Capítulo 26: El látigo del rey de reyes


Xue Yang no suplica misericordia por Xiao Xingchen, sus suplicas no le pertenecen. Le concede una noche a cambio del látigo que silba en el aire y golpea su piel, bajo la atenta mirada de Jin Guangyao y su sonrisa satisfecha. Un esclavo que pide el castigo por sus rebeliones es un buen esclavo, después de todo. «Podremos entendernos, Chengmei», prometió Jin Guangyao, en algún punto, y cumplió. Xue Yang entendió lo que movía su corazón, sus tribulaciones, sus deseos, entendió qué decir y qué callar, que podía pedir, que podía intercambiar, cuál era el precio de sus libertades fingidas, de la comprensión. La noche de otro a cambio de su penitencia.

Aprieta los labios cuando el látigo besa su piel, sin querer entregarle sus gritos. Pero Xue Yang entiende.

—Estaremos aquí hasta que la fortaleza te oiga.

Podría no resistirse y dejar que el dolor se desparrame desde su garganta, pero no ha entregado aún su silencio; es lo último que le queda. Aprieta los labios y el verdugo sigue blandiendo el látigo que silba en el aire su canción y Xue Yang no grita durante mucho rato.


No lo encierran porque Jin Guangyao tiene planes. Lo venda el mismo, poniendo apenas el ungüento suficiente sobre su espalda para que no se desmaye de dolor. Xue Yang lo escucha hablar.

—Un príncipe… Será difícil, por supuesto, pero será tu deber. Cree estar preparado, pero tú y yo sabemos que nadie lo está. ¿Recuerdas cuando te marqué, Chengmei?

No responde. El dolor es agonizante, la sangre corre por su espalda. Sin embargo, Xue Yang prevalece en el silencio. Aquel tanto es suyo.

—En tus ojos vi el desafío. Ya te habían marcado, habías tenido amos mucho más crueles que yo. ¿Acaso los Wen te curaron ellos mismos las heridas, Chengmei?

No. Los Wen lo dejaban pudrirse en el calabozo, desmayarse de dolor. Recuerda las horquillas debajo de sus uñas, el sonido del látigo, las cadenas que usaron para colgarlo de los techos, las piedras que ataron a sus pies, la vara en sus manos. Los Wen le enseñaron el lenguaje del dolor y Xue Yang lo volvió su supervivencia. El dolor significaba estar vivo. Mientras esperasen que lo sintiera, habría vivido para ver un día más.

—Vi el desafío en tus ojos, Chengmei. No podría ser peor que la primera vez. Después de todo, habías olido ya la carne quemada que dejó el sol que destrocé en tu hombro. Pero ningún esclavo está listo. Tú no lo estuviste, tu príncipe no lo estará. —No puede ver el rostro de Jin Guangyao, pero por sus pausas y su manera de arrastrar las palabras entiende los gestos. Xue Yang no reacciona ante ellos: los amos siempre serán los amos—. Sostendrás su cuello, Chengmei, lo mantendrás de rodillas. Será su castigo, por no aceptar tu salvación. Y después, con la peonia marcada al hombro, será tuyo. Sus errores serán los tuyos. Más vale que hagas de él un esclavo, Chengmei. No querrás ver la delicada piel de su alteza bajo el látigo de mis verdugos.


Xue Yang considera la rebelión fútil y dolorosa. Jin Guangyao siempre agradeció aquello, pues consideró que los antiguos amos de Xue Yang habían hecho la mitad del trabajo. En realidad, los Wen no le imprimieron aquella lección en la piel. Es cierto que en Ciudad Sin Noche aprendió las formas que puede tomar el dolor y vio por primera vez a alguien suplicar por su muerte como vía de escape, pero que la rebelión era fútil se lo enseñaron los esclavistas.

Nadie intentó ayudarlo. Vieron los grilletes en sus muñecas de niño y miraron. La gente siguió caminando y quizá alguno de los transeúntes le dedicó un pensamiento lastimero, pero nadie se detuvo. Un niño esclavo era una imagen tan normal como cualquier otra.

«No volverás a intentar escapar», prometió el primer hombre que fue su amo e hizo que pudieran su mano sobre una roca.

Xue Yang recuerda haber temido. Había visto esclavos a los que les faltaban extremidades, ojos, con cicatrices horribles.

«Agradece por tu belleza», dijo el hombre, «pues manco no te compraría ninguna casa de la belleza». Xue Yang entonces no supo lo que significaban esas palabras. Las entendió mucho más tarde, cuando los Wen volvían apestando a perfume o cuando Jin Guangyao lo enviaba a buscar las prostitutas que Jin Guangshan demandaba ver. «Sin embargo, por una cara bonita, seguro que están dispuestos a ignorar algún pequeño defecto».

El hombre no movió un dedo. El verdugo fue otro esclavo con grilletes en sus manos. No sintió lástima, no sintió dolor. Con un golpe seco, dejó caer una piedra sobre el dedo meñique de Xue Yang, una y otra vez, hasta que los gritos inundaron la calle y el hueso se convirtió en polvo sobre la roca.

«La próxima vez que intentes escapar, no tendrás tanta suerte», prometió su esclavista.

Xue Yang nunca volvió a intentarlo.

Ahora tampoco lo intenta. La marca en su hombro es la marca de un hombre condenado. Ah, Daozhang, por qué tuviste que venir, has arruinado mis planes.


Xue Yang puede ser silencioso cuando quiere. La celda se abre apenas con un chillido y Xiao Xingchen no tiene tiempo de voltear cuando Xue Yang pone la cinta de su cabello sobre sus ojos. No quiere enfrentarse a ellos. Tampoco quiere que vea el camino o que otros sospechen algo. Aun cuando la fortaleza duerme, hay soldados y guardias que la patrullan.

—¿Es hora? —pregunta Xiao Xingchen—. Aún no ha amanecido…

—Ven.

—¿Xue Yang?

—Ven. —Lo jala de un brazo, pero una de las manos de Xiao Xingchen aferra a Song Zichen. Ah, por supuesto, el general. Xue Yang pagará caro aquel atrevimiento. Pero en sus manos tiene las llaves robadas del calabozo, no puede negarle sus deseos a Xiao Xingchen. Tampoco puede negarse sus deseos.

No se arrepiente y aquella no es ninguna manera de pedir perdón. Simplemente odia ver sus planes hechos pedazos.

Libera a ambos.

—Ven —ordena—, tráelo contigo.

—¿Es hora? —vuelve a preguntar Xiao Xingchen—. Aun no amanece. Quiero ver el amanecer, Una última vez, Xue Yang, ¿acaso tu crueldad me negará también eso?

—Ven —repite, con la voz fría. Mejor si cree que lo conduce a su perdición; así no levantará sospechas y Xiao Xingchen podrá odiarlo, así como siempre estuvo destinado—. Tráelo contigo.

Song Zichen permanece callado. Aprieta los labios. Me quedará tu odio, general, será mío, sólo mío, siempre mío. No intenta convencerse de que no lo merece; desde el principio supo que estaba jugando un juego peligroso en el que podía perderlo todo. Sin duda, no le queda nada, porque incluso las propias piezas del juego se han rebelado en contra de sus designios.

—¿Por qué viniste, Daozhang?

—Amor —responde, en voz baja, y es cuando Xue Yang se da cuenta de que sus pensamientos se le escaparon en voz alta—. Creí que tú podrías entenderlo. Creí que también lo… Creí. Ah. Pero no lo amaste nunca.

«¿Cómo te atreves, Daozhang, a decirme que no amé a tu marido, si me puse ante él de rodillas y supliqué por el dolor?»

Pero no se queja. Después de todo, cuando Jin Guangyao preguntó un nombre, dijo «Song Zichen». No tiene derecho al dolor que siente en las entrañas.

—Es hora, ¿no? —Xiao Xingchen habla en murmullos apenas audibles que no despiertan a los calabozos ni a la fortaleza. No hay sospecha, pero tampoco hay esperanza—. ¿Serás amable conmigo, Xue Yang?

Tiene miedo, comprende el esclavo; la voz del príncipe tiembla.

¿Por qué viniste, Daozhang?


Jinlintai tiene varias salidas al desierto. Para llegar a ellas es necesario caminar por los túneles más profundos, aquellos que conducen el agua del oasis. Por allí conduce Xue Yang a Xiao Xingchen y a Song Zichen. Hay una aldea que puede alcanzarse con un día de viaje, caminando sin descanso. Es lo mejor que puede hacer, es lo único que puede darle a Xiao Xingchen por desafiar sus designios.

Ah, Xue Yang, que estúpido fuiste, creyendo que podrías salvar al héroe. No te dije, acaso, Daozhang, que lloraría el mundo con tu muerte.

Todavía soy el mundo, Daozhang, incluso si nunca vuelves a mirarme.

El sol empieza a asomarse en el horizonte cuando Xue Yang siente la arena bajo sus pies y le retira a Xiao Xingchen la venda de los ojos. Si no conoce el camino, no podrá volver, incluso si lo deseara.

—Aún no es la hora, Daozhang —responde, por fin y deja que el príncipe contemple el amanecer en el desierto—. Vayan al norte, no se detengan.

Xiao Xingchen se gira para buscar su mirada y Xue Yang no comprende lo que se esconde en sus ojos. No es agradecimiento ni es comprensión. La mirada del príncipe es dura, desconfiada, como si aquel fuera otro juego más. No le extiende la mano, no le ofrece nada. Hay decepción y hay alivio; hay odio, también, allí donde el esclavo busca el amor muerto. Xue Yang tampoco extiende su mano. No pide nada.

Xiao Xingchen le da la espalda y conduce a Song Zichen lejos de él.

No dice: «ven».

¿Querías que lo hiciera, Xue Yang?

Los ve perderse en el horizonte y, de rodillas en la arena, contempla el amanecer, esperando a que lo encuentren, sabiendo que la confianza del rey de reyes se ha terminado. Nunca más lo mirará Jin Guangyao como deseando resolver un acertijo, buscando comprenderlo entre las cadenas.

¿Dolerá el castigo, Daozhang?


Nunca ha visto a Jin Guangyao perder la compostura y es quizá su alarido cuando se da cuenta de que ha perdido su control sobre la fortaleza del norte lo que aterra a Xue Yang. De otro modo, nada sería diferente. Ha aprendido a arrodillarse allí donde el verdugo le indica, cada vez, a desatar su cinturón y dejar desnuda su espalda. El dolor siempre es el mismo.

Esta vez, sin embargo, le arrancan la túnica rasgando la tela y cubren sus ojos con un pedazo de tela. Los grilletes lo alzan dejando que sus pies cuelguen en el aire, como tantas veces vio hacer a los Wen.

—Sabes lo que hiciste. —La voz de Jin Guangyao ha recuperado su tono habitual, pero Xue Yang no puede olvidar el alarido. Han pasado tantos años y él nunca ha estado a la merced de lo que la furia verdadera pinta en el rostro del rey de reyes.

No hay respuesta.

—Esta vez, Chengmei, me aseguraré de que supliques por tu muerte y luego te recordaré a quien pertenece tu vida. No morirás —promete Jin Guangyao—, pero suplicarás. Rogarás morir.

Xue Yang esboza una sonrisa de lado. No puede ver el rostro de su amo, pero imagina su furia fría. No ha suplicado nunca, no lo hará está vez, incluso aunque lo balancee del techo y vuelva a golpear la espalda sangrante.

—Tu vida me pertenece, Chengmei. No morirás. Cuando sientas el látigo, no lo olvides.

Entonces el látigo silva y Xue Yang lo siente sobre su espalda. Aprieta los labios. No grita, no ruega, no se arrepiente. Sólo yo puedo jugar con el destino, Daozhang, ¿creíste que serías mejor en mi juego? Los únicos ganadores son los que no tienen nada que perder.

Un golpe, otro, otro más. El mundo se nubla y el verdugo no se detiene. Xue Yang aprieta la mandíbula y soporta el dolor. De eso se ha tratado siempre: hay concesiones que evitan el sufrimiento, pero al final del día, este siempre vuelve. Los grilletes siempre han estado en sus muñecas; la peonia en su brazo, marcada a fuego, no lo deja olvidar a quien pertenece.


Notas de este capítulo:

1) Y aquí acabó el arco culero, ahora vamos al más culero y más angst que este. Porque sí, eso existe. Digamos que calculo unos 35 capítulos a estas alturas, pero mis cálculos pueden estar un poco desaproximados, así que ya veremos. No tengo ni idea de cuántos me lleve terminar.

2) Este capítulo también se llama: pobre Xue Yang.


Andrea Poulain