Capítulo 25: Las cadenas del príncipe de la montaña
Largas son las escalinatas de Jinlintai. Xiao Xingchen las sube solo, sin que nadie lo acompañe. Paso a paso, completamente solo. Uno de los soldados de Song Lan apretó su mano cuando bajó del palanquín que lo llevó hasta la fortaleza en la que se refugia el rey de reyes. «Lo salvaremos si hace falta», quiere decir. Xiao Xingchen negó entonces con la cabeza otra vez. Sólo quería acabar con todo aquello. El mundo podía seguirá moviéndose, aunque el no camine por él, pero el norte necesita la mano firme y compasiva de su general, incluso si eso significa acabar bajo el yugo del rey de reyes.
Jin Guangyao, has ganado la partida.
Cuando Xiao Xingchen bajó por primera vez de la montaña le presentó sus respetos a Jin Guangshan, el entonces rey de reyes. Acaba de terminar la Campaña para derribar el sol y los Wen no se sentaban más entre los restos muertos de su tiranía. Los reyes del desierto festejaban.
Jin Guangshan lo humilló. Todos los cultivadores lo miraron, vestido de blanco, con una espada en la mano, el orgullo en la mirada. «Ya no necesitamos héroes», dijeron, «¿dónde estabas cuando peleábamos con los Wen? Eres sólo un príncipe delicado que no conoce más que la montaña». Xiao Xingchen se mantuvo impasible, tal como Baoshan-sanren le había indicado. «Todos creerán que ansías sus tronos, Xiao Xingchen, aunque seas mi hijo sólo de nombre y no de sangre. Al final, fuiste el único de todos mis hijos que permaneció fiel a mi legado y ahora también quieres abandonar la montaña. Te humillarán, porque eres joven y amable y ansías el heroísmo. Debes protegerte, Xiao Xingchen». No respondió. Nunca respondió. Dejó que se refirieran a él como la esposa del general del norte cuando se puso las túnicas e hizo las tres referencias. Ante los ancestros, ante los dioses, ante Song Lan.
«Dime cuál el nombre que no le dices a nadie, aquel con el que naciste».
«Song Lan».
Quizá están contentos ahora, que lo miran subir las escalinatas de Jinlintai, cumpliendo el deber de una esposa. Lleva túnicas blancas y las mangas del hanfu ondean a sus espaldas. Oculta su cuello con un velo blanco que cuelga del sencillo tocado que lleva en la cabeza. Lleva puesta una vieja horquilla que Song Lan le regaló tras su boda.
Xiao Xingchen duda que Jin Guangyao le permita conservarla. Pero aún así. Mientras la sienta en su cabello, Song Lan estará con él.
Sube uno a uno los escalones. Los guardias de Jinlintai murmuran a su paso. Xiao Xingchen aferra su espada con una mano, camina con la cabeza alta, la dignidad en apariencia intacta. A la mitad de la escalinata, se detiene un momento y vuelve a alzar su cabeza hasta el cielo claro del desierto. ¿Será tan claro de nuevo, tras las paredes de la fortaleza?
Sigue caminando. Al llegar al final, Jin Guangyao lo espera.
—Su Alteza —saluda. Sonríe. Aún tiene el descaro de llamarlo por su título, de sonreír.
Xiao Xingchen no espera la orden. No tiene caso. Pasará tarde o temprano. Se arrodilla frente a Jin Guangyao. Incluso a la sombra de la entrada del gran Palacio de Jinlintai, el calor del piso quema sus rodillas. Deposita su espada en el piso frente a él y se inclina.
—Lianfang-zun, su súbdito ha venido a rendirse.
Cuando marquen la peonia en su hombro, ya no será un príncipe. Nunca le importó aquel estatus, no se aferrará a él. Nadie volverá a llamarlo Su Alteza. Pasará mucho tiempo antes de que le permitan volver a tocar una espada y quizá nunca vuelva a ser aquella que lo ha acompañado desde que bajó de la montaña. Se pregunta, quizá, si volverá a leer, si alguien lo escuchará; si le permitirán aún conservar los poemas que lo han acompañado durante toda su vida en su corazón.
Vuelve a alzar la vista para enfrentarse a Jin Guangyao y observa cómo éste forma una sonrisa satisfecha al escucharlo. Se da la vuelta, ignorándolo, para el rey de reyes, Xiao Xingchen es tan sólo una molestia más en un día lleno de ellas.
—Encadénenlo —ordena.
Cuando los guardias se acercan con los grilletes en sus manos, Xiao Xingchen alza voluntariamente las muñecas, presentándoselas. Cierra los ojos antes de verse prisionero.
Nunca deseó aquel destino, nunca quiso que todo acabara allí. ¿Volverá a ver a Song Lan? Una buena esposa se sacrifica, ¿acaso no he cumplido con mi deber?, pregunta a los dioses del desierto.
Si lo escuchan, no responden.
La cadena de las manos se conecta a la de los pies y a un collar de hierro sobre su cuello. A Xiao Xingchen le arrebatan la dignidad de golpe y él lo permite. Alguien saca la horquilla de su cabello y la corona cae. El guan que tantas veces le ha quitado Song Lan con ternura y delicadeza se estrella en el suelo y Xiao Xingchen no mira, con el miedo a romperse si atisba los pedazos rotos de su dignidad. No merece ni aquello, le dicen. No merece su estirpe o su título, no merece el recuerdo de la ternura. Si se ha entregado, lo ha entregado todo.
Lo conducen hasta los calabozos. Xiao Xingchen nunca piensa en escapar. Tan sólo espera que le permitan ver a Song Lan una última vez.
Si pudiera pedir una sola cosa, sería ver a los ojos a su esposo una última vez. «Vine a salvarte», diría. «Ve y sé libre por mí».
No se lo conceden. Lo encierran solo. Nadie le dirige ni una palabra, ni una mirada. Antes príncipe, ya ha renunciado a todo. Se arrodilla en el suelo del calabozo y escucha la puerta cerrarse. La luz entra tenue, desde lo alto. ¿Cuándo le permitirán volver a ver una puesta de sol?
Cuando los guardias de Jin Guangyao se van, los escucha. Si antes, cuando príncipe, lo ofendieron, ahora sus palabras son más agudas y crueles.
«De esposa del general del norte a esclavo de su excelencia Lianfang-zun. ¿Crees que abra las piernas?»
Xiao Xingchen cierra los ojos.
«Es la primera lección de los hombres que se rebajan a ser las esposas de otros».
Una lágrima deja sus ojos y sus manos tiemblan. ¿No he sido acaso una buena esposa?, ¿no he cumplido con mi deber?
Jin Guangyao no vuelve hasta más tarde y Xiao Xingchen se atreve a mirarlo a los ojos. Todavía puede, quizá. Todavía no le arrebatan ese pedazo de dignidad.
—Antes de que se ponga el sol, tendrás la peonia de los Jin marcada a fuego en tu hombro, Alteza —le dice—. ¿Te arrepientes?
—No.
No se permite otra respuesta, no deja que su voz tiemble o que rebele sus miedos. Si él está aterrado, ¿cómo fue para Xue Yang? La primera vez que sostuvieron el hierro candente en su hombro, que lo escucharon gritar y nadie lo abrazó, ni lo consoló. No hubo nadie.
—Vine a honrar un trato —dice, aun de rodillas—, mi libertad a cambio de la de mi marido, Lianfang-zun. —Inclina la cabeza. Quizá, a partir de ahora, deba acostumbrarse a suplicar—. Si me permite rogarle una cosa, aunque sea una cosa, permítame verlo. Una última vez. —No esboza la sonrisa rota pintada en su corazón; mantiene la compostura a pesar de todo. Y sin embargo—. Al final, soy lo que siempre han dicho de mí, Lianfang-zun: una esposa que suplica piedad para su marido. Si le queda un poco de piedad, permítame verlo una última vez.
Jin Guangyao sonríe. Sus labios se curvean en el gesto de un rey cruel, de aquellos que saben que tienen el poder en sus manos.
—¿Cómo podría negarle un último deseo a una esposa suplicante? Especialmente cuando será mío después, Alteza.
—Seré suyo, Lianfang-zun, vine a honrar un trato.
Jin Guangyao es un rey de reyes piadoso, considera, quizá. Venda los ojos de Xiao Xingchen y jala sus cadenas a través del calabozo. Deja que los prisioneros lo vean y muchos de ellos lo reconocen, aun con el cabello caído. Únicamente Song Lan lo ha visto así y ha pasado las manos por su cabello y ha murmurado en su oído «eres hermoso». Ahora, todos escuchan el sonido de las cadenas que jala Jin Guangyao y los pasos torpes de Xiao Xingchen. Qué bajo has caído, Alteza, antes príncipe de la montaña.
La puerta de una celda se abre y Xiao Xingchen escucha una expresión ahogada. Sus manos tiemblan. Aquel no es Song Lan. Aquel timbre, aquella sorpresa. No es Song Lan.
Jin Guangyao retira la venda de sus ojos.
Las lágrimas lo nublan.
Suplicó por su esposo, pero nunca creyó que también le permitirían ver a Xue Yang. «No puedo salvarte», piensa, «no puedo salvarte de nuevo, ya no puedo salvar a nadie, usé todo lo que me quedaba para salvar a mi marido, ¿podrás perdonarme?»
Los ve a los ojos.
La mirada aterrada de Xue Yang, la venda sobre los ojos de Song Lan y la sangre corriendo por sus mejillas. Comprende demasiado tarde que, aún la libertad comprada del General del Norte es una farsa, porque Jin Guangyao le ha arrancado los ojos.
Cae de rodillas y las cadenas se estrellan contra el piso. Intenta levantar las manos para ponerlas sobre las mejillas de su marido, pero los grilletes limitan sus movimientos y tan sólo puede dejar caer su cabeza sobre su hombro. Aún sin sus ojos, Song Lan lo reconoce.
—¿Xingchen?
La voz suena rota, se estrella en el suelo como el cristal más frágil del mundo.
—Zichen, ¿qué te han hecho?
Jin Guangyao lo observa todo con ojos crueles. Lo deja recargar su rostro en el pecho de su esposo y soltar lágrimas silenciosas. Song Lan no dice nada, pero sus labios tiemblan; el silencio no puede traicionarlo. Xue Yang mira a todos lados y a ninguna parte.
—Confiesa, Chengmei —se escucha la voz de Jin Guangyao.
Los inunda el silencio.
—Es una orden.
—Si es el caso, la pagaré con sangre —musita Xue Yang.
—No. —Jin Guangyao sonríe y Xiao Xingchen voltea a verlo con la curiosidad de entender lo que está ocurriendo—. Xiao Xingchen ha venido a cumplir un trato. Si quieres ver a uno de tus amantes libres, Chengmei, confesarás.
Y Xue Yang ríe con las carcajadas de los locos y los desesperanzados.
—Me lo quitarás todo, ¿no?
—Confiesa. —La voz de Jin Guangyao es terrible y su mirada no deja espacio para la piedad. Nunca la ha conocido y, como tal, no la concede. Xiao Xingchen comprende muy tarde que aquella puesta en escena no tiene que ver con lo piadoso que sea el Rey de Reyes. No. Aquel es también un castigo.
Mira a los ojos de Xue Yang con miedo y las lágrimas lo inundan incluso antes de escuchar la confesión.
—El plan fue mío, Daozhang. —Xue Yang encadenado es una imagen que Xiao Xingchen teme y llora; la crueldad de sus palabras lo atraviesa y, de repente, ya no queda nada—. Iría como un espía para el rey de reyes, fingiendo ser un hombre libre. Al final, tuve que escoger, Daozhang. Condenar a uno. No me arrepiento.
—¿Le dirás a quién elegiste, Chengmei?
—Ya lo sabe. Ha venido a salvarlo.
Y el mundo termina allí, en el sollozo ahogado y la crueldad de las palabras de aquel a quien ama. Sus manos encadenadas aferran el hanfu de Song Lan y en su garganta explota toda su tristeza. Todo es demasiado, incluso para sus lágrimas.
—Concédeles una noche —escucha la voz de Xue Yang, cuando lo arrastran fuera de aquella celda—. La pagaré con sangre.
—Como desees, Chengmei. Después de todo, cuando lo marque, haré de su Alteza tu responsabilidad. Habrás de entrenarlo y convertirlo en un esclavo. ¿No es tu responsabilidad que esté aquí, después de todo?
No hay respuesta a la pregunta del rey de reyes, el silencio de Xue Yang llena todo el ambiente. Xiao Xingchen no se atreve a mirarlo y la noche que les concede le sabe a tortura a cambio de su sangre le sabe a tortura. «Mira, Daozhang», parece decir, «en lo que te convertí».
Alguien cierra la puerta y los pasos se alejan.
—Zichen —solloza Xiao Xingchen—. Zichen.
He venido a salvarte. Qué te han hecho.
—Lo siento —musita su marido—, no podré recuperar los pedazos de tu corazón o destrozar el suyo con mis manos. Lo siento. Qué has hecho, Xingchen; nunca tuviste que haber venido.
—Soy una buena esposa —musita—, permíteme rogar piedad por ti.
Los grilletes le impiden abrazarlo y es quizá, aquella la crueldad más grande a la que lo han sometido; entre él y Song Lan, las cadenas.
Notas de este capítulo:
1) Todo es tristeza y destrucción, no tengo nada más que decir. Y sí, Xue Yang nunca ha visto a Xiao Xingchen sin el guan (corona) en su cabeza. No se ha atrevido a tocarlo. Esta es la primera vez que lo ve con el cabello caído.
Andrea Poulain
