Capítulo 199. Atrapados en el infierno

Él era Deucalión, Sumo Sacerdote del Santuario. Padre de la humanidad, líder de los santos de Atenea. Diez mil años de tradición lo vestían, incluso si ningún yelmo protegía su cabeza y pensamientos. La mano derecha sostenía a Niké, el dorado báculo que no era sino la diosa de la victoria, la última y definitiva barrera entre la humanidad y aquellos que buscaban destruirla, fueran hombres malvados, abyectos seres salidos de planos paralelos al universo material, o los mismos dioses. Si la izquierda hubiese tenido la Égida, si el corazón que latía bajo las sagradas vestiduras hubiese latido con todo el poder de la era mitológica, habría podido desafiar a la maldad omnipresente que los había devorado. No era el caso, de modo que el primero de los seres humanos era igual de impotente que todos los demás, mientras estuviese solo. Mientras lo rodeaba un ejército de héroes temeroso del mismo heroísmo que encarnaban.

Miles y miles de cadáveres chocaban contra el barco, estancado en el río de la muerte. Algunos caían desde el cuerpo de la hija de Nereo. Llovían muertos, como en aquel tiempo terrible. Entonces, Deucalión había permanecido en el interior del arca, conviviendo con la bondadosa Clito y la salvaje chica innominada que lo había seguido hasta allí. El bien y el mal convivieron con un hombre puro mientras el viejo mundo era destruido, para que uno nuevo surgiera. Durante mucho tiempo, creyó que la pureza consistía en ser un hombre bueno. Estaba equivocado. Él nunca había sido un buen hombre, tan solo era una persona que no había tenido la oportunidad de ser malvado. Seis mil años de búsqueda y cien vidas de servidumbre le habían aportado un mejor entendimiento del plan de Atenea, tan incomprensible para quienes no tenían fe. Al escoger a aquella chica sin nombre que tanto lo quería, al elegir a quien había sido abandonada en lugar de a quien había sido elegida por los dioses para acompañarlo hacia un nuevo mundo, no realizó el acto de bondad definitivo que detuvo el castigo divino, tampoco se había corrompido, como llegó a creer mientras se distanciaba de quien para entonces había desposado. Lo que en realidad ocurrió, fue que Deucalión, hijo de Prometeo, escribió en piedra el destino del mundo. No habría una humanidad bondadosa, viviendo según la voluntad de los dioses; tampoco habría la humanidad corrupta del pasado, de la que nada bueno podía esperarse. El viejo mundo y el nuevo tendrían que coexistir en los corazones de todos los que habitaban la Tierra. La elección de Deucalión había sido que el bien y el mal coexistieran, tal y como coexistieron en aquella arca, primero separados tras muros que no existían, después libres en el fin del mundo, listos para significar la esperanza para unos y otros. El bien estuvo en el Pueblo del Mar, el mal estuvo en los rescoldos de la vieja humanidad; los que vivieron en el océano celebraron a la primera mujer mortal amada por Poseidón, los que huyeron hasta las montañas celebraron a la última mujer mortal condenada por los dioses. Los absolutos se resquebrajaron ese día, el último bajo el manto de las nubes del juicio divino, abriendo las puertas a un futuro en el que nada estaba seguro, en el que ni siquiera quienes guiaban a los hombres según el plan de los dioses eran perfectos. Todo lo contrario. Ellos eran los primeros en errar. Todos debían equivocarse, para después aprender. Ese era el mundo que Deucalión había cimentado al decidir morir junto a una chica sin nombre. El Ying y el Yang. Los orientales lo comprendían a la perfección, quizá por eso Deucalión se había sentido tan a gusto encarnando en ese lado del mundo, antes que con aquel que fantaseaba con la completa destrucción de la maldad y la instauración de una utopía, hasta que renació como Gestahl Noah.

Comprendiendo la ironía de aquella revelación, rio a carcajadas, mientras los cuerpos que flotaban en el interior del cuerpo acuático de la santa de Cefeo se purificaban.

—¡Oh, Atenea, perdóname! —rogó Gestahl Noah, alzando Niké—. ¡Todo este tiempo, lo malentendí todo! ¡Todos mis actos, desde el primero hasta el último, estaban desencaminados! ¡Todo es mi culpa, todo! —condenó, golpeando con el báculo la madera. Una energía mística, divina, llenó el barco entero, frenando en seco los duelos de los ángeles con los santos de Mosca y Tauro. La purificación de los horrores que flotaban en el interior de Aqua se aceleró, quedando la mayoría de ellos reducida a bultos que chocaban contra los cadáveres sin orden ni concierto—. Perdóname, Atenea, porque no me arrepiento de nada de lo que he hecho. ¡No tengo ese derecho! Este mundo que creamos, tú y yo, es cruel. Inhumano. Un equilibrio eterno entre fuerzas que jamás podrán comprenderse. Un campo de batalla que no conocerá nunca la paz. Cuando eliminas el mal, tú mismo te conviertes en el mal, lo perpetúas. ¿Y qué hay con eso? ¿Es malo que miles sean sacrificados para que millones puedan vivir en paz? ¡Sí, lo es, lo comprendo ahora! Porque nada perdurará, porque el mal está en nosotros y estará por siempre. Solo tengo que mirar al frente, a mis setecientos millones de muertos que han dado paz a siete mil millones de personas que aún no se han corrompido. ¡Mis muertos en el armario, mis sucios secretos en la cloaca del universo!

Padre —dijo Eren de Orión Negro, posando su mano sobre el hombro del Sumo Sacerdote. Él lo miró de reojo; tenía buena cara para haberse quedado tuerto hacía tan poco—. Estos muertos son nuestro pecado, no el vuestro. Vos no habéis matado a nadie.

—Lo hice —replicó Gestahl Noah, devolviendo la vista el frente. Aqua, debilitada, arqueaba aquel cuerpo inmenso. Todavía quedaban horrores ocultos en el interior—. Primero maté a mil millones de personas por mi fe, después lo hice con todos estos, también por mi fe. Yo os reuní a todos, mis muchachos, así que yo soy culpable de que hubieseis tenido los medios para realizar vuestros ideales. No te preocupes, no lo lamento, debía hacerse, así como debió hacerse en el pasado y deberá hacerse en el futuro. La lucha entre el bien y el mal es eterna, es el caldo espiritual en el que se cuecen las almas humanas para llegar a la sublimación que renovará a la Raza de Oro.

¡Basta, Padre! —exclamó Eren, apretando con tal fuerza que el Sumo Sacerdote no pudo sino mirarle—. Nuestros ideales, nuestros pecados, nuestra redención. Si nos quitas nuestras faltas, también nos quitarás nuestros logros y nada habrá valido nada.

Gestahl Noah se permitió un momento para observarlos a todos. Algunos, como Johann y Almaaz, miraban al suelo, otros, como Mirapolos, lo hacían al frente, listos para la inevitable batalla. Todos, empero, compartían algo, un temblor apenas perceptible bajo los párpados de los ojos, en las comisuras de los labios y entre los dedos. Se sentían manchados, todos ellos, sin excepción. Los que siempre fueron valientes y los que debieron aprender a serlo. La paradoja estribaba en que ese arrepentimiento que les carcomía el espíritu era también el suelo fértil en que su nuevo destino echó raíces: el sueño dorado de cualquier fanático religioso, la inmolación por la fe. Morir para poder redimir demasiados pecados como para que una vida bastara para lavarlos todos.

Se habría quedado ahí parado, reflexionando sobre la situación de aquellos hijos suyos. Los ángeles no se lo habrían impedido. Ambos, Chevalier y Aubin, estaban como en trance, aunque el de rasgos femeninos no dejaba de maldecir a Makoto de Mosca, su ejecutor, que no le quitaba el ojo de encima. Tampoco el resto de santos de Atenea, los auténticos, pues permanecían a la expectativa; mezclados con las sombras, aunque sin implicarse al serles desconocido el dilema que atormentaba a los antiguos Cazadores. Sin embargo, un grito de dolor nacido de lo más profundo del alma obligó a Gestahl Noah a girar, apuntando con el báculo dorado hacia la torturada Aqua.

Cabezas de pescado de múltiples ojos emergieron entre el manto de cadáveres que la hija de Nereo llevaba por vestidura. Eran muchos, demasiados, y para colmo, ninguno estaba en proceso de putrefacción. Al contrario, tal y como ocurría cuando demasiada maldad recaía sobre un alma pura, los horrores purificados habían transformado al coloso acuático que era la portadora de Cefeo, ennegreciendo el agua que antes era clara y fresca como la de un manantial jamás enturbiado por la mano del hombre. La causa del sufrimiento que había arrancado un grito en la decidida guerrera no estaba, empero, en tal corrupción, sino en la transformación que estaba produciendo.

A través de los largos brazos con los que Aqua había protegido el barco del más terrible de los naufragios, habían surgido alargados pelos, ensangrentados desde la raíz, como si le hubiesen nacido desde las mismas entrañas. Al principio eran unos pocos cientos, desde los codos hasta los hombros. Después siguieron surgiendo más y más, acompasados por los gemidos de dolor de la hija de Nereo, hasta que brazos humanoides pasaron a ser las patas delanteras de un animal. Otro tanto ocurrió con las piernas y el cuerpo de la nereida, tornados ambos hasta la altura del cuello en el cuerpo de un gigantesco lémur, de cuyo pelaje ensangrentado colgaban, como bebés recién nacidos, los horrores que habían sobrevivido. Bajo aquel vientre, abultado por los cadáveres que atestaban la emponzoñada sustancia líquida, el espíritu de Aqua gritaba ya sin reservas. Estaba atrapada dentro de un nuevo tipo de Abominación, una que había nacido a partir de la degradación del alma, aliento divino.

—¡Por favor! —rogó Aqua—. ¡Ayuda…!

La máscara estalló en mil pedazos, ahogando el pedido de auxilio. Tras ella, como era de esperar, surgió la boca abierta de un enorme pez, llena de colmillos.

Makoto de Mosca habría acabado entre esas fauces si no lo hubiese detenido.

—¿Qué haces? —gritó el santo de Mosca—. ¡Tenemos que salvarla!

—Empieza por cuidarte a ti —advirtió Gestahl Noah, apuntando con un gesto de cabeza al ángel de la Audacia. Aubin no dejaba de mirar a Makoto con una evidente ansia asesina—, después cuida de los demás. —La luz de Niké, como era de esperar, hizo retroceder a la Abominación, que se internó en las aguas del río con el doble propósito de protegerse y terminar de corromperlo; solo el lomo quedó a la vista, lleno de horrores que miraban frenéticos aquel odioso báculo y quien lo portaba. Abrían y cerraban las bocas, amenazantes e impotentes a un tiempo—. Ah, ¿por dónde iba? —De forma casual, dio la espalda a aquel peligro evidente como si no fuera nada—. Eren, desde siempre os he inculcado la importancia del libre albedrío. La libertad para escoger un camino es también la libertad para elegir la condena.

—Así es —dijo Orión Negro, con una cara sumisa, incluso en la rebelión, tan opuesta a la imperturbable ira de Makoto que era divertido.

—Yo escogí morir junto a los pecadores, hace mucho tiempo. Negué por igual el viejo mundo, donde imperaba la maldad, y el nuevo, donde imperaría la bondad. Diez mil años después, escogí dar cobijo a un grupo de personas que querían asesinar, de forma selectiva, a otros grupos de personas. Es así de simple, no hay que darle más vueltas.

Padre, vos no sois responsable de nuestras elecciones. Nosotros somos culpables.

—Sois malvados —dijo Gestahl Noah.

—Sí —aceptó Eren.

—Como yo —sonrió Gestahl Noah. Una sonrisa tenue, apenas insinuada, que evocaba la naturaleza pecaminosa de un demonio—. Si yo soy el padre de la humanidad, y la humanidad es malvada, entonces yo soy el padre de la maldad. Eso me hace, de manera natural, uno de esos malvados que debe ser castigado para que los justos prosperen. —Harto de medias tintas, el Sumo Sacerdote reveló su cosmos, de un negro denso que contrastaba con la luz de la divina Niké—. No siento remordimientos por todas estas muertes. Ni una pizca. —Era imposible, para ese momento, ver agua a babor, o estribor, desde proa o desde popa; todo eran cadáveres expulsados de los pelos ensangrentados del gigantesco horror bajo el río—. Siempre he pensado que el amor que Atenea sentía por mí y los míos era inmerecido. Nosotros no la amábamos cuando nos rescató, tampoco la amamos después. ¿Y qué hace la hija de Zeus, la que por decreto divino jamás debe conocer el amor? Amarnos. Incluso cuando la traicionamos, ella nos ama, incluso cuando la olvidemos, ella nos amará. Ese amor al que ningún sentimiento humano puede equiparársele, la ata a nuestro mundo. Yo quería romper esas ataduras, quería que la raza humana pudiera valerse por sí misma para que quien nació en los cielos pudiera volver a ellos con la cabeza en alto. Por eso, desde siempre, he devorado los pecados de mis hijos, a los que juzgaba imperfectos, pensando que con ello me corrompía cuando solo estaba saliendo a flote mi verdadera naturaleza.

—¡Al demonio contigo y tus metáforas! —exclamó de pronto Makoto, pisando la barandilla más cercana y dando un último vistazo hacia atrás—. Voy a rescatar a Aqua. ¡El que quiera venir, que venga!

—¿Qué decís chicas? —dijo Fly, que ya estaba a la diestra de Makoto, para sorpresa de este—. ¿Salvamos a la novia de nuestro tocayo?

—¡No es mi…! —trató de explicar Makoto, renegando al final.

Como una muestra de la poca sensatez que le quedaba, miró a Aubin, todavía paralizado y maldiciendo en susurros. Después saltó hacia un río cuya malevolencia era solo superada por los peores hijos de Océano y Tetis. Su cosmos, brillante e intenso, incineró los cadáveres que se le interpusieron, facilitando que Fly y el resto de Moscas Negras lo siguieran hacia las profundidades de aquellas aguas malditas.

El ángel de la Audacia dio un paso hacia adelante, deteniéndose en cuanto Joseph de Centauro, con aquella forma mitad hombre, mitad equina, se le interpuso.

—¡Desgraciado! —exclamó Aubin, llevándose las manos a la cara—. ¡Desgraciado!

Los santos de Perseo y Águila se habían colocado a su espalda, cortando cualquier movimiento, y a la vez, confiando la defensa del barco a los caballeros negros. Ofión de Aries no podía intervenir, no mientras Indech los tuviera a tiro.

—¿Ese es vuestro objetivo, Padre? —preguntó Eren—. ¿Pagar por nuestros pecados?

—Ya me ha quedado claro que eso no os ayudaría —dijo Gestahl Noah, cuyos ojos brillaban tras la oscuridad que lo envolvía—. Solo estoy diciendo que soy un ser malvado y no me importa. Seguiré mi camino, como siempre, por mi fe.

—Más bien por amor —replicó Zaon de Perseo.

—Un amor retorcido —hubo de señalar Marin.

—Atenea merecía mi amor más que ningún otro ser en el mundo —reconoció Gestahl Noah—. Aun así, yo escogí amar a mi esposa. Es por ella que estoy aquí, para vengarla. —No habría podido decidir quiénes mostraron mayor desconcierto entre sombras y santos de Atenea—. Solo hay una pregunta que deseo haceros, mis más queridos hijos, aquellos que se reconocen imperfectos y se odian por eso. Vosotros que sois mejores que vuestro padre, decidme: ¿a quién amáis? ¿Por quién estáis aquí? ¿Quién os alejó del mal camino y os puso en este, por mucho peor, que solo conlleva a la muerte?

—Mis familias —respondió Almaaz—. Una en cada puerto, como el chico de Mosca.

—Mi país —dijo Johann—. Nunca he estado con ninguna chica —susurró.

—Mis compañeros del orfanato —dijo Ennead—. Todos eran buenos chicos, así que… Vale, sí, me enrolé a Hybris por el sueldo.

—¿Te pagaban? —preguntó Balazo—. ¡A mí me bastaba salvar a los oprimidos!

—A los que, como yo, nacieron sin nada —dijo Mirapolos.

—Al mundo —respondió Eren—. Este inmenso planeta, lleno de tantas maravillas y de tantísimas personas diferentes. Eso es cuanto amo.

Fue malo que el caballero negro de Orión respondiera tan pronto, porque después la mayoría de sombras dieron respuestas demasiado similares, como sintiendo que era demasiado infantil responder que lo hicieron por el cachorrillo que cuidaban, o por una novia, o por amigos, o por completos desconocidos que vieron mientras duraba la guerra. Eran personas sencillas, con motivaciones sencillas. Había excepciones, claro, personas como Eren con altas miras. No solo las almas de los santos de Atenea eran excepcionales. No obstante, eso no lo hacía mejor que los demás, ni peor.

—Porque todos somos malvados —declaró Gestahl Noah, pura oscuridad. Ninguno le replicó—. Así pues, dirijámonos a nuestra cierta condenación, más allá de la boca del infierno. —Dando la vuelta, apuntó hacia la isla carmesí de la que colgaban los horrores. Por sobre ella, los cielos se habían hinchado en burbujas oscuras en las que flotaban, errantes, toda suerte de figuras celestes, los ojos del abyecto ser que los había aprisionado—. Venid, vástagos de la Abominación, ¡venid, hijos del…!

Tal y como ocurriera tras la rabieta de Cethleann, las aguas se enturbiaron como en un maremoto un instante antes de que la Abominación saliera volando hacia arriba, con la piel del lomo hinchándose todavía más en incontables bultos.

Gestahl Noah quedó perplejo. ¿El santo de Mosca se había metido de verdad dentro de aquella cosa para rescatar a la santa de Cefeo? Considerando lo que estaba viendo, no parecía haber otra explicación. La Abominación tenía todos los ojos, no menos de cien, cegados, sin duda por el Virus de las Moscas Negras, a pesar de lo cual resistía, apretando la boca llena de colmillos para evitar que ninguno de los que se había tragado saliera. Pasados unos segundos, en los que tamaño enemigo siguió hinchándose y deshinchándose por los golpes recibidos y las ondas de choque resultantes, sin caer en ningún momento, Makoto tomó la decisión más temeraria y por tanto la única razonable. Si no había una salida, solo tenía que crearla.

En todo ese tiempo, no había sentido el cosmos del santo de plata y los caballeros negros que lo siguieron, quizá por el pelaje de los horrores. Sin embargo, conforme más se acercaban a la garganta, más destacaban las auras de los rescatadores y la rescatada. ¡Incluso entre los colmillos, cerrados con fuerza, escapaban retazos de una luz argéntea rodeada por espirales oscuras! La Abominación miró hacia abajo, deseando zambullirse.

—Nada de eso —declaró Gestahl Noah—. Graffias. Vida.

Tal y como el amanecer nace de la noche, hilos dorados surgieron del oscuro cosmos de Gestahl Noah, atando en un mero parpadeo a la Abominación. Inmovilizada, la criatura solo pudo sentir, impotente, como un puño de plata reventaba los colmillos, abriendo el camino para que un enjambre de moscas aterrizase en popa.

Ninguna de las Moscas Negras había sufrido más daño que una capa viscosa y oscura que les pegaba el cabello hasta enmarcar un rostro dominado por un juvenil asco. Se sintió tentado a agradecerle eso a Makoto, que sostenía entre sus brazos a la hija de Nereo. Había cambiado mucho su forma de ayudar a las sombras, desde aquella aventura en la isla de las Greas. Sin embargo, como era de esperar, Makoto ni tan siquiera lo miró, apresurándose por alguna razón hasta donde estaba Lisbeth.

Nada de lo ocurrido allí tenía el menor sentido. La Abominación —a Makoto no se le ocurría otra forma de llamar a esa cosa, aunque sentía que nada tenía que ver con el Hades—, era tan grande como lo era el cuerpo acuático de la santa de Cefeo, pero no el mundo laberíntico en el que se vieron envueltos, tan similar a aquella isla perdida en los mares olvidados en que debió matar a Geist con sus propias manos. Al fondo, de hecho, estaba una compañera: sin ninguna prenda que no fuese la sangre que manaba desde todos los poros de la piel, Aqua había perdido la consciencia y yacía en el centro de una especie de caverna rodeada de sombras y risas de ancianas.

No prestó atención a aquellas tonterías, mucho menos a los comentarios desconsiderados de las Moscas Negras sobre la figura de Aqua y la inesperada caballerosidad de Fly, quien las reprendió. Centró hasta la última fibra de su ser en salvarla, primero lanzando incontables puñetazos contra el techo de la caverna sin lograr abrir la más mínima grieta, después sosteniéndola entre los brazos y aferrándola contra su pecho mientras corría y corría, siguiendo con imposible precisión la senda que lo llevó hasta la salida de la isla de las Greas, toda una vida atrás. Fly y las Moscas Negras lo seguían, ya sin burlas ni risas, sino con un mudo respeto que no necesitaba palabras.

Conforme se acercaba a la salida, que solo reconocía por instinto al no colarse entre los colmillos de la Abominación el más insignificante rayo de luz, empezó a pensar que no podrían salir, que todo el cuerpo de aquel ser era invulnerable incluso para quienes habían despertado el Séptimo Sentido. Un recuerdo fugaz lo animó a intentarlo, el de aquellas cabezas de pescado estallando como piñatas macabras en una fiesta. Un segundo antes del impacto, echó el brazo hacia atrás, acelerándolo después a una velocidad de trescientos mil kilómetros por segundo.

La dentadura de la Abominación no ofreció ninguna clase de resistencia.

Tan pronto cayó a popa, buscó a Lisbeth, viendo apenas de reojo los hilos dorados que nacían de Gestahl Noah y que ataban a la Abominación como una suerte de red. Al encontrarla, junto al grupo de caballeros negros que protegía los mantos sagrados que había reparado, llegó hasta ella a zancadas.

—¡Michelangelo, necesitamos medicinas! —exclamó Lisbeth, interponiéndose en el camino de Makoto y tomando el cuerpo de la paciente.

—Dejamos a todos los médicos abajo —lamentó Michelangelo, quien cuando menos tendió una manta sobre la joven—. Por todos los dioses del firmamento, ¿qué le han hecho? —Miró con rabia a la Abominación sometida. Una rabia inútil.

—Ella se está reponiendo —dijo Makoto—. Despertará pronto. ¿Tenéis…? —Dudó un segundo sin decirlo, solo uno—. ¿Os sobra alguna máscara?

La manera escandalizada en que Lisbeth lo vio hizo que Makoto reculara. Ni siquiera tuvo ánimos de preguntarle si era normal que las esferas picudas de Cerbero empezaran a rodar por sí solas. A saber si aquella chica podía controlar el metal a distancia.

—¿En eso estás pensando? ¿En taparle la cara para proteger tu libido?

—Nada de eso, Lisbeth —dijo una de las Moscas Negras, Komachi—. El chaval se ha portado como todo un caballero.

—Si la hemos mirado más nosotras que él. ¡Qué figura, qué envidia! —asintió otra, Naoko, moviendo a la vez la rojiza cola de caballo.

La rubia Reiko y María, de notable musculatura, no pudieron sino coincidir con aquel par. Fly miraba en silencio a las Moscas Negras que dirigía, como dudando si era el momento de reprenderlas por ser tan frívolas o de premiarlas por ser sinceras.

Lisbeth optaría por la primera opción. Escupió al suelo, marcando la línea que no debían cruzar. Después, abofeteó a Makoto con todas sus fuerzas, sin poder moverle la cara.

—¡Ouch! —gritó Lisbeth, acariciándose la mano—. Eres fuerte, fuerte y denso. ¡Lo menos que importa ahora es si la chica lleva máscara o no!

—Te equivocas —dijo Makoto, dando un paso hacia la herrera de Hybris. Ese fue el turno de Lisbeth de retroceder, asombrada; él la retuvo por los brazos, no tenía tiempo para caballerosidades—. Ella es Aqua de Cefeo. No una chica, sino un santo femenino de Atenea. Se ha ganado el derecho, no la obligación, sino el derecho a llevar la máscara, diga lo que diga el viejo verde de tu patrón, así que búscale una o tendré que construirla a partir de los restos de tu armadura negra —ordenó, soltándola al fin.

En el momento en que rescató a la hija de Nereo, lo supo. Mientras le comprobaba el pulso y la sentía regenerarse, la oyó decir, entre lamentos y sollozos, que era una santa de Atenea. Él pensaba proteger eso, por encima de cualquier otra consideración.

El alto grado de concentración que requería mantener bajo control a aquella abominación invulnerable no impidió que Gestahl Noah oyera los gritos de Makoto.

—Lo noto un poco rencoroso.

—Es un buen chico —dijo Fly, dando una amistosa palmada en la espalda de Eren—. No puedo decir nada de estas perras insensibles —añadió, señalando a Komachi y las demás. Las cuatro decidieron a la vez enseñarle la lengua—. Padre, ¿por qué traer a esas cuatro aquí? Yo solo valgo por todas ellas.

—Desde luego, pesas como cuatro mujeres, Ryo —comentó Komachi.

—¡Fly! —corrigió el caballero negro de Mosca, enseñando todos los dientes—. El pasado, pasado está. ¿No me dijiste eso cuando te largaste?

—¿Antes de que corrieras para ponerte bajo mis faldas, quieres decir? —espetó Komachi, sin poder ver las traviesas sonrisas de sus compañeras—. ¡Rayos! ¡Por eso no es bueno mezclar el trabajo con el…, matrimonio!

Naoko, Reiko y María no pudieron aguantarse más, riendo como un grupo de chiquillas. Fly, compadeciéndose de su azorada esposa, las hizo callar.

—¡Estamos en una batalla, jolines! —exclamó el caballero negro.

Aprovechando la cháchara, uno de los horrores que colgaba del lomo de la Abominación saltó hacia los hilos dorados que la aprisionaban. No tuvo tiempo a empezar a mordisquearlo: tan pronto las manos tocaron la Vida de Gestahl Noah, esta se deshizo en una serie de luces que la recubrieron en un capullo dorado. La sedosa cárcel cayó enseguida al mar sin que el prisionero pudiera evitarlo de ninguna forma.

—¿Qué tal si lo intentáis dos o tres? —desafió Gestahl Noah.

Diez se arrojaron a la vez, clavando los dientes en otro de los hilos sin siquiera tocarlo. Mordieron con fuerza, sin duda, aunque era inútil. Muerte para la destrucción de la carne, Vida para la anulación del espíritu, útil solo en aquellos casos excepcionales en que el enemigo podía seguir siendo un problema después de muerto. Los horrores enfrentaban un tipo de técnica que no se vencía en términos del universo material, y si bien ellos eran una rareza, cuando no una imposibilidad física, no podían comprender el plano espiritual al carecer de un alma que les diera tal entendimiento. Diez capullos cayeron, pues, al mar, resultando en diez satisfactorios chapoteos.

—Es hora de terminar. Antares. Nacimiento.

Una vez aprisionada un alma, o algo que al igual que esta no podía ser destruido, era necesario encerrarla para siempre. El cosmos oscuro de Gestahl Noah se extendió sobre la Abominación como una mancha borrosa, abrazándola y sometiéndola a condiciones similares al vientre materno. La técnica estaba por terminar de ejecutarse cuando un mensaje telepático recorrió el barco entero y a todos los que en él estaban.

Menos de un nanosegundo después, la Abominación era atravesada por un proyectil de pura luz. También el mástil y las velas del barco fueron arrasados, salvándose los tripulantes —santos, caballeros negros y ángeles—, gracias a un Muro de Cristal creado a toda prisa sobre la cubierta del navío. Gestahl Noah vio, asombrado cómo se extinguían los hilos de la Vida, colgando todavía del ser informe a que había quedado reducida la Abominación: sin cabeza, abierto de par en par como una flor e inclinado hacia un lado. Las costillas apuntaban hacia arriba y al frente, como la mandíbula inferior de una bestia desde el punto de vista de quienes acababa de devorar.

Graffias. Vida —repitió Gestahl Noah, clavando esta vez los hilos en el interior de la Abominación. Los horrores que se habían refugiado en esta huyeron, asustados, acaso creyendo que pensaba arrancarlos de allí. Pero los hilos dorados que nacían del cosmos del Sumo Sacerdote y que obedecían el comando de su mente, sin mediar pomposos gestos de mano, se clavaron en los cadáveres que llenaban el interior del ser como llenaron antes las aguas que daban forma a la santa de Cefeo. Con no poca meticulosidad, unió a unos con otros en los espacios entre las costillas, formando poco a poco una escalera espiral que conectaba aquel cadáver con el barco, mientras todos lo miraban en silencio—. He de irme por ahora. No vamos a salir de aquí sin ayuda.

Acto seguido, pisó el suelo hecho de cadáveres apretujados y unidos por los hilos de su voluntad. Los cuerpos temblaron solo el tiempo que tardó en posar Niké sobre ellos.

—¿Estás loco? —dijo Ofión—. ¡Has visto lo que ha hecho Indech! ¡Podría matarte!

—Lo dudo —replicó Gestahl, encogiéndose de hombros. Siguió caminando, en espera de que Makoto también le reprendiera. Conforme subía, empero, vio que el santo de Mosca tenía bastante en qué pensar con la recuperación de la santa de Cefeo y el ángel que lo miraba con ansia asesina—. Los ángeles y los humanos podemos trabajar juntos cuando se trata de los Reyes Durmientes, ¿cierto? —El pliegue espacio-temporal en que flotaban los cuerpos celestes de comportamiento errático se hinchó todavía más, hasta tragar el final de la escalera que Gestahl Noah recorría; eso no lo detuvo—. ¿No vas a acompañarme, Toro de los Cielos? —lanzó, de todas formas, al llegar al último tramo.

Garland de Tauro dio un respingo. Un tiro más como el último y el barco desaparecería junto a todos los que dormían con placidez abajo. Lo último que necesitaban a aquellos chicos de negro, de plata y de bronce era que hubiese todavía menos santos de oro para darles un poco de seguridad. Si él se iba, solo quedaría Ofión de Aries, quien no podía enfrentar a uno de los dos ángeles del barco a la vez que bloqueaba los disparos del tercero, más rápidos que la luz. ¿En qué estaba pensando Gestahl Noah?

La luminosidad que los había protegido desde que se apartaron del rumbo del sol iba menguando según Gestahl Noah ascendía. A la vez, los ángeles iban volviéndose más osados. Debían comprender lo que significaba el báculo que asía el Sumo Sacerdote. Niké, diosa de la victoria. Niké, la hermana de los ángeles de la Fuerza, la Violencia y el Fervor. La eterna compañera de Atenea. Quien contara con la bendición de Niké, no conocería la derrota, cosa que la propia hija de Zeus había demostrado al salir victoriosa del conflicto con dos de los dioses más poderoso del universo. Así que Aubin, enfermo de deseo de venganza por haber visto destrozado su rostro, aguardaba el momento de realizar las amenazas que susurraba para sí, mientras que Chevalier, tan amigo de las batallas, se contenía de dar un nuevo puñetazo, hasta que llegara el momento oportuno.

Entonces tuvo una idea, que alimentó intercambiando con Chevalier una mirada llena de intención y desafío. Aquel hombre no estaba allí por una cuestión de justicia. Quería pelear con él, le apasionaba. Allá donde fuera Garland, iría Chevalier. Si Garland dejaba de estar en el barco, los nuevos argonautas solo tendrían que preocuparse de dos ángeles, Aubin e Indech, que ya era mucho decir. Quizá Ofión podría hallar una manera de contraatacar al segundo mejor francotirador que Garland hubo conocido nunca.

Era una corazonada, pero bastaba. Desde luego, iba a dejar a todos aquellos muchachos una tarea hercúlea: pelear en medio de tinieblas con un soldado de los cielos, mientras sobrevivían a duras penas a los disparos de un segundo de estos soldados. Con todo, Gestahl Noah tenía razón. Allá donde estaban, solo los Reyes Durmientes eran una amenaza, y no se vencía a quienes existían antes del nacimiento del universo con la fuerza de unos meros mortales, se necesitaba el poder de los dioses, o algo similar.

Por el rabillo del ojo, vio que Chevalier miraba los mantos sagrados. Solo así pudo bloquear el puñetazo que habría dejado sin cabeza a una espantada Lisbeth.

También Aubin había tenido la misma idea, aunque él había tratado de matar a Aqua, siendo detenido en seco por uno solo de los dedos de Makoto, quien ni siquiera lo miraba. Aquel santo de plata, carente de protección alguna, renovó las esperanzas de Garland: no iba a dejar solos a aquellos muchachos, lo tenían a él. Un guerrero a la altura de los santos de bronce y de plata de la era mitológica.

—Me voy de viaje —dijo Garland—. Prometo escribirte.

—Eso dicen todos —replicó Chevalier, dando un nuevo puñetazo que el santo de Tauro bloqueó al punto—. Yo pienso que la distancia mata el amor.

—¿Somos amantes, acaso?

—Mejor, amigos. Todo lo bueno de los líos amorosos, sin lo malo.

Viendo que estaban empatados en términos de fuerza física, los contendientes se separaron para volver a chocar al nano segundo siguiente, una y otra vez, mientras ascendían la macabra escalera formada por los hilos de Gestahl Noah.

—¡No podría estar menos de acuerdo! —declaró el santo de Tauro, aterrizando a la espalda del Sumo Sacerdote. Gestahl Noah siguió el ascenso sin mirarlo, demostrando de esa forma hasta qué punto confiaba en el Toro de los Cielos.

—¿Eres de los que solo piensan en el sexo? —dijo Chevalier, indignado—. ¡Qué bajo eres, amigo mío! Esperaba más de ti.

—Yo esperaba menos.

—Tan solo me has malentendido. Para mí, la amistad es esto.

Y volvió a cargar contra él, puro pugilato en el que dos portentos de la naturaleza intercambiaban puñetazos conforme ascendían. A Garland no se le escapaba que Chevalier no quitaba el ojo de encima a Niké, como tampoco que las acciones del ángel contradecían la ansiedad de su mirada. La parte racional de aquel quería la luz para protegerse de la titánica malevolencia del universo; la irracional, por el contrario, solo quería seguir peleando. De esa contradicción nació el pobre intento de matar a la sombra de Cincel, reparadora de mantos sagrados, para provocar al santo de Tauro e indicarle lo peligroso que era que pelearan en ese lugar. Así, conseguía las dos cosas que quería, aunque ahora no terminaba de decidirse en qué deseaba con mayor fuerza.

—¡Tendrás que decidirte! —exclamó Garland, cruzándole la cara de un puñetazo.

—Sé que es un recurso muy viejo —admitió Chevalier, cuya nariz goteaba sangre—, pero… ¡Detrás de ti!

La Otra Dimensión creció una vez más, devorándolos a ambos en un visto y no visto, como acababa de devorar a Gestahl Noah. Acto seguido, todos en el barco pudieron ver cómo aquel pliegue en el espacio-tiempo colapsaba sobre sí mismo, atrayendo hacia sí los restos de la Abominación a la vez que el río volvía a ponerse en movimiento.

xxx

Una vez Niké abandonó aquel espacio, la oscuridad del ambiente era solo confrontada por el Milagro de Joseph de Centauro. Quizá por eso los horrores que saltaron desde la Abominación hasta el barco se arrojaron primero sobre él.

Las imágenes eran desoladoras. Los cielos se hinchaban en burbujas espacio-temporales antes de desaparecer en atronadoras explosiones. Las aguas, embravecidas, arrastraban el barco sin remos, ni velas, hacia un horizonte en el que siempre podían verse retorcidos pilares a modo de colmillos, o costillas, creados a partir de los huesos que ya no contenían los cadáveres que el Argo Navis Negro atropellaba sin cuidado alguno. Era como si en todo momento estuvieran a punto de escapar del estómago de algún monstruo, sin que llegara nunca a ocurrir tal cosa. Las explosiones refulgían como la mitad superior de un rostro diabólico que se reía de ellos, los huesos elevados siempre apuntaban hacia el frente sin que la distancia entre estos y el barco mermara.

Tal situación era observada por caballeros negros y santos de Atenea entre luces y sombras, porque Joseph de Centauro se movía de un lado al otro, no para esquivar a los horrores, sino para que ninguno de los tripulantes se sintiera desprotegido.

—¡Tus amigos necesitan ayuda! —exclamó Lisbeth.

—Vosotros también —replicó Makoto, bloqueando una patada con el brazo derecho solo para recibir otra en el costado izquierdo, en ese mismo instante.

Zaon de Perseo protegía la proa al mando de la mitad de las sombras, entre las que destacaban Ennead y Johann al ser la defensa su principal estrategia. Marin de Águila cuidaba a la vez de babor y estribor, centrándose en el ataque junto a guerreros tan impetuosos como Almaaz, Mirapolos y Eren, cuyos rayos negros achicharraban los múltiples ojos de los horrores evitando que cualquier compañero acabara hipnotizado. Si a tantos buenos guerreros se sumaba que Joseph de Centauro no estaba quieto ni un solo segundo, quedaba que el barco estaba bien defendido en todos lados, salvo el centro, donde un pequeño grupo de sombras nada podría hacer contra un ángel.

—Desgraciado —maldijo Aubin, como si fuera él al que le hubiesen roto una costilla—. ¡Te mataré, te juro por los dioses que te mataré, desgraciado!

Si el ángel de la Audacia no fuera tan contradictorio, ya lo habría logrado, con esa habilidad para volver a una posición que hubiese ocupado antes, esquivando cualquier contraataque que no ocurriera en el preciso momento en que atacaba. Si Makoto pudo vencerlo antes, había sido porque el poder combinado de Aqua y Ofión le habían cortado cualquier huida. Ahora no podía contar con Aqua, y Ofión permanecía a la expectativa de un nuevo ataque de Indech que nunca llegaba, pero entendía que el santo de Aries no se involucrara después de la destrucción que causó el anterior tiro. Ahora estaba solo, le era imposible atrapar a Aubin y este tenía todas las de ganar, a pesar de lo cual persistía en mantenerse a la defensiva mientras le amenazaba una y otra vez.

—Si tan solo… —dijo Makoto, tras errar una patada alta, directa al mentón de Aubin—. ¡Claro! —En su fuero interno, extrajo algo muy útil de la ayuda de Ofión: el santo de Aries, al igual que él, no pudo acertarle una sola vez, hasta que la atención del ángel de la Audacia estuvo dividida. Entonces la telequinesis pudo hacer su magia—. Lisbeth, necesito tu ayuda —pidió mediante telepatía, rogando porque la joven sombra no le espetara algún golpe bajo, como si también quería una máscara.

Nada que ver. Lisbeth y los que defendían los mantos sagrados se entregaron a aquella petición en cuerpo y alma, preparándose para atacar en el momento oportuno. También Makoto lo dio todo, tratando de recordar cada posición que hubo ocupado Aubin desde que retomaron el combate, haciendo que el sudor se mezclara con la sangre en aquel rostro tan golpeado. Ese fue el momento que escogieron Lisbeth y Michelangelo para someter el cerebro de Aubin a todo el poder psíquico que poseían, paralizándolo.

Justo en ese momento, Indech decidió disparar, deshaciendo la barrera que Ofión levantó para la ocasión y dañando de gravedad las paredes del canal.

Todo el barco viró hacia un lado, siguiendo de milagro el constante avance mientras parte del río se derramaba por las grietas del canal hasta el infinito. Por fortuna, ello descolocó por igual a aliados y enemigos, de modo que Aubin, lejos de aprovechar la ocasión para ejecutar a quienes habían entrado en su mente, retrocedió de un salto hasta el destrozado mástil, desde el que lanzó un nuevo grito:

—¡Maldito seas!

La gloria del guerrero celestial, marcada con los puntos cósmicos de la constelación de Lobo, brilló con una intensa luz que reveló los estragos del último revés. Un horror masticaba la cabeza de Balazo de Retículo Negro, naciendo sobre su boca dos nuevos ojos. María de Mosca Negra había sido desmembrada por un grupo de horrores que le sonreían mientras masticaban sus brazos y piernas. Johann de Cuervo Negro había sido cegado por el aire que usaba en el Perturbador del Viento, emponzoñado por aquellas criaturas, o por el mismo ambiente enloquecido. Puesto que Ennead de Escudo Negro había decidido cuidar de su compañero de armas, rechazando a los horrores que iban a por él con los protectores de su brazal, demasiada carga había recaído en Zaon y su Harpe, matadora de demonios. Joseph, comprendiendo tal cosa, se enfocó en ayudar al santo de Perseo, lo que dejaba la mitad del barco a oscuras e intensificaba la labor de Marin, Eren y los demás, sin posibilidad alguna de refuerzo.

Si eso fuera la peor, la pérdida de compañeros de batalla antes de que la batalla a la que se dirigían hubiese dado comienzo, Makoto lo habría aceptado. Eran los reveses de la guerra y no había nada que hacer, salvo seguir luchando.

Pero no era lo peor, no lo era en lo absoluto.

—Soy Aubin, ángel de la Audacia. Soldado de la Tercera Orden del Olimpo. —La voz del guerrero celestial sonó como un trueno, en contraste con un rostro de facciones delicadas que ya no exhibía ni una sola de las heridas de antes. La armadura también se había restaurado, o más bien transformado, con sendas alas metálicas naciéndole de la espalda y derramando luz divina sobre el barco entero. Los cabellos eran ceñidos por un yelmo extraño, semejante a una copa quebrada en tres cuartas partes, salvo aquella que apuntaba hacia el noroeste—. ¡Sal de mi cabeza, desgraciado! ¡Sal, o te juro que yo te haré salir, haré que tú que te deslizas en la oscuridad conozcas la luz del Olimpo!

Lo único diabólico que quedaba en aquel guerrero magnífico eran los ojos, inyectados en sangre y enfermos de locura. Ese mismo veneno espiritual lo impulsó a placar a Joseph de Centauro a tal velocidad que Makoto apenas pudo verlo.

—¡Dioses! —maldijo Marin, quitándose de encima a dos horrores que se le habían aferrado a las piernas. Desde el cielo, había visto cómo el Milagro de Joseph era partido en dos por el ala metálica de Aubin. El centauro de luz dio paso a un hombre de cabellos grises con una gran grieta en el peto de plata, ahora ensangrentado—. ¡Debo…! —Debía ayudar al santo de Centauro, pero hacerlo supondría entregar a la muerte a Eren y los demás. Escoger una luz sobre decenas de sombras. No quiso hacerlo.

Algo ocurrió, no obstante. El viento alrededor del santo de Centauro giró formando un remolino que lo llevó hacia la zona defendida por Ennead de Escudo Negro. Era Johann el responsable de tal portento: mediante el Viento Desencadenado, había alejado a un compañero caído de la zona de peligro. Incluso si nada podían hacer aquellos dos caballeros negros por proteger a Joseph de Aubin, el gesto conmovió a Makoto.

—¿Eso son lágrimas? —cuestionó Aubin, moviendo las alas. El aire, acelerado a la velocidad de la luz, abrió algunos cortes en el cuerpo de Makoto, así como en el suelo de alrededor y los restos del manto de Cerbero—. ¡Estás llorando!

—Yo no soy el desgraciado al que quieres matar —advirtió Makoto, caminando hacia ese guerrero tan peligroso y terrible. Quien había vencido al santo de Centauro de un solo golpe—. Todo este tiempo, hablabas con Aquel que se desliza en la oscuridad. ¿Dónde hay más oscuridad que en el cerebro humano? ¡Joseph golpeaba tu cadáver porque lo presentía! ¡He sido un imbécil, un reverendo imbécil!

—No seas tan duro contigo mismo —dijo Aubin, apareciéndose a la diestra de una aterrorizada Lisbeth—. Todos vosotros sois unos imbéciles. Octavo Sentido, telepatía, telequinesis… Todo eso abre las puertas a Aquel que se desliza en la oscuridad. —Tras dar un beso en la mejilla de Cincel Negro, voló hasta donde estaba el santo de Mosca sin darle tiempo a perseguirlo. Veloz, llevó cada mano a la correspondiente mejilla de Makoto, susurrando palabras funestas con un nuevo rostro—: Él está en ti, como lo está en mí. Para expulsarlo de mi corazón he de mataros a todos. Lo siento.

Lisbeth cayó de rodillas, sollozando y abrazada a la pierna de su padre, que también lloraba. El resto de sombras miraba con ansiedad a Makoto y a Aqua, pero uno estaba paralizado y la otra seguía inconsciente.

Nuevos horrores saltaban a la barandilla, mientras que Zaon y Marin apenas daban abasto con la ayuda de los caballeros negros. Había más que nunca, demasiados. Joseph trató de levantarse y ayudar a sus compañeros, pero lo único que logró fue volver a caer tras vomitar sangre, de tan débil que estaba. Johann de Cuervo Negro, incapaz de ver qué ocurría, preguntaba qué hacía Makoto, por qué no movía el trasero.

Las Moscas Negras supervivientes, Fly, Komachi, Naoko y Reiko, se hicieron la misma pregunta mientras rodeaban a su tocayo y el rubio ángel que lo observaba en silencio.

—¿Azrael? —preguntó Makoto, aterrado de lo que veía.

—Así es —respondió Azrael, envuelto en la gloria de los cielos. Las alas que nacían de su espalda bastaban para mantener alejadas a las Moscas Negras; el resto del ejército estaba bastante ocupado con las batallas de alrededor como para preocuparse de lo que ocurriera en el centro—. ¿Se me permite hacer algunas sugerencias?

Antes de que pudiera responder, el cielo explotó con una intensidad mayor a la habitual. El barco estuvo a punto de virar de nuevo, e Indech, siempre tan oportuno, aprovechó la oportunidad para un nuevo disparo.