donde se alza Receso en las nubes, el lugar de descanso de los príncipes Lan.

Ahora mira el mapa, preguntándose a dónde lo llevará el siguiente viaje que emprenda Song Lan, si es que decide acompañarlo.

―El Rey de Reyes no ha seguido insistiendo por el norte ―dice Xiao Xingchen. Tuerce la boca, porque no confía en él. La corte de los Jin es donde más los han sometido a la humillación de tener que escuchar cómo se refieren a él.

Y, aunque no importe, aunque lo hagan de puertas para adentro, aunque lo vuelvan un juego.

―Pregunta por él, desde luego ―responde Song Lan―; sus misivas insisten en si está todo bien.

Xiao Xingchen asiente.

―Xingchen… ―Song Lan extiende una mano, buscando su muñeca. Las largas túnicas hacen un buen trabajo para esconder, la mayor parte del tiempo, las marcas de las bandas o listones con los que Xue Yang atrapa sus manos―. Has estado más errático.

Lo sabe. Ha intentado volcarse en mirar aquel mapa y descubrir si es que hay alguna trampa tendida, algún pedazo de tierra que aún no hayan recorrido. Si acaso alguien en busca de ayuda todavía se esconde en las tierras de nadie, pero es incapaz de concentrarse. Baoshan-sanren golpearía con una fina vara sus palmas si lo viera en ese estado. «Extiende las manos», pediría. «Concéntrate en la sensación», aquel dolor agudo, pero casi imperceptible; «vuelve al mundo, Xiao Xingchen».

Aquel siempre fue el único defecto que le encontró su madre adoptiva. «Los sueños son hermosos, Xingchen; nos mueven. No podemos perdernos en ellos, sin embargo». Una pequeña vara en sus palmas y los ojos cerrados. Vuelve al mundo.

Piensa en Xue Yang escuchándolo leer poesía. En Song Lan jalando su cabello. En los besos de uno y del otro. En la caída irremediable al vacío. En las sensaciones; ese sentir ya no poder más y poder; el gemido que se escapa involuntario entre sus labios. Olvidarlo todo antes de volver al mundo. Saberse a la merced de otro, cualquiera, Xue Yang o Song Lan. Que su labio inferior tiemble, su frente sude. Y los ojos cerrados, vendados, alejados del mundo. Que su piel adivine qué dedos lo tocan, qué labios lo besan; que sienta como es morirse y revivir y entregarse a un éxtasis que no había conocido antes.

Sentir perderse a sí mismo.

—Zichen…

Song Lan pone su mano en la barbilla de Xiao Xingchen, obligándolo a alzar la mirada, hasta alcanzar sus ojos.

—No dejaré de quererte, Xingchen. —Los ojos del general dudan, aunque su porte es el de siempre: adusto, tranquilo—. Es aterrador. —El fantasma de una sonrisa aparece en los labios de Song Lan—. Me pidas lo que me pidas, Xingchen, no dejaré de quererte. —Y el general alza los ojos como si estuviera buscando el cielo, pero tan solo se encuentra un techo frío y oscuro—. Aterrador.


Xue Yang no se mueve libremente por la fortaleza del norte. Podría hacerlo, porque Xiao Xingchen nunca se lo ha impedido, pero también observa como elige evitar los sitios más concurridos por los soldados y pasa su tiempo libre en los jardines en los que Xiao Xingchen suele ir a leer.

Encontrárselo en uno de los alfeizares de la ventana de la biblioteca de la fortaleza es una sorpresa. Encontrarlo leyendo uno de los viejos rollos de Wei Wuxian, el Yiling Lazou, que Song Lan guarda bajo llave, también es una sorpresa.

―No deberías tener eso ―dice Xiao Xingchen.

―¿Vas a impedirlo?

―Está prohibido ―dice, aunque su voz no tiene un ápice de convicción.

―Lo supuse cuando forcé la cerradura. ―Xue Yang alza una ceja―. ¿Sabes conseguí toda la libertad que pude en Jinlintai, Daozhang? ―Niega con la cabeza, porque ese dato es nuevo. Xue Yang nunca menciona su antigua vida en Jinlintai si no tiene intenciones de incomodarlo―. Cuando Jin Guangyao descubrió que yo sabía leer y que entendía los garabatos de Wei Wuxian. Más aún, cuando descubrió que era capaz de hacer sus hechizos y conjuraciones. Todo lo que está aquí… Nada de esto es nuevo.

»¿Nunca te preguntaste por qué sé leer, Daozhang?

―A veces.

Pero nunca lo analiza demasiado. No tendría sentido.

―No es normal, ¿sabes? Cuando te agarran de niño, hacen todo lo posible para que nunca aprendas a distinguir ni los caracteres de tu nombre. Vi hombres y mujeres morir por enseñarle a otros a escribir sus propios nombres, con los Wen. ―Xue Yang aparta el rollo un momento, concentrándose en el rostro de Xiao Xingchen―. Pero los Wen descubrieron que era un buen canalizador para la cultivación demoniaca. ―Xue Yang se ríe―. Se esforzaron en enseñarme muy bien. Eran creativos. Pequeños punzones afilados bajo las uñas. Las manos alzadas, sosteniendo libros. Un golpe del látigo por cada carácter que les dijera mal. Aprendí rápido, Daozhang. Realmente…, aprendí rápido.

¿Por qué me cuentas todo esto, Xue Yang?

Nunca lo verbaliza, no tiene cómo.

―¿Vas a hacer algo, Daozhang? ¿Prohibirme leer esto? ―Alza el rollo frente a su cara. Xiao Xingchen sabe que está ante una provocación, una trampa: lo reconoce en la sonrisa a medias de Xue Yang―. ¿Decirle a tu general que me castigue, Daozhang?

―Xue Yang.

En la voz de Xiao Xingchen se palpa la advertencia.

―Oh. Quizá no quieres que tu general me castigue. Una lástima. ―Le guiña un ojo―. Tú y yo sabemos que tiene buenas manos.

―No hables así de Zichen.

Por favor.

―Oh. ¿Quieres quedártelo para ti? ―Xue Yang se pone en pie, acercándose hasta el, aprisionándolo contra uno de los estantes―. ¿Qué sólo te castigue a ti, Daozhang?

Xiao Xingchen respira hondo, pausado.

―Xue Yang ―advierte. Pero su voz suena débil y Xue Yang está cada vez más cerca. Está segura de que sus mejillas, usualmente pálidas, ahora están rosadas.

―Oh, Daozhang, no me atrevería a juzgarte ―musita Xue Yang, en su oído. En un movimiento rápido lo hace subir las manos por encima de la cabeza y aprieta sus muñecas para que no pueda moverse―. Tú y yo lo vimos, Daozhang. No me atrevería a juzgar como le suplicas. Ese «sí, Zichen, por favor, seré una buena esposa». Quizá yo también quiera que seas una buena esposa ―continua, presionando los límites, provocándolos, instando a Xiao Xingchen a perder los estribos―, arrodillada, a mis pies. Serías tan hermoso, Daozhang…

―Xue Yang. No aquí.

―¿Temes que nos vean? ¿Qué los soldados del regimiento descubran tus secretos? ¿Qué los soldados escuchen que, por las noches, le suplicas a tu marido que jale tu cabello y te obligue a ponerte de rodillas ante él? Ante mí no puedes negarlo. «Por favor, Zichen, por favor…».

―Xue Yang.

Esa voz no es la suya.

El general se asoma al final del pasillo, con el rostro severo. Por fin, Xue Yang suelta a Xiao Xingchen, sorprendido por la interrupción.

―No deberías tener ese rollo en una de tus manos.

Xue Yang lo alza en sus manos. Las palabras del Yiling Lazou escritas en el papel. Todo lo que los reyes del desierto condenaron como herejía durante el asedio en Ciudad Sin Noche.

―¿Esto?

―¿Pretendes ignorar las reglas de la fortaleza del norte, Xue Yang? ―vuelve a preguntar Song Lan.

Xue Yang sonríe de lado y Xiao Xingchen tiene miedo; conoce esa sonrisa a medias, retadora, la que siempre consigue lo que quiere, hasta enamorar a un príncipe casado si es necesario. La que consigue que le suplique que le haga cosas que nunca creyó desear.

―No lo sé, general ―responde, pronunciando las palabras lentamente, una a una, para que no quede duda lo que está diciendo―, ¿va a castigarme?


Notas de este capítulo:

1) No lo sé, general, ¿va a castigarlo? No tengo nada que decir en mi defensa.