Capítulo 17: Las suplicas que no decimos
El mundo empieza y termina con Jin Guangyao, Liafang-zun. Es absurdo que Xue Yang se haya atrevido a pensar en otra cosa mientras se distraía porque no había nada de lo que pudiera informarle a Jin Guangyao que el propio rey de reyes no supiera ya. En Yiling no se esconde nada más que lo que dejó Jiang Wanyin, el rey de los oasis y los manantiales, cuando arrasó con lo poco que quedaba tras la muerte del Yiling Lazou, que antes había estado cerca de convertirse en su hermano jurado, que había crecido a su sombra y luego había desplegado una figura más larga que cualquiera de los reyes. Wei Wuxian, que llamada shijie, hermana, a Jiang Yanli, la princesa de loto del manantial, más tarde consorte heredera de Jinlintai. Xue Yang la ha visto en los tapices y biombos que adornan el ostentoso palacio de los Jin y no duda que hubiera sido una reina clemente. Quienes la conocieron mencionan su dulzura, su amabilidad, su luz. No es que a Xue Yang le importe, porque mientras Jiang Yanli hacia tres reverencias para casarse con Jin Zixuan en el antiguo templo de Jinlintai, él era la mascota de Jin Guangyao en sus calabozos.
«Voy a ser tu dios, Xue Yang».
Y qué son los hombres sino las mascotas abandonadas de los dioses en el desierto.
Cuando Jin Zixuan murió y Ciudad Sin Noche fue asediada por segunda vez, Jin Guangyao se sentó frente a un Xue Yang encadenado.
«Ahora seré el heredero, de hijo bastardo de una esclava… a príncipe heredero de Jinlintai».
Aquello había despertado el interés de Xue Yang —y Jin Guangyao supo verlo en sus gestos, en sus ojos; por eso siguió hablando—; entre las paredes de Jinlintai se contaban muchas historias sobre Jin Guangyao.
No era un secreto que era hijo bastardo de Jin Guangshan y tampoco era secreto que había crecido en un burdel. A su paso se murmuraba que su madre era una puta y la palabra se escupía con desprecio; Xue Yang la oía a menudo en los calabozos porque aquellos que se atrevían a pronunciarla no volvían a ver la luz del sol.
Sin embargo, nadie se había atrevido a decir que la madre de Jin Guangyao había sido una esclava.
En las casas de placer acudían hombres y mujeres libres —tan libres como podían serlo si se veían obligados a tomar la decisión de ponerse en venta, de dedicar su cuerpo a los placeres de los hombres que tenían monedas de sobra para pagar por ellos—; pero los dueños encontraban que nunca había gente dispuesta a quedarse en ellos una vez que hubieran juntado algo de dinero o tuvieran una vía de escape. Compraban esclavos, los marcaban con sus insignias, los entrenaban, les colocaban collares de oro al cuello, grilletes en las manos, delicadas cadenas que unían sus manos a su cuello, como símbolo de su estatus; les entregaban vestidos de tul que no cubrían su cuerpo, que no los dejaban esconder aquello que los poderosos querían comprar. Xue Yang los había visto en Ciudad Sin Noche, cuando el tintineo de las cadenas se perdía en los pasillos rumbo a las habitaciones de Wen Chao o Wen Rouhan.
Allí, con Xue Yang encadenado, en los calabozos, Jin Guangyao escupió pedazos de su historia, porque vio el interés en los ojos de Xue Yang y uso su vida como una estrategia.
Jin Guangyao nació como Meng Yao. Su libertad le fue concedida por su sangre. Las madames temían atraer la furia de su padre si no declaraban que aquel niño era libre. Su madre le dijo que podría tener otro destino, una gloria muy diferente. Que podría ser reconocido por su padre, llamarse Jin.
Jin Guangyao creció despreciando a los poderosos que lo humillaron cada vez que intentó valerse por sí mism0; su madre murió con grilletes en sus manos.
«Apuesto a que siempre has odiado a los poderosos, ¿no, Chengmei? A los amos».
Jin Guangyao era terrorífico porque comprendía a los esclavos. Sabía cómo romper a aquellos que suplicarían, pero también como ganarse a los que no.
Con Xue Yang lo intentó todo: el hambre, el látigo, el fuego, la humillación, el castigo. Al final, consiguió parte de su obediencia con una historia.
«La vida será más fácil si me escuchas, Chengmei», dijo Jin Guangyao y ladeó la cabeza; «acaso, ¿no quieres matar a los amos?
»Yo quiero matar a mi padre. Los Wen que reconocieron tu antiguo nombre dicen que entiendes la magia del Yiling Lazou. ¿No quieres usarla contra alguien, Chengmei? La vida será más fácil».
Xue Yang aceptó.
Jin Guangshan murió entre gritos de horror y éxtasis y, por alguna razón, no fue satisfactorio en lo absoluto. Jin Guangyao fue coronado como el rey de reyes y corrió la historia de un esclavo vestido de negro lo acompañaba a todas partes. Nadie sabía su nombre. «El esclavo del rey de reyes», se murmuraba.
«Ah, Chengmei, ¿no es la vida más fácil cuando me escuchas?»
Xue Yang siempre dejó que contestara el silencio.
Song Zichen lo ve entrar y su rostro delata que espera a alguien más. Quizá a sus soldados y comandantes, quizá a Xiao Xingchen, pero no a Xue Yang en el cuarto de guerra de general.
—¿No estás pegado a mi marido, Xue Yang?
—Está en las almenas, de nuevo.
Xiao Xingchen pasa largas horas viendo las dunas y el viento. Cubre su rostro con una fina tela que impide el paso del polvo y clava sus ojos en el horizonte, esperando ver aparecer al rey de reyes con su guardia en cualquier momento. Los espera aprehensivo, aunque Xue Yang sospecha que ni él sabe por qué.
—Mmm.
—¿Irá por él?
—No hay tormenta de arena capaz de moverlo en este momento, Xue Yang. ¿Por qué habría de perturbar sus pensamientos?
—Tiene miedo, general —responde Xue Yang—, de que él rey de reyes aparezca y se lleve su tranquilidad lejos; quizá usted sea bueno con el miedo.
Hay una pausa en la que Song Zichen vuelve a clavar la vista en sus papeles. No dice nada, su expresión no cambia, sus labios no se aprietan más, sus ojos prácticamente no se mueven; en su rostro no se adivina nada sino las facciones de un soldado. La única preocupación visible se esconde en su mano, que aprieta una pluma ya rota.
—Ah —responde Xue Yang—. Qué los dioses nos escuchen entonces, general.
—Xingchen es una fuerza de la naturaleza, Xue Yang, creí que ya lo habías aprendido.
—¿No es nuestro instinto calmar la tormenta de área cuando la vemos venir, apaciguarla, aunque sea fútil, general?
Ahí es cuando el rostro de Song Zichen se alza y busca sus ojos; esboza una sonrisa apenas visible al verlo.
—¿Y tú, Xue Yang, temes al destino?
—No podré evadirlo, lo tema o no.
Jin Guangyao viene en camino y Xue Yang nunca ha dejado de ser su esclavo. Lo reclamará y aquella libertad arrebatada se terminará. El rey de reyes le recriminará que no sirvió de nada dejarlo marchar cuando descubra lo poco que sabe Xue Yang: todos los antiguos rollos que ha leído del Yiling Lazou bajo la censora mirada del general del norte, no son sino los mismos que mucho tiempo antes habían sido puestos a disposición de las cortes del desierto y que fueron devueltos en resguardo al norte tantos años atrás. Song Zichen no tiene ningún secreto escondido en Yiling.
Ah, Jin Guangyao estará decepcionado.
A Xue Yang no le preocupa. Entiende aquella vida, la del látigo, el hambre y la obediencia. El cuerpo se acostumbra, la sangre se acostumbra, la mente imagina todas las huidas posibles, se queda con todas las pequeñas libertades concedidas hasta ir convirtiéndolas en autonomía arrancada de cuajo.
—Los Jin no fueron tus primeros amos —dice Song Zichen. Lo afirma con seguridad, porque ha visto el hombro en donde solía estar el emblema de los Wen marcado con hierro ardiente y ahora solo hay piel desfigurada.
—Puede preguntar directamente, general.
—¿Me dirás la verdad?
—Antes serví al rey de reyes derrocado, general, Wen Rouhan. —Xue Yang le dedica una sonrisa torva, a medias—. Parece que aquellos que se sientan en el trono del desierto siempre me encuentran útil, ¿no?
—Sabes demasiado, Xue Yang; puedes entender al Yiling Lazou, su magia prohibida. Supongo que nunca tuviste reparos en usarla.
—Me enseñaron a obedecer, general, no a cuestionar a aquellos a los que pertenecía. En esos lugares no hay espacio para el honor o la valentía. ¿Me juzgará por ello, Song Zichen? —Xue Yang lo mira desafiante, aun alejado de él. Si desea acercarse, no deja que su gesto lo delate—. ¿Son los crímenes de un esclavo suyos o de sus amos, general, si no nos pertenece nuestro cuerpo, nuestras palabras, si el único lugar donde somos es allí donde se esconden nuestros pensamientos?
—En el norte no tenemos esclavos, nunca los hemos tenido. —Aquella es la única frase que sale, durante unos largos momentos, de la boca de Song Zichen. Xue Yang enarca una ceja, porque es una respuesta tan pobre que no sabe si creerla posible. Allí admite que todos los dilemas escapaban de su razonamiento y le son ajenos, que la crueldad de la que habla Xue Yang le resulta extraña—. Lamento no poder responderte. —Hay otra pausa, más deliberada, más tranquila, un silencio que no resulta terrible, hasta que Song Zichen añade—: ¿Te acercarás?
—¿Irá a buscar a Xiao Xingchen, general?
—¿E ignorar a quien vino a buscarme, Xue Yang? ¿Cuál omisión sería la más cruel? ¿No detener la tormenta de arena que se alza en el horizonte o no atender la súplica que se niega a ser pronunciada?
Xue Yang clava sus ojos en los de Song Zichen, en su mirada.
Cuando lo escucha y lo ve de aquella manera, puede comprender por qué Xiao Xingchen se enamoró de él sin reservas, por qué se casó con él, por qué lo llama Zichen con un cariño que Xue Yang no comprendió hasta ese momento.
—Acércate —dice Song Zichen—. Te enseñaron a obedecer, ¿no, Xue Yang?
—Sí.
—Acércate, entonces.
—Usted no es mi amo, general.
—No, pero aun así estás aquí, de pie, frente a mí, suplicándome atención como alguien que nunca ha conocido el cariño. ¿Te han abrazado en las noches frías, Xue Yang? ¿Quién ha limpiado tus lágrimas en las horas oscuras, Xue Yang? —Xue Yang traga saliva. El general es demasiado. Quiere huir. Aquel lenguaje no lo entiende—. Acércate. ¿Puedo pedírtelo?
Song Zichen es, después de todo, de los que preguntan.
—Sí, general.
—Acércate.
Puede hacerme lo que quiera, general.
Song Zichen lo hace suplicar mientras camina a su lado dirigiéndose a un lugar más privado, allí donde el general no pueda ser interrumpido. Lo hace describirle palabra por palabra, de una manera mortificante, lo que Xue Yang fue a buscar. Como quiera, general. Contra la pared, de espaldas, contra la mesa, de rodillas, sobre las manos. Todo lo que puede hacer. Puede atar mis manos, mis piernas, quizá cuando sea un amasijo de cuerdas, general, cuando no pueda huir y no me quede más remedio que mirarlo a la cara, general, quizá entonces, pueda colocar su mano sobre mi espalda y darme aquello que llaman ternura. Quizá si me hace olvidarme de quien soy, general, quizá entonces no pueda correr. Las palabras duelen cuando las jala para sacarlas de su garganta y se las entrega a Song Zichen.
El general no es sino diligente en sus nudos y su voz pregunta todas las cosas que a Xue Yang no le han preguntado nunca.
¿Duele? ¿Está bien?
No. Sí.
Nunca duele. Duele sólo el látigo que el verdugo estrella contra mi espalda con toda su fuerza. Qué es que esté bien, general.
—Xingchen me pidió algo —dice Song Zichen, cuando lo tiene a su merced, cuando Xue Yang ya no puede huir—. Dijo que tú te quedabas con su placer hasta que suplicará, me pidió que se lo diera todo, hasta que no pudiera más.
»Es fascinante, ¿sabes, Xue Yang?
—No, general.
Xue Yang aprieta los dientes. No lo ve, porque el general decidió amarrarlo bocabajo y está lejos del perímetro que alcanza a distinguir con el rabillo de su ojo.
—Haré que sólo seas capaz de rogarme que pare, Xue Yang, que sólo seas capaz de decir mi nombre. Haré que olvides quién eres, tu nombre, tu identidad, que sólo exista el placer.
—¿Qué espera, general?
—Que ruegues por ello, Xue Yang; ruega que te destroce, y lo haré.
—¿Y si no?
—No es una orden, Xue Yang, no hay un castigo. Si ruegas, será porque lo hayas elegido.
Nunca ha pronunciado una frase más sencilla, una condena más sincera.
—Se lo ruego, general.
Notas de este capítulo:
1) Iba a hacer avanzar una de las tramas pero en vez de eso la que quiso avanzar fue la agenda songxue, que les digo.
Andrea Poulain
