HETALIA BELONGS TO HIDEKAZ HIMARUYA


Italia apretó los labios.

— ¡Y-Y no te lastimes, o-o te pongas enfermo, ¿vale?!

Aquellos labios que acababan de ser besados por primera vez...Le caían lágrimas de los ojos, viendo cómo se marchaba el responsable.

Sacro Imperio Romano tragó saliva, pero no se detuvo en su camino hacia la salida.

— ¡Nos volveremos a ver! ¡Sí! ¡Claro que sí!—exclamó Italia.

Aquello fue lo que por fin hizo que Sacro Imperio Romano se diera la vuelta para mirar a Italia por última vez. Sus ojos se humedecieron, incapaz de tragarse las lágrimas por más tiempo.

— ¡No importa cuántos siglos pasen, siempre te querré más que a nadie en este mundo!—gritó, alzando un brazo hacia su amada.


1806


Ya poco había que hacer allí. Sacro Imperio Romano estaba acabado. Tirado boca abajo, trató de echar mano de su mosquete sin conseguirlo. Le manaba sangre a través del resquicio de sus labios abiertos. Una estampa lamentable ante la cual Francia no era del todo indiferente; después de todo, y aunque nunca hubieran sido amigos en el sentido estricto de la palabra, se conocían desde hacía muchos siglos.

Volvió la mirada hacia Napoleón. Éste le hizo un gesto con la cabeza. Eso le ayudó a decidirse.

— Lo siento, Sacro Imperio. Pero estás en medio.

Se colocó encima del chico, sujetando su mosquete en vertical. La bayoneta resplandeció al recibir un rayo de sol.

Sacro Imperio Romano tembló, gimió. A Francia le irritaba que perdieran el coraje en sus últimos instantes de vida, era un insulto a su alta estima por la dignidad. Vamos, Sacro Imperio, afronta la muerte como un hombre.

Pero Sacro Imperio Romano fue al fin capaz de musitar lo suficientemente alto como para que comprendiera qué estaba diciendo:

— ¡Italia...!

Francia se frenó. Aquello estuvo a punto de hacerle cambiar de idea. Pero de nuevo Napoleón posó sus ojos sobre él, animándolo a terminar lo que había empezado. ¿Por qué mostrar piedad ahora? Estaba muriéndose, seguramente. Llegados a este punto, no podía más que acortar su sufrimiento.

Se había prometido a sí mismo que no dejaría que nadie se interpusiera en su camino...Absolutamente nadie...

Aunque trató de no pensar, pensó en Italia cuando clavó la bayoneta a Sacro Imperio entre los hombros, justo en el corazón.

Sacro Imperio Romano no soltó ni un quejido. Tan sólo se quedó completamente inmóvil. Y, delante de Francia y de su emperador, se deshizo en polvo.

Un gesto más de validación por parte de Napoleón, el cual posó una mano sobre su hombro, y ambos se marcharon.

Prusia apareció al cabo de media hora o así, una vez se hubo asegurado de que Francia y su ejército ya estaba lejos.

¡Sacro Imperio!—lo llamó entre las pilas de cadáveres germanos que sus hombres estaban arrastrando para darles un entierro digno.

Y lo encontró..., sus ropajes, entre un montón de polvo, y un charco de sangre que se desvanecía bajo el sol.

El normalmente guasón de Prusia se puso muy serio. Se quitó con solemnidad el sombrero. Al verlo, su rey y sus soldados lo imitaron.

— ...Francia se ha hecho muy fuerte...—dijo Guillermo III pasados unos minutos de silencio.

Prusia asintió. Y peligroso, pensó.

No podía perder más tiempo allí. No había nada que pudiera hacer por Sacro Imperio. Tan sólo usar lo que había visto como incentivo para pelear con más ardor, para no acabar como él.

Suspirando a través de la nariz, Prusia se volvió a colocar el sombrero y se dio la vuelta para marcharse.

Sin embargo, se detuvo, cuando una brisa sopló, arrastrando parte del polvo y haciendo que algo enterrado en él se echara a llorar.

Guillermo III arrugó el gesto, confuso. Prusia volvió para ponerse de cuclillas frente a los restos de Sacro Imperio Romano.

¡Un bebé!

Le quitó la ropa en que estaba enredado, sacudió un poco del polvo que lo ensuciaba (puesto que era evidente que era un niño).

Nación y monarca intercambiaron una mirada atónita, y entonces Prusia soltó una risotada.

— ¡Vaya! ¡Qué te parece! ¡Por lo que se ve, alguien se ha dado prisa por reemplazarte, Sacro Imperio!

No tenía ni idea de cómo se sostenía a un bebé, su rey tuvo que corregirlo.

— Me parece que me acabo de encontrar un hermanito...—sonrió.

Pobre niño, pensó Guillermo III, sonriendo. Aunque ¿quién sabe? Prusia parecía haberse encariñado ya con el crío. ¡Pudiera ser que hiciera el esfuerzo por ser un buen hermano mayor y todo!

— La nodriza Anna vuelve a estar preñada. Tiene buena leche. Sí, ella servirá. Las mejores tetas para ti. Quizás no le importe compartir, ¿las compartirías conmigo?—le oyó hablarle al bebé, acunándolo en sus brazos para que dejara de llorar.

No es que confiara en él al ciento por ciento, pero Prusia desde luego lo iba a intentar...


Francia conquistó Italia. Romano odiaba tener que luchar en sus batallas a partir de entonces. Veneziano, por otra parte, tenía sentimientos encontrados. Claro que no le gustaba ser el subordinado de nadie, pero era su 'hermanito Francia', y le trataba razonablemente bien. En vez de alimentarlo a base de sobras, lo invitaba a sentarse a la mesa con él.

— Por aquel entonces, cuando los cuatro éramos las provincias de tu abuelo y tú y Romano erais bebés—rememoraba Francia con un vaso de vino en la mano—. ¡Ah! ¡Qué buenos tiempos! Ahora míranos...

Sí, míralos...Los imperios de España y de Portugal se estaban derrumbando, Inglaterra era un rival peligroso, Francia estaba cerca de conseguir emular al Abuelo Roma...

Los ojos de Veneziano se fijaron en los vendajes empapados que cubrían su cuerpo. Sí, se estaba dejando la piel para conseguirlo.

¿Valía la pena? Su propio instinto le decía que sí, y que él mismo debía luchar por conseguirlo. Sus recuerdos, por contra, le traían a la cabeza la imagen de la espalda surcada de cicatrices de su abuelo, el dolor que escondía a todos y sólo él vio...

«No quiero que te pase eso...»

Sacro Imperio...

Había pasado tanto tiempo...

Veneziano alzó los ojos hacia Francia.

— ¿...Sabes qué fue de Sacro Imperio?

Francia se lo quedó mirando un segundo, tragó el vino que tenía en la boca, dejó la copa sobre la mesa y apartó la mirada.

— No le veo desde hace siglos. Pero tú le has visto, ¿verdad?

Francia no contestó en largo rato.

— Ah...Lo siento, pero Sacro Imperio ya no existe...—dijo en voz baja.

¿Eh...?

— Deberías olvidarte de él. Ya has sufrido bastante, ¿no crees?

Francia sólo quería comer tranquilo. Italia no le dejó. No tocó su plato. No le quitaba los ojos de encima.

— ¿...Cómo fue?

Francia no quiso mirarlo.

— ...Una larga enfermedad...—contestó.

Y no dijo más sobre el tema, ni en toda la noche.


1871


Italia acababa de unificarse. Alemania ya era lo bastante mayor como para relacionarse con las naciones él solito. Al estar tan cercanos en el mapa, era natural y aconsejable conocerse y llevarse tan bien como fuera posible.

Alemania miró a través de la ventanilla del carruaje que los conducía a él y a su canciller von Bismarck hacia la casa de Italia, fascinado por el paisaje mediterráneo, tan diferente del suyo en algunos aspectos.

— Pueden mostrarse un tanto...entusiastas. No te preocupes, es que son así—le estaba diciendo von Bismarck.

Alemania asintió.

— Romano y...¿Milano?—trató de recordar.

— Veneziano.

— Eso. Norte y Sur de...

— Italia.

Una pequeña arruga surcó su cara infantil. Algo que el canciller no pasó por alto.

— ¿...Alemania?

— ¿Hm?—el niño volvió los ojos hacia él.

— ¿Te encuentras bien?

— ...Sí...

Su corazón había dado un vuelco raro...Probablemente fuera cosa de los vaivenes del carruaje...

El vehículo se detuvo justo enfrente del palacio, donde el rey Emmanuel II aguardaba a los alemanes junto a sus naciones.

— Bienvenidos, bienvenidos—dijo con los brazos abiertos.

Otto von Bismarck fue el primero en salir. Le siguió la nación, a quien ayudó a bajar.

El corazón de Veneziano dio un brinco.

Esa cara...Esos ojos...

— Veneziano.

Parpadeó, dándose cuenta de que su rey lo estaba sacando de su ensimismamiento, porque los invitados estaban enfrente de él, ofreciéndole las manos para que las estrechara, y él tenía la cabeza en otra parte.

— Este es Italia del Norte, aunque le llamamos Veneziano—lo presentó Emmanuel II, ya que él no decía nada.

Italia...

Habría jurado que eras una chica...¿No me dijo eso el señor Otto?

— Mucho gusto, Veneziano—dijo Alemania, ofreciéndole su mano.

Un nudo en la garganta le impidió contestar a Veneziano. Se mordió el labio inferior..., el labio que él había besado, hacía mucho, mucho tiempo.

— El gusto es mío, Alemania—esbozó una sonrisa. Una sonrisa luminosa, sincera.

No le estrechó la mano. En su lugar, le besó las mejillas.

Un momento fugaz en que intentó encontrarlo en aquel niño. No supo si lo consiguió o si tan sólo era que deseaba verlo con todas sus fuerzas.

...Sí...Probablemente fuera eso. Él se había ido, y este niñito no era él.

De modo que de eso era de lo que le había hablado su jefe, supuso Alemania, aunque saberlo no le quitaba incomodidad.

Su corazón volvía a hacer aspavientos.


FIN