Capítulo 209. Cuando los héroes blanden la divinidad
El escudo de Aquiles era un arma demasiado poderosa como para dejarlo en la Tierra. Tampoco era aconsejable elevarlo a los cielos, habida cuenta de que Ares, tras la derrota del falso dios de la guerra, Hashmal de Leo, frente a Atenea, fraguaba una revancha contra esta, receloso de la seguridad en los mortales de que era ella la más fuerte entre las deidades guerreras. Y si los santos de Atenea se caracterizaban por no emplear armas, los makhai fueron conocidos por justo lo contrario, siendo la élite entre estos, el Azote de Heracles, portadores de las armas sagradas, la razón por la que mil años después héroes como Blaiddyd, Fraldarius, Riegan y Goneril pudieron brillar y merecer un sitio en el cielo, blandiendo el mismo acero olímpico.
De modo que la mejor arma que Hefesto hubo creado por propia cuenta para un mortal, fue escondido por partida doble. Primero, alejada del mundo de los humanos. Después, enmascarada bajo la constelación en que el escudo de Áyax fue inmortalizado. La constelación de Escudo ocultó bien por miles de años aquella obra maestra, preludio del surgimiento de los Astra Planeta. Sin embargo, cuando Tetis, presintiendo una explosión galáctica, desgarró el tejido espacio-temporal que era el cuerpo de Aquel que se desliza en la oscuridad usando Diestra y Siniestra, el dunamis dormido entre aquellas estrellas la reclamó por primera vez. El dunamis de la diosa Talasa la tomó sin importar los billones de galaxias que las separaban. Tetis fue transportada a un mundo distinto del universo material, donde un mar infinito bañaba una tierra de labor y placer.
Apareció en el fin del mundo, con las aguas limpiando los ensangrentados pies antes de retroceder. La playa era suave y cálida gracias al sol que brillaba en lo alto, a unas cuantas horas de terminar el viaje en ese día. Océano no tenía fin, no obstante, el palacio occidental de Apolo y Artemisa solo distaba lo bastante del mundo de los hombres como para que ningún barco pudiera anclar en las islas del crepúsculo. Más allá era el dominio de Nix, de eterna noche, al igual que la isla del poniente, residencia oriental de Apolo y Artemisa, precedía al dominio de Hémera, donde la luz imperaba sempiterna sin que ningún astro fuese necesario. Era el antiguo modo de ver el universo, una visión geocéntrica que se desmoronaría bajo la lupa de cualquier científico respetable, pero las leyes de la física y la lógica humana eran una consecuencia más de la voluntad divina. La realidad podía adoptar cualquier cariz si un dios así lo disponía.
—¿Cuánto tiempo vas a seguir escondiéndote? —cuestionó Tetis, levantándose. Diestra y Siniestra se transformaron en Aquiles justo antes de que Cichol descendiera.
El ángel del Aire la había seguido a través de la abertura espacio-temporal. Armado con Assal y escudado por Ochain, Tetis solo necesitaba echarle un vistazo para entender que aquella sería una batalla muy, muy dura, y bastante larga.
—Es increíble —dijo Cichol, maravillado de aquel mundo tan semejante a la Tierra que visitó en el pasado, durante la Guerra de las Estrellas. La luz de la nostalgia brillaba en los ojos del ángel, centrados en el mar infinito de misteriosas profundidades. Tenía justo la expresión de quien pasaría una buena tarde pescando si tuviese la oportunidad—. Esto no es un planeta —entendió enseguida, cabeceando—, es un mundo completo. Un universo paralelo al nuestro, oculto en… ¿Una de las constelaciones?
—Pareces sorprendido —dijo Tetis, avanzando hacia el enemigo con cautela. Las escamas perladas, regalo de sus padres, nunca habían sufrido daños tan severos.
—Los dioses del Olimpo crearon las constelaciones como un mapa del destino que guía a los seres humanos hacia un mañana dorado como lo fue el pasado —dijo Cichol—. Que haya un universo oculto en una de ellas sorprendería a cualquiera.
—No es un universo, es dunamis, mi dunamis —recalcó Tetis, llena de orgullo.
—Creía que ya habíamos superado esa etapa —lamentó Cichol, negando con la cabeza—. Los humanos adoran como dioses a las ninfas y a los espíritus, a los de origen mágico y a los de origen divino, mas no lo somos. Nereo era un dios, Doris uno de los humanos originales y tú una existencia más parecida a los semidioses de la Tierra que a los inmortales que moran en el monte Olimpo. La única diferencia entre nosotros es que tú posees el nimbo, cosmos divino, y yo la magia. No debería subestimarme.
Sin ánimos de discutir la ascendencia de su madre, Tetis prefirió preguntar:
—¿De verdad es necesario que luchemos?
—Todo el que amenace los sellos debe ser aniquilado por la Segunda Orden de Ángeles —respondió Cichol—. Es mi obligación matarte. Mataros a todos.
—¿Y ahora quién está subestimando a quién?—acusó Tetis, alzando el brazo derecho hacia arriba. El flujo de sangre por las venas y aortas del brazal diestro de Aquiles se aceleró a la vez que las aguas se elevaban en una gran ola—. Talasocracia.
La ola se transformó en un tsunami, el tsunami creció hasta ser una auténtica cordillera, una masa de agua como no se hubo visto desde el diluvio universal. Mientras el océano bajo su comando traspasaba las nubes, Tetis no pudo menos que sonreír: la última vez que empleó esa técnica, luchaba contra un ejército. Tras la Guerra de los Demonios y el Gran Impacto, la Tierra hubo de ser restaurada y reconfigurada, tornándose pronto en un paraíso para los enemigos de los dioses. Caídos Tifón y sus hermanos, sellados los Reyes Durmientes ora en el lado oscuro del universo, ora en los Jardines de Azathoth, vencidos los demonios y castigados todos aquellos hombres que osaron desafiar a los cielos, eran los gigantes los principales enemigos que el Olimpo tenía. No los originales, la camada primordial, con Encelado como lugarteniente del dios de la destrucción, sino una nueva raza nacida del contacto entre Tifón y los planetas de todo el universo; la prole de Tifón y Gea en términos simples. Estos seres inmortales inclinaban la cabeza hacia dieciséis caudillos, entre los que quien más destacaba era el archiconocido Porfirión, el más viejo de los gigantes. Según las leyendas, cada uno de esos seres inmortales debió ser derrotado por un dios y un mortal, pero tanto la Titanomaquia como la Gigantomaquia de Homero estaban influenciadas por las guerras libradas por los dioses del Zodiaco. Los verdaderos responsables de derrotar a aquellos enemigos fueron los hijos de Estigia: Cratos, ángel de la Fuerza, Bía, ángel de la Violencia, y Zelo, ángel del Fervor, con el respaldo de Niké, diosa de la victoria y hermana de aquellos. Ellos, sin ningún ejército respaldándolos, derribaron a la mayor parte de los caudillos, si bien Damasén escogió rendirse. Solo dos gigantes enfrentaron en verdad a divinidades, siendo el caso de Porfirión el más sonado, al haber atraído la cólera de Poseidón por aspirar a tomar como esposa a la bella Anfitrite.
La batalla de Porfirión y Poseidón todavía causaba un gran pavor en Tetis. Los mortales no llegaron a conocer jamás la fuerza de quien solo iba detrás de Zeus, ni siquiera Pirra de Virgo. Al fin y al cabo, dentro del cuerpo de un humano estaba limitado al nimbo, o cosmos divino, mientras que el líder de los gigantes conoció en su propia carne la furia de los océanos. Al tiempo que los cielos ardían, los mares se estremecían, pues una horda de monstruos al mando de Polibotes planeaba la captura de las nereidas. Tetis, por supuesto, había invitado a sus hermanas a disfrutar de ese nuevo mundo de cinco continentes y agradable clima.Como la más poderosa de las hijas de Nereo, Tetis no podía esconderse en su condición de diosa creadora y dejar todo en manos de los ángeles y Poseidón, siendo ella la responsable de que estuvieran en ese planeta para empezar. Talasa no era una diosa que luchara, no obstante, ese día luchó. Fue un terrible combate, la espantosa visión de los Niños de Ceto cabalgando las olas hacia isla Thalassa y el modo en que Tetis, por lo general amistosa y pacífica, barría a aquellos monstruos descerebrados, confiados en exceso, mediante la Talasocracia, fue la principal razón por la que las nereidas prefirieron vivir bajo el mar que en la superficie. La fama que más adelante tendría Aqua, aún no nacida, de ocultarse debajo de la cama tras cada ataque de pánico, ese día la compartieron todas las hermanas de Tetis. Como fuera, la suya fue una victoria tan absoluta como la del propio Poseidón, aunque al final este último debió hacerse cargo de todos los caudillos. Por mediación de su madre, Gea, nadie que tuviera sangre divina en las venas podría matarlos jamás, mientras que no contaban con tan noble ascendencia carecían del poder para ello. Ni siquiera Poseidón pudo saltarse aquella ley mientras la espada de Hades, regalo de la Muerte, siguiera existiendo. Pese a la furia que sentía, debió tomar otras medidas.
«Los encerró en el monte Etna —rememoró Tetis, cuyos recuerdos de la temprana era mitológica afloraban por hallarse allí, en comunión con el dunamis dormido por tantos milenios—. Después fueron liberados, para caer de nuevo. Una y otra vez, ese ciclo se repetiría sin apenas cambios. El infierno personal del pueblo de los gigantes.»
Cichol no se confió como los Niños de Ceto. Tampoco mostró la salvaje resolución de los gigantes, sino todo lo contrario. Esperó, paciente e inflexible ante una ola lo bastante vasta como para arrasar la playa entera. Solo cuando Tetis bajó la mano cambió el semblante, despierto a la Octava Consciencia. Estaban fuera de la influencia de Aquel que se desliza en la oscuridad, ya no tenían que contenerse en ese sentido. En absoluto.
Cien millones de agujas de agua aceleradas por sobre la velocidad de la luz llegaron hasta el ángel en un mísero picosegundo. Suficiente para que este actuase, bloqueando con Ochain todos los disparos que no podía destazar con un barrido de Assal. No era como los Niños de Ceto, luchaba como los héroes de la Tierra, vencedores de los gigantes. No los santos de Atenea, cuya única arma era el cuerpo, sino los atlantes que junto a los guerreros azules libraron la Guerra de la Sangre en ausencia de los primeros. En la rápida y eficiente forma con que deshizo la primera fase de la Talasocracia, quedaba reflejado con claridad el entrenamiento de Eolo. Y hubo más: Polibotes se defendió de las agujas empleando a los monstruos marinos como escudo, pero siguió adelante seguro de poder derrotar a la diosa del mar; Cichol, en cambio, miró hacia arriba, desde donde diez mil veloces jabalinas acuosas fueron arrojadas por igual número de guerreros grandes como cíclopes montando caballos también enormes. Estos representaban la espuma que coronaba la ola, mientras que las armas lanzadas eran como meras gotas, descendiendo eso sí a la misma velocidad súper lumínica de los disparos de la primera fase. El ángel alzó el vuelo, dejando que aquellas armas atravesasen la tierra en toda su profundidad y optando por atacar en vez de defenderse.
Pero si la primera y segunda fase de la Talasocracia, Arquería y Caballería, eran ideales para devastar ejércitos, la tercera fase, Infantería, era la adecuada para enemigos individuales. Mientras que Cichol, habiendo detenido con Assal el arma del primer Caballero, corría a través de la gruesa lanza y clavaba en el corazón de aquel la suya propia, los demás Caballeros junto a la ola entera formaron la auténtica forma de la Talasocracia: una esfera, brillante desde fuera como una piedra preciosa, que dentro contenía las mismas condiciones que el océano primordial terrestre. La misma presión de aquellas inhóspitas profundidades, la misma toxicidad que Tetis debió purgar, los mismos monstruos que Poseidón hubo de exiliar por su complicidad con Polibotes. Estos últimos, otrora Caballeros, se podían manifestar en cualquier punto de la Talasocracia y golpear a Cichol con toda suerte de armas pesadas, cuando no segregaban desde las serpientes que tenían por cabellos un veneno mortal para los humanos. Tetis solo había tenido que llegar tan lejos con la Talasocracia porque Polibotes se negaba a rendirse, pero mientras el gigante fue desgarrado como un cerdo por las hachas, martillos y mazas de los Infantes, Cichol resistía y resistía.
En parte era comprensible. Cichol no era humano. El veneno de los Infantes servía tan poco contra él como la falta de oxígeno. En cuanto a la presión oceánica, no era un problema para el portador de una gloria destacada incluso entre las glorias de la Segunda Orden, que solo había podido dañar armada con sangre divina. Por otro lado, los Infantes eran soldados nacidos del dunamis, tenían la fuerza y la oportunidad de dañar incluso una gloria de la talla de Arianrhod, al poder venir desde cualquier lugar. Que pasados tres minutos de lucha constante Cichol siguiera sin recibir un solo golpe decía mucho de su habilidad como guerrero. Y de la solidez de su arma y escudo, por supuesto. Cien veces fue golpeado Ochain, trescientas veces desvió Assal diversos ataques, sin recibir ambas armas ninguna mella.
—Tendré que recurrir a la cuarta fase —decidió Tetis—. Más allá de los ejércitos humanos están los dioses. ¡Dunamis…!
El hacha de un Infante partió a Cichol desde la cabeza hasta las costillas. La lanza y el escudo cayeron de sus manos inertes. Acto seguido, Talasocracia, un mar compacto ensombreciendo la playa entera como una segunda luna, empezó a hervir.
Los Infantes, uno tras otro, aparecían en diversos puntos de la prisión acuosa en busca del desaparecido cuerpo del enemigo solo para arder desde dentro hacia fuera. Ardían sin mediación del fuego, como una vaporización instantánea provocada por una fuerza tan invisible como lo era el aire. Aire dentro del agua, aire caliente.
Pronto el ángel volvió a descender, brillante por el vapor que se adhería a su cuerpo. La Talasocracia había sido deshecha tras un imposible aumento de la temperatura.
—Es tal y como dije —explicó Cichol, pisando la arena de la playa—. Tú todavía cuentas con el nimbo. Yo poseo las artes mágicas que trastocan el orden y el caos del universo. Esto que has visto es el Estilo del Viento Sur: Euro.
Antes de replicar, la nereida maldijo su pueril alegría. Por supuesto que no iba a recuperar el dunamis solo por hallarse en ese lugar. Su sacrificio había sido irrevocable.
—¿Cómo? —dijo Tetis—. ¿Cómo has podido hacer hervir la Talasocracia? —No era agua corriente, sino cosmos divino manifestado como tal. Si Aqua había podido confrontar por su propia cuenta las llamas del infierno, ¿qué no podría resistir ella? Aun el fuego de las estrellas, capaz de aplastar los átomos, era para ella tan inofensivo como una brisa cálida—. Es imposible que domines un fuego tan poderoso.
—Soy yo el que tiene agua en los oídos —replicó Cichol, inclinando la cabeza—. He usado magia. Tu Talasocracia requeriría, como poco, de la Hipernova de Sariel para ser contrarrestada. Yo no poseo la capacidad de encender un fuego de esas proporciones, mas sí que soy ducho en las artes mágicas que manipulan el clima. ¡Puedo traer al campo de batalla cualquiera de los cuatro vientos! El calor del verano, el frío del invierno, la podredumbre del otoño y la engañosa dulzura de la primavera.
—Ridículo —despreció Tetis, reiniciando la Talasocracia. El océano se alzó como una inmensa pared, disparando un sinnúmero de agujas de agua, la Arquería, todas sobre el ángel. En esa ocasión, este no se quedó quieto, sino que desapareció de la vista antes de ser impactado y enseguida un soplo de aire caliente hervía la Talasocracia entera, vaporizándola en un mero parpadeo—. ¿El viento del sur? ¿El calor del verano? ¡Los hijos de Eolo no se comparan con la lugarteniente de Poseidón! —exclamó la hija de Nereo, sabiendo herido su orgullo—. ¡Ningún fuego puede…!
Sintió que una cálida brisa pasaba a través de ella: Cichol, unido a la naturaleza. Él era, en efecto, el viento, capaz de transmitir su magia al contacto. La nereida hubo de alejarse a toda prisa antes de que Aquiles empezara a vaporizarse también.
—Ya te lo he dicho —advirtió Cichol, apareciendo a su espalda, o más bien manifestándose. Ahora estaba en todas partes—. No es fuego.
—Solo debo golpear más rápido —decidió Tetis. La Talasocracia era inútil si el enemigo podía destruir la base antes de que siquiera empezase la Arquería, de manera que se saltó las fases y fue creativa. En condiciones normales, no había aire en el agua, pero sí agua en el aire, moléculas que podía aprovechar para hacer aparecer agujas de agua allá donde veía al ángel. Nada servía: atravesaba la cabeza, el corazón y los pulmones del guerrero celestial y al momento este aparecía en otro sitio—. ¿Eres más rápido que yo? —Hubo de admitir, sopesando otra cosa que era también inútil: superar la velocidad de la luz frente a un enemigo omnipresente.
—Ya veo —habló Cichol, desde todas direcciones—. Tu cosmos ha descendido desde el momento en que destruí la Talasocracia. Dudas de tu fuerza. Estás siendo injusta contigo misma, hija de los dioses. —La temperatura de Aquiles empezó a acrecentarse, quemando la piel de la nereida sin que hubiese opción al contraataque—. Yo no domino ningún fuego, mi magia doblega un aspecto de la realidad: el calor presente en la materia. Me basta un solo roce para que cualquier cosa se caliente hasta el punto en que se evapora. ¡En eso consiste en el Estilo del Viento Sur: Euro!
Para ese momento, no solo Aquiles, sino todo el cuerpo de Tetis había tenido contacto con el ángel. La armadura perlada, a pesar de los daños, la mantenía con vida, pero no podía impedir que de la piel empezaran a salir ampollas, ni que los vasos sanguíneos, las arterias y aortas de la armadura despidieran hilos de vapor rojizo. Era cuestión de tiempo que lo que creía la defensa definitiva se convirtiese en su perdición.
«¿Perdición? —pensó Tetis, irritada—. ¡Yo soy una diosa! —La sangre que corría por sus venas seguía siendo la de Nereo y Doris. Había hecho mal en exponerla, necesitándola tanto. Con un pensamiento, deshizo la armadura, volviendo el vital fluido a pasar por su auténtico aparato cardiovascular. Fue el mayor dolor físico que hubo sentido en la vida, pues lo que entraba bajo su piel no era sangre, sino fuego, quemándole las entrañas y haciéndole gritar de dolor—. ¡Soy una diosa, hija de Nereo, jamás caeré contra un mero espíritu! —Los ojos, bien abiertos y enrojecidos, sangraron. Sentía tal calor allí que bien podrían estar derritiéndose—. Mi cosmos… mi dunamis… —Dejó de poder ver, dejó de escuchar, oler y sentir. Todos los sentidos estaban siendo abrumados por el ángel del Aire, que la rodeaba con su mortal tacto, quemándole toda la piel descubierta, luchando contra la mágica protección de la armadura perlada—. Yo…»
—Soy una diosa —reafirmó Tetis, antes de perder el habla.
Assal vino desde alguna parte atravesándole el corazón.
Perdidos los sentidos convencionales además del sexto, ahora la nereida solo podía ver con aquellos extraordinarios. El Séptimo, la facultad de manipular el cosmos; el Octavo, la facultad de aprovechar el poder divino latente en toda alma.
El Noveno, origen de toda existencia. Tetis, aún sin poseerlo ya, estaba en él.
A través de Talasa, pudo ver el ardiente viento de Euro tomando la forma de Cichol, cuya mano arrancó la lanza sin un ápice de misericordia.
—No lo eres, harías bien en reconocerlo —dijo Cichol—. Es lo mejor que podemos hacer, nosotros los espíritus. Dejar de engañarnos, pasar página. Inmortales, sí, mas no dioses. Nunca volveremos a caminar al lado de los que reinan desde los cielos.
—¿Quién querría andar por el infinito y la eternidad de la mano de esos pedantes sabelotodos? —cuestionó una voz omnipresente, nacida del propio mar que rompía contra la playa. El ángel presintiendo el peligro, quiso decapitar a Tetis, blandiendo Assal de lado a lado; la cuchilla del lado izquierdo de la punta de la lanza se detuvo a cinco centímetros del cuello, mientras Tetis sonreía—. Yo soy del Pueblo del Mar. Puede que honre la tierra con mis pies, y es posible que permita que los vientos, niños de Eolo, mezan mis cabellos, mas el Olimpo no produce en mí más que un franco aburrimiento. No somos iguales, espíritu, es hora de que te lo demuestre.
La razón por la Cichol no pudo darle muerte era la bendición presente en la armadura perlada. No era posible matar a una nereida mientras tuviese esa protección, por ello a ninguna de las hermanas de Tetis se les había ocurrido nunca renunciar a ellas. Era un tesoro invaluable, una protección que los reyes atlantes envidiaron a través de los milenios, siendo el poderosísimo Atlas la única razón por la que las discrepancias entre las ociosas nereidas y la familia real de la Atlántida nunca pasaron a mayores. Todas las hijas de Nereo sentían gratitud por ese regalo, y Tetis más que ninguna de ellas, habiendo sobrevivido a tantas guerras y conflictos. Demonios, monstruos, gigantes, horrores y hasta un ángel. Había sido un largo viaje.
Tras un mero pensamiento, una blanquísima luz lo cubrió todo, obligando a Cichol a retroceder. Cuando abrió los ojos, Tetis ya estaba desprovista de cualquier prenda, sosteniendo entre los dedos una sencilla perla agrietada por la batalla. La sangre sobre el cuerpo había sido limpiada por la espuma en que se convirtió el vestido.
—Ya veo —dijo Cichol, con los ojos bien abiertos—. Es una pieza del collar que Nereo regaló a Doris como presente de tan divina unión. ¡Eso es lo que te ha protegido!
Un espíritu no era lo mismo que un dios. Al ángel del Aire sí que le turbaba ver la desnudez de una diosa. No desvió la mirada de la perla hasta que la hija de Nereo la introdujo entre sus labios, tragándosela, sacrificando ese maravilloso tesoro.
La cuarta fase de la Talasocracia era incendiar el dunamis que ya había aprisionado al enemigo. Considerando la magia de Cichol, eso era imposible: el guerrero celestial desharía cualquier intento de atacarle con grandes masas de agua o cualquier forma de materia. Necesitaba usar algo que no pudiera hervir, ni congelar, ni destruir de ninguna forma. Necesitaba energía en estado puro, rápida como para borrar del mapa al enemigo sin que tuviera tiempo de volverse aire, potente como para destruir una de las armas sagradas de Hefesto. Talasa habría podido destruirla de siete formas distintas, Tetis solo tenía un recurso para lograr tal prodigio, siempre que lo ejecutara en el momento justo.
Y si sobrevivía al dolor. Los humanos eran afortunados: si perdían el corazón, hallaban la muerte al poco tiempo. Ella tenía un hueco donde aquel debía estar, y sobrevivía, consciente además de cómo el calor del interior de su cuerpo ya estaba empezando a derretir la estructura ósea. Si hubiese esperado un poco más, no estaba segura de qué habría sido de ella, con toda la sangre perdida y los órganos internos incinerados. No tenía voz, pero todo ese sufrimiento lo soltó en un alarido animal que arrancó al despiadado ángel un acceso de compasión: debía matarla, como el amo debía ejecutar a un perro rabioso. Avanzó hacia ella con paso solemne, tornando a Ochain en una vara y uniéndolo con Assal para formar la poderosa e indestructible lanza de Lugh.
«Virtualmente indestructible —recordaba Tetis. La perla viajó desde su garganta al estómago, momento en que la nereida la hizo arder con un mero pensamiento. Una energía divina fluyó, dulce y maravillosa, deshaciendo la magia de Cichol y restaurando cualquier daño de la batalla inferior. Un afortunado efecto colateral—. Un poder comparable al Big Bang, un ataque enfocado a la estructura subatómica de la materia.»
Ella no tenía esa fuerza, ya no. Sin embargo, el universo había nacido por la voluntad divina. Empleando el dunamis, los milagros del cosmos se volvían rutina. Algunos.
—Te recomiendo que uses todo tu poder —dijo Tetis, sonriendo.
—Imposible —replicó Cichol, todavía avanzando. No le sorprendía la repentina restauración del cuerpo de la nereida, ni tampoco la fuerza que nacía desde las entrañas de aquella. No temía al nimbo, pues contaba con el poder de la magia y las armas de Hefesto—. Mi verdadera fuerza queda reservada para Macuil, el ángel del Fuego. Tú eres fuerte, mas Macuil es la mano derecha del Gran Espíritu Seiros. No hay comparación. —Llegó hasta ella, sin interés en volver a emplear el Estilo del Viento Sur: Euro—. Él es de la Segunda Orden de Ángeles, tú estás al nivel de los héroes.
El divino cosmos de Tetis los envolvió a ambos, diosa y ángel, impidiendo a Cichol volver a fundirse con el viento.
—Gracias —dijo Tetis—. Por compararme a los héroes de la Tierra. Gracias.
—Los héroes son lo más bajo de la jerarquía celestial —negó Cichol—. ¿Por qué ibas a sentirte agradecida? No tiene sentido.
A pesar de la tranquilidad aparente, el ángel alzó la guardia. Estaba inseguro de si atacar, o defenderse, pues mientras no pudiese fundirse con el viento no existía una ventaja de velocidad. Y en términos de poder bruto él era inferior.
—Porque eso es lo que soy —respondió Tetis—. Antes que diosa, una heroína. ¡Una heroína, blandiendo la divinidad!
—Has perdido el juicio —lamentó Cichol—. ¡Permite que acabe con tu sufrimiento!
Todo se definió en un solo picosegundo. El guerrero celestial apuntó no al corazón, restaurado en torno a la energía liberada por la perla, sino a la cabeza. Sin un cerebro, ni siquiera una hija de los dioses podría seguir siendo un problema. Después solo tendría que destazarla mediante lances súper lumínicos hasta que cualquier regeneración fuera imposible, pero primero impediría que aquello le causase dolores innecesarios.
Era un buen hombre, Tetis lamentaba que no fuese además uno sensato. Si hubiese estado dispuesto a parlamentar cuando llegaron a ese lugar, ella habría podido reservar este as bajo la manga contra un enemigo que en verdad lo mereciera.
Que las glorias de los ángeles olímpicos tenían nimbo era información accesible para todos los que alguna vez pisaron el cielo. Hefesto era el encargado, después de todo, no había nadie mejor que él para moldear el cosmos divino. Las protecciones de los guerreros sagrados, empero, no contaban con ese ingrediente. Lo más parecido era la entrega de icor por parte de Atenea al formar los mantos sagrados. ¿Y qué pasaba con el regalo nupcial de Nereo a Doris? ¿Qué cosa, si no el dunamis, habría podido proteger a cincuenta deidades descuidadas de un universo hostil contra los dioses que lo señoreaban? Tetis llegó a asumir que era por causa de una magia poderosa, pero rememorar aquella reunión con Hefesto le hizo considerar una opción más simple: Nereo poniendo en manos de su querida Doris el dunamis del Viejo del Mar, una parte al menos, que más adelante fue a su vez fragmentada en cincuenta partes. ¿A cuánto ascendía la quincuagésima fracción del infinito? Estaba a punto de averiguarlo.
Su cuerpo no solo se había restaurado, con un nuevo corazón latiendo del icor que como hija de Nereo le correspondía, también se estaba potenciando. Un picosegundo era la billonésima parte de un segundo, contenedora de mil femtosegundos. Tetis actuó en el último de esos mil, cuando Assal estaba por atravesarle el cráneo y no había espacio alguno para que escapase el ángel de su técnica definitiva: Dunamis Pneuma.
La divina energía manó de entre sus labios como una corriente aguamarina, semejante a las líneas de la armadura de Hefesto que evocaban a los dioses del mar. Como el aliento de los antiguos dragones, el Dunamis Pneuma atravesó el arma sagrada sin hallar la más mínima resistencia. El ángel del Aire ni siquiera pudo huir antes de ser impactado; si acaso, la gloria Arianrhod le permitió unos instantes de dolor como umbral de la muerte, aunque Tetis no pudo saberlo. No veía nada más que el color de su divino cosmos llenando los cielos con el poder que la había protegido toda su larga vida. Miles de millones de años se escapaban de su ser, llevándose incontables recuerdos. El tiempo que tardara aquel enemigo, buen hombre o no, en morir, le dio lo mismo por esta vez.
Tras que el Dunamis Pneuma se perdiese más allá de los cielos, empero, quedó inquieta. No había, en efecto, ningún rastro del enemigo, como tampoco había aire por la trayectoria del aliento divino. Todo había sido aniquilado, átomo a átomo, protón a protón, dejando un vacío inmenso entre las nubes que no dejaba de dar mala espina a Tetis. Cuando una diosa quería que algo desapareciese, ocurría, sin embargo, ella no era una auténtica deidad, había renunciado a serlo y no había vuelta atrás.
—No la hay —dijo Tetis en voz alta, sorprendiéndole lo poco que eso le importaba—. Soy una heroína, como Aquiles —celebró, llena de orgullo. Su cuerpo, empero, no abandonaba las viejas costumbres, vistiéndola como una diosa a partir de la espuma—. ¿Qué hacen los héroes? Vencer a los monstruos —concluyó. Acto seguido, decidió hablar mediante el alma, siempre inmortal y divina, para despedirse de ese lugar tan querido y terrible para ella. Aun los dioses debían obedecer las leyes de los dioses.
El dunamis de Talasa, el escudo de Aquiles, la entendió. Más aún, le informó de una situación por mucho más urgente que si Cichol había muerto o huido: los defensores del barco estaban al borde de la derrota. Aprovechando la divina conexión, Tetis buscó el responsable de los horrores: un guerrero celestial de amplias proporciones arrastrado por otro rubio y esbelto, que huía de un tercer ángel por alguna razón.
Iba a ser complicado llegar hasta allí, no tanto por la distancia como porque la Senda de Oro estaba corrompida por Aquel que se desliza en la oscuridad. Sin embargo, ella estaba lejos de estar agotada, se encontraba exultante, en la plenitud de su poder.
Llegaría a donde debía llegar, porque era Tetis, madre de héroes.
Notas del autor:
Shadir. Ya me extrañaba no verte por aquí. ¿FFnet de nuevo? ¡Ay!
Así es, este es un arco de muchas batallas, por eso (y porque me gusta la mitología griega, para qué nos vamos a engañar) aprovecho para contar la historia detrás de este mundo y las Guerras Santas. En los últimos capítulos le tocó a Tetis, madre de héroes.
El ser humano lucha muchas batallas, unas con sus enemigos, otras con la vida, y las más importantes, consigo mismos. Y el antiguo Papa tiene mucha historia detrás.
