Capítulo 22: Una buena esposa suplica
La habitación casi a un lado de su pabellón que le pertenece a Xue Yang permanece sola. Xiao Xingchen se acurruca entre sus sábanas, esperándolo. Se pregunta dónde está, porque Xue Yang no suele pasearse demasiado libremente entre los soldados; nunca le permiten olvidar su origen o de dónde vino, incluso aunque Song Lan intente evitarlo. Los nervios lo inundan, pero se obliga a respirar lentamente, pensando que quizá solo está evitando a los soldados de Jin Guangyao que se marchan.
Sin darse cuenta se queda dormido y no nota cuándo se abre la puerta de la fortaleza. Despierta con las primeras horas del día, aun sólo. Supone que Song Lan duerme en sus aposentos y, creyendo que estaba con Xue Yang, prefirió no molestarlo; pero la ausencia de Xue Yang todavía le da nervios, como una frase dolorosa atorada en su garganta. Baoshan-sanren le enseñó a escuchar los malos presentimientos. «Si algo no te da buena espina, sé cauteloso. No ignores tus sentidos, pero tampoco te vuelvas esclavo de lo racional. El miedo existe para mantenernos vivos. Hazle caso a tu instinto». Ahora mismo su estómago da vueltas, como si algo no estuviera bien.
Alisa con cuidado sus mangas, sentándose en la cama y entonces la puerta se desliza con un golpe.
—¡Su Alteza! —Un soldado lo mira, atónito—. ¿Qué está haciendo aquí?
—Lo siento, debí de haberme quedado dormido. —Xiao Xingchen sonríe, conciliador—. Estaba esperando a alguien.
Está nervioso. No se supone que los soldados lo encuentren en aquella habitación. Aun si Song Lan le dio su bendición, Xiao Xingchen es un príncipe casado que debe proteger su honor. No puede ser relacionado con Xue Yang en público, no de esa manera.
—Lo buscamos toda la mañana. —La voz del soldado es urgente, apresurada—. Cuando no lo encontramos en sus aposentos temimos lo peor.
—¿Lo peor?
—Venga conmigo.
Xiao Xingchen sigue al soldado a paso rápido hasta el pabellón principal de la fortaleza. Su corazón late con fuerza, pero nadie le dice nada más en todo el camino. Las mangas de su hanfu ondean en el aire, pero esta vez el sonido del roce con el viento no le parece uno esperanzador, sino el preludio de un mal presentimiento.
Quizá ocurrió algo con Xue Yang, piensa, y por eso no volvió nunca. Quizá Song Lan lo está esperando en el pabellón, quizá va a darle malas noticias. Quizá Jin Guangyao por fin los provocó abiertamente y deben responder. Se convence de que, sea lo que sea, tomará las manos de Song Lan con seguridad y lo apoyará como un ancla inamovible.
Sin embargo, cuando se abren las puertas del pabellón principal, la silla de Song Lan está vacía y el lugar está lleno de sus oficiales de más alto rango. Hay un hombre encadenado al centro al que Xiao Xingchen tampoco reconoce.
—¿Qué ocurre? —pregunta Xiao Xingchen y se siente cómo en un sueño.
Su cuerpo no es su cuerpo y de repente lo está viendo todo desde lo alto, desde fuera de sí. Sus palabras no parecen pronunciadas por el mismo, sino una acción mecánica sobre la que no tiene potestad. ¿Dónde está Song Lan, por qué no puedo sostener sus manos? Quiero sostener sus manos, haya ocurrido lo que haya ocurrido.
—Lianfang-zun se marchó durante la noche —dice uno de los oficiales; su voz es conciliadora y a Xiao Xingchen aquello le pone los pelos de punta. Las palabras de esos soldados son sólo conciliadoras cuando sus bocas están llenas de malas noticias—. Dejó a un mensajero, Su Alteza. Lo buscamos en cuanto nos dimos cuenta, Su Alteza, pero no estaba en sus aposentos o en los del general. Ni siquiera en la biblioteca. Lo sentimos, Su Alteza.
Xiao Xingchen es consciente de que mira al hombre encadenado. Lo observa incapaz de grabarse su rostro. Sus ojos tan sólo permanecen muy abiertos, ajenos a sí mismo, hasta que uno de los oficiales pone el rollo del mensaje en sus manos y Xiao Xingchen puede leerlo.
Entiende las palabras, pero no es consciente del dolor que le causan hasta que un grito que le resulta ajeno sale de su garganta.
«Lianfang-zun declara a Song Zichen como traidor a los reinos del desierto. Desde hoy, la fortaleza del norte estará bajo el estricto control del rey de reyes».
—Su Alteza. El mensajero también dijo… también dijo… —otro de los oficiales interrumpe, con la voz nerviosa—. Dijo que debíamos decirle algo a la esposa del general del norte. —Xiao Xingchen nota en su voz la incomodidad por decir aquello, porque Song Lan nunca permitió aquella burla en su propia fortaleza—. Uso esas palabras, Su Alteza.
—¿Qué dijo?
—Dijo que Lianfang-zun recuperaba aquello que era de su propiedad. No sabemos a que se refiere, Su Alteza, quizá usted… No sabemos si es una amenaza a la fortaleza.
Ah. Por supuesto.
—No es una amenaza para la fortaleza —responde Xiao Xingchen; de nuevo sus palabras le resultan ajenas, como si las pronunciara alguien más—; es un mensaje para mí.
—¿Qué quiere decir? —pregunta uno de los oficiales, extrañado.
—Que fui un estúpido —dice Xiao Xingchen.
«Se ha llevado a Xue Yang también».
Xiao Xingchen alza la vista al techo como si buscara el cielo y el firmamento le pudiese dar una respuesta. Está completamente solo.
—¿Qué haremos, Su Alteza?
—Song Zichen no es un traidor. No importa lo que diga Su Majestad el rey de reyes; Song Zichen no es un traidor. Sin embargo, no los culparé si no desean inmiscuirse en las peleas de los reyes. Para quien sólo intenta vivir, las disputas del poder son tan sólo ríos de sangre que se llevan lo que amamos. Si quieren, todo esto no tendrá que ver con ustedes. La gente de pie no debería sufrir por las elecciones de aquellos que se sientan en el trono. —Decir todo eso duele, pero Xiao Xingchen se obliga a continuar, a intentar permanecer impasible, aunque carece de fuerzas—. Les pido, solamente, que honren la memoria del general del norte y no crean en las perjuras que otros emiten en su contra. Yo no tengo autoridad sobre ustedes y sin embargo…
Cae de rodillas y el golpe sordo sobre la madera del piso duele mucho menos que su corazón en ese momento. No se reconoce; no sabe de dónde ha conseguido la fuerza para permanecer casi impasible.
—Lianfang-zun se ha llevado a mi marido. Para todos ustedes es el general del norte a quien deben obediencia, pero para mí… Song Zichen es mi esposo y mi alma gemela. No puedo darles órdenes. Les suplico. Mi marido no es un traidor. Ayúdenme a rescatarlo.
Un mensajero deja la fortaleza del norte la semana siguiente con un mensaje escrito por Xiao Xingchen personalmente. El príncipe ha escuchado a todos los oficiales de Song Lan hablar, proponer. Al final, todos reconocen que enfrentarse al rey de reyes constituye un suicidio. Aunque no lo sea, dicen con cuidado, la gente lo ve como un hombre honorable. No tienen idea de los cargos que se le imputan a Song Lan ni en qué consiste su traición. Xiao Xingchen comprende.
La única esperanza de Song Lan es él. Ser la esposa que todos esperan que sea. Postrarse ante el rey de reyes y suplicar piedad.
Algo duele dentro del corazón de Xiao Xingchen ante la perspectiva de tener que arrodillarse frente a un hombre que ha olvidado el honor. En qué clase de héroe se convertirá, si acepta que lo reduzcan a aquello.
Sin embargo, si puede proponerle un intercambio.
—Pagaré por los crímenes de Zichen si hace falta —declara y los oficiales lo ven horrorizados—. Si con eso logro…, si poniéndome en su lugar.
—Si se vuelve un rehén, Su Alteza, el general estará atado al rey de reyes.
—Pero será libre de los calabozos. Podrá seguir protegiendo el norte.
—Su Alteza. Nada le asegura que Lianfang-zun acepte su palabra —interrumpe uno de los oficiales—. No lo detendremos, si es ese su deseo, pero también estaremos listos para rescatarlos si todo llega eso.
—Podrían volver a la fortaleza del norte un enemigo del rey de reyes.
Los oficiales lo miran, compasivos.
—Su Alteza —dice uno de ellos—, usted lo dijo: el general Song Zichen no es un traidor. Estamos dispuestos a blandir nuestras espadas en su honor.
Así que Xiao Xingchen escribe. «El venerable esposo del general del norte, Song Zichen, suplica que le sea concedida una audiencia y le sea permitido pagar por los crímenes de su amado, seas cuales sean. Suplica, también, que el rey de reyes, Lianfang-zun, sea piadoso y tenga misericordia». Si Jin Guangyao acepta, se entregará en Jinlintai en el plazo de tres lunas.
Él mismo enrolla el papel y lo pone en las manos del mensajero. Sus dedos tiemblan al entregar el mensaje y sus ojos se encuentran secos y ardorosos. No está acostumbrado a aquella soledad. Nunca le fue exigido que tomara tantas decisiones sin tener un brazo en el que apoyarse. Antes siempre tuvo a su madre adoptiva, Baoshan-sanren, o a su esposo, Song Zichen, para escuchar sus tribulaciones y conflictos. Pero ahora los oficiales lo miran y esperan que su voz sea infranqueable y dura, como lo es la de Song Zichen en los momentos de crisis y, aun cuando Xiao Xingchen se esfuerza por mantener la fachada, dentro empieza a romperse en pequeños pedazos.
Se ha parado en la habitación de Xue Yang, temeroso de mover alguna de las pocas pertenencias que quedan. No dice nada. Tiene miedo de volver verbales los terrores y las dudas que lo acechan. Ni siquiera pudo despedirle de él. Jin Guangyao simplemente se lo arrebató como se arrebatan tapetes o vasijas. ¿Podrá volver a verlo? ¿Podrá volver a cruzar palabras con él? Decirle «lo siento, no pude salvarte antes». Aun quiere tomar su mano y salvarlo del mundo.
Duerme en la cama de Song Lan y nunca se ha sentido tan irremediablemente solo.
No llora, sin embargo. Jura que no derramará lágrimas hasta que Jin Guangyao acepte su petición y pueda volver a ver a Song Lan y tomar su rostro entre sus manos y decirle: «mira, soy una buena esposa, he venido por ti».
Sus ojos están vacíos. Su lecho es demasiado grande, no hay un pecho en el que pueda apoyarse ni un latido que lo acompañe, sólo queda la soledad.
El mismo mensajero vuelve más de dos lunas después. El rey de reyes, Jin Guangyao acepta sus términos. Dejará que Xiao Xingchen pague como esclavo en Jinlintai los crímenes de Song Lan, aunque no detalla cuáles son, siempre que el general del norte se comprometa a acatar sus órdenes desde ese momento en adelante. Como muestra de misericordia y buena voluntad, les perdonará la vida.
Desde las almenas, Xiao Xingchen ve como el sol se pone una última vez desde la fortaleza del norte.
«Estaremos listos para rescatarlo», dicen los oficiales.
Pero Xiao Xingchen niega con la cabeza. Aquello sólo los volvería enemigos de Lanling. No tiene caso. No deben arrastrar a la gente común a pelear batallas que nos conciernen a otros, les dice; si esto puede resolverse sin derramar sangre, con tan solo una vida, lo aceptaré.
El sol se pone y es tan bello. ¿Se pondrá así en Jinlintai? ¿Dolerá tanto como dijo Xue Yang, cuando marquen una peonia a fuego en su hombro?
«Al principio, Daozhang, cuando el hierro se posa en tu piel, no se siente nada. Es tan solo un momento, más pequeño que un parpadeo. Y luego duele todo, Daozhang, duelen hasta los huesos de la tensión, de la manera en que se aseguran de que no puedas moverte ni un poco en las cadenas».
Ahora lo sabré, Xue Yang. La puesta del sol es hermosa. También me habría gustado salvarte.
Notas de este capítulo:
1) Lo sé, elegí la violencia. Lo hice consciente. Pobre Xiao Xingchen, pobre Daozhang. Será un héroe hasta las últimas consecuencias.
Andrea Poulain
