Capítulo 203. Dos frentes
De todas las pesadillas hechas realidad en aquel barco del infierno, solo Camus de Acuario permanecía en pie, indemne tras recibir de frente el Plasma Oscuro.
—Algunos de tus puñetazos alcanzan la velocidad de la luz —observó Camus, habiéndolos bloqueado todos solo con mover los brazos—, los demás se aproximan. No está mal para la escoria de Reina Muerte.
—¿En qué lugar te deja llamarme escoria, santo de oro? —cuestionó Ícaro, cuyos puños pelados eran viva prueba de la dureza del manto dorado—. ¡No puedes vencerme!
La sombra de una sonrisa alteró el rostro del joven despiadado. Acto seguido, liberó el Polvo de Diamantes, emisario de un frío tan bajo que quemaba como el fuego el cuerpo desprotegido del caballero negro. Ícaro, empero, no cedió, sino que enseguida realizó una serie de veloces puñetazos hasta desgarrar la helada tempestad con una red de haces oscuros, los cuales se aproximaban más y más al santo de oro.
De nuevo, los oponentes se enzarzaron en un cuerpo a cuerpo en el que Camus tenía la ventaja, desviándose los puñetazos de Ícaro hacia la escalera que daba a cubierta. Todos los peldaños estallaron, astillándose por la pura potencia de los golpes.
—Cada vez eres más lento —dijo Camus, moviendo la cabeza hacia abajo.
Un aro de aire helado rodeaba la cintura del caballero negro. ¡El Polvo de Diamantes era una distracción! Tomando impulso, Ícaro saltó hacia el techo, justo a tiempo de impedir que el Anillo se cerniese sobre él. Y entonces la temperatura descendió todavía más; el santo de Acuario, teniéndolo a tiro, descargó sobre él la técnica insigne de la constelación de Ganímedes. La Ejecución de la Aurora lo golpeó con una fuerza tremenda, mandándolo a volar decenas de metros mientras las paredes se cubrían de gruesos muros de hielo irrompible como mero efecto colateral.
Aunque se alzó tan pronto cayó al suelo, con la piel del pecho y los brazos quemada por el frío glacial, no habría podido alcanzar al santo de oro antes de que un grueso Ataúd de Hielo se cerrara entre ambos, imposibilitándole el acceso a la cubierta.
—¡Cobarde! —gritó Ícaro, ejecutando el Plasma Oscuro sobre el muro con toda la rabia que le quemaba las entrañas. Lo poco de piel que le quedaba entre los dedos se pegó al hielo junto a manchas cada vez más grandes de sangre, sin siquiera hacer que se estremeciera. ¡El Ataúd de Hielo era casi tan sólido como un manto zodiacal!—. ¡Lucha conmigo, desgraciado! ¿Vas a dejar que la escoria de Reina Muerte siga campando a sus anchas? ¡Responde, maldito seas! —Por cada golpe, todo el cuerpo del caballero negro se estremecía. Seguía insistiendo más por luchar contra el entumecimiento que se iba apoderando de su ser, que por la creencia de poder pasar por sobre aquel obstáculo. Si iba a quedar congelado, sería por siempre la imagen de la perseverancia. Sería un campeón como aquellos cinco jóvenes de los que su padre siempre le habló con orgullo—. ¡Si es necesario quemar mi vida, yo…!
Una bola de fuego pasó sobre el hombro del caballero negro, extinguiéndose antes de siquiera llegar hasta el hielo. Ícaro, extrañado, miró hacia atrás.
—¿Acaso lo ha olvidado, general? —Soma de León Menor Negro estaba allí, respaldado por un nutrido grupo de caballeros negros que tiritaban de frío, entre los que destacaba Llama de Centauro Negro—. Los santos de Atenea no necesitamos romper las cosas con simple fuerza bruta. —Liberó ocho bolas de fuego, una por cada espacio entre los dedos de cada mano. Ninguna duró encendida más que la primera.
—Para destruir algo —explicó Grigori de Cruz del Sur, desperezando a Miguel de Lebreles Negro de un codazo—, hay que destruir sus átomos.
Las sombras se miraron entre sí, inquietas, muchos de los allí presentes habían sido entrenados para ser santos de Atenea. El resto del resto del Cisma Negro. Reconocían las enseñanzas de los maestros y se encendían por un breve instante, decididos a llevarlas a cabo; más de uno dio un decisivo paso al frente, a partir del cual empezaban a tiritar de frío. Ninguna armadura negra podría protegerles de ese ambiente.
El propio Sagitario Negro no tenía muchas opciones, sin una armadura protegiéndolo. Hasta ahora había enfrentado el frío con el calor del cosmos. Sin embargo, las palabras del santo de Cruz del Sur despertaron un recuerdo de la niñez, del tiempo en que la legendaria Hipólita de Águila Negra cayó en combate y él se decidió a sustituirla. Antes de la Rebelión de Ethel y el Cisma Negro, Ícaro se atrevió a pensar en sí mismo como el as bajo la manga de su padre, quien lo sorprendió tomándolo como pupilo. Oyó una vez más las palabras sobre el principio de destrucción atómica que todo santo de Atenea dominaba, a la vez que relajaba los músculos por unos pocos y determinantes segundos. Tan cerca del Ataúd de Hielo, el cuerpo no tardó mucho en entumecerse.
—¿Lo ves? —dijo Gestahl Noah, abriendo la palma de la mano. Donde antes hubo una roca, ahora solo había polvo—. Esta es la verdadera destrucción.
—¿Dónde están los átomos? —cuestionó Ícaro, desconfiado—. No los veo.
—Son demasiado pequeños como para que podamos verlos con nuestros ojos. Se necesita un equipo muy avanzado para eso, o ser un legatario del Pueblo de Mu, maestro en el arte de la reparación de mantos sagrados.
—¿Más pequeños que el polvo?
—Exacto —aprobó Gestahl Noah.
—Entonces, ¿no se han destruido todos? —insistió Ícaro.
El hombre que más adelante se convertiría en líder de Hybris sopló, ensuciándole la cara al niño preguntón que era Ícaro y riendo por la infantil reacción.
—Destruyo los átomos para destruir la roca —decía Gestahl Noah—. ¿Por qué querría destruir los átomos de aquello que ya no lo es? Hay que ser práctico en esta vida.
—¡Yo también quiero serlo! —exclamó Ícaro, endureciendo el semblante.
Gestahl Noah sonrió, paternalista.
—¿Práctico?
Ícaro cabeceó de un lado a otro con fuerza y decisión.
—Lo que quiero es ser fuerte, para que mi madre no tenga que luchar más.
Solo había una opción para superar la fuerza de Hipólita de Águila Negra: ser un santo de oro. Por fortuna, Oribarkon ya estaba trabajando en la primera imitación de un manto zodiacal elaborada en la Tierra, solo hacía falta alguien lo bastante fuerte como para no morir aplastado bajo semejante presión. Uno de los doce escogidos del Zodiaco solía tardar un año en dominar el cosmos, por lo general durante la temprana infancia; Ícaro debió entrenar muy duro a lo largo de seis años, sobreponiéndose a la muerte de su hermana, a la que jamás conoció. Gestahl Noah le enseñó lo más básico durante el primer año, enfocándose en los otros cinco a instruirle en el estilo combativo de un gran amigo y peor enemigo. Algo que no tuvo sentido entonces, ni después, cuando algunos compañeros identificaron las técnicas como aquellas características del signo de Leo que la actual guardiana del quinto templo zodiacal ni se molestaba en conocer.
—Porque tú eres un león —decía Gestahl Noah cuando le preguntaba—. El León Negro de Hybris. Una leyenda en ciernes, un nuevo Heracles.
—¿No debería ser Leo Negro, entonces? —cuestionó Ícaro, ya todo un adolescente. Llevaba entonces varios años saboreando el sabor del fracaso, noche tras noche, mientras que el Santuario contaba con ocho santos de oro.
—Cosas de Oribarkon —respondió Gestahl Noah, encogiéndose de hombros—. No se habría interesado en esto si la primera réplica no fuera la del manto de Shemhazai.
—¿La primera? —repitió Ícaro, ilusionado. Desde ese día, empezó a fantasear con que era uno de los aspirantes de un grupo de élite, el Zodiaco Oscuro, que lo cambiaría todo. El tiempo convertiría ese sueño en un motivo más de culpa, asaltándole en las noches doloridas la idea de que él estaba retrasándolo todo, de que los demás eran mejores.
«¡No soy un vulgar santo de bronce! —se decía, impotente, Ícaro mientras caía rendido a los brazos de Morfeo—. Soy el León Negro.»
Al final de seis años de esfuerzos, logró alcanzar la fuerza necesaria para vestir la armadura negra de Sagitario. Demasiado tarde. Un tercer grupo dirigió a su madre contra los santos de Atenea, apropiándose de la operación para la que él se había preparado todos esos años. Después, para colmo, se vio superado no una, sino dos veces, por la santa de oro más joven del Santuario. Shaula de Escorpio lo derribó en Reina Muerte y después lo derrotó en combate singular, sin que él pudiera siquiera hacerle un rasguño. Su padre estaba en la mira del Santuario, de modo que no pudo pedirle que le ayudara a fortalecerse; por primera vez, debió entrenar por sí solo, siendo la Batalla por la Torre de los Espectros la prueba de esa mejoría. El chico inexperto que cayó derribado en Reina Muerte no habría sobrevivido al asalto de los telquines.
—Dominar la primera fase del Estallido de Fotones siendo tan joven —aprobó Gestahl Noah, después de que el inframundo fuera sellado—, tal y como esperaba de mi muchacho. —Le apretó el hombro, sonriéndole con un orgullo que dolía.
—¿Ya no es necesario que mi madre siga luchando, verdad? —cuestionó Ícaro, manteniendo secos los ojos a punta de puro orgullo.
—Hipólita hará lo que quiere, como siempre. Es una auténtica águila.
—¡Mentiroso!
Aquel grito no fue un recuerdo. Él mismo lo dijo allí, en el presente en que el frío lo estaba congelando desde los pies a la cabeza. Fue muy doloroso abrir la boca, única razón para salir de aquella ensoñación. Con ojos empañados de lágrimas cristalizadas, vio el muro irrompible y pensó: ¿Qué era eso en comparación con la gloria de un ángel del Olimpo? ¿Quién era Camus de Acuario frente a Dagoth, el Príncipe Durmiente? El Ataúd de Hielo, en que de pronto se vio reflejado, le devolvió esas preguntas: ¿Cómo podía compararse la carne de un muchacho con la última obra de un maestro herrero de la talla de Oribarkon? ¿Quién era ese chico desprotegido, marcado por los dientes de una pueril fantasía, frente a aquel que luchó a la par de la Silente?
Poco a poco se iban sumando más y más caballeros negros, junto a algunos santos de Atenea. Pavlin de Pavo Real fue la primera, explicando de inmediato a Soma que Yuna estaba en buenas manos. Poco después llegó Margaret de Lagarto, quien junto a la enmascarada logró mitigar un poco el frío del ambiente. Solo un poco.
Entonces llegaron los perros de sombras y la temperatura volvió a bajar. No de forma literal. Llama aseguraba que no había vuelto a bajar de los cien grados bajo cero, y Soma lo creía, por alguna razón. Era otra clase de frío, que llegaba al alma.
—¿Podríais volver a vuestra forma humana? —pidió Soma, perdiendo más o menos el noventa por ciento de autoridad por tiritar mientras hablaba.
—Mi hermana no está en condiciones —replicó Nico, destellando la figura fantasmal del muchacho entre las fauces del eidolon. León Menor Negro fue incapaz de darle alguna respuesta ingeniosa, sí que ganaba aquel amigo suyo con la transformación.
«Bueno, por lo menos a nadie se le va a ocurrir salir por patas.»
Estaban entre un muro de hielo irrompible y dos perros tan grandes que tapaban el pasillo entero. Podían pasar debajo de ellos, pero, ¿a quién se le ocurriría hacer algo así, cuando la sola cercanía de aquella oscuridad que los formaba daba escalofríos?
—Se está congelando —dijo Llama—. Tal vez, si concentramos toda nuestra fuerza…
—¡Mentiroso! —gritó de pronto Ícaro.
Llama de Centauro Negro calló.
Era lo primero que decía el caballero negro de Sagitario en los últimos diez segundos. Todos habían asumido que estuvo reuniendo fuerzas para un golpe decisivo.
—¿Vamos a hacer algo, o seguiremos aquí plantados? —cuestionó Margaret.
—Tengamos fe —dijo Soma, pensando que los ruidos que hacía Llama con la boca cerrada no eran una respuesta muy convincente—. Estamos hablando del general.
El guerrero que luchó junto a la Silente, el chico que palidecía ante un santo de oro. El portador de la armadura negra de Sagitario, el muchacho desprotegido que se plantaba ante el frío intenso. El héroe que luchaba por la humanidad, el villano que luchaba contra la humanidad. El valiente admirado por los jóvenes y los veteranos, el simple adolescente que cedía al deseo. Él era todo eso y más. Él era Ícaro de Sagitario Negro, hijo de Hipólita y Gestahl Noah, el fruto de seis años de esfuerzos estaba en él, latiendo como el corazón del alma que bombeaba valor y justicia por todo el espíritu.
Eso era el cosmos. La llama de la vida ardió, paralizando el proceso de cristalización como una corriente eléctrica que le recorrió el cuerpo entero. El poder de cien millones de golpes se concentró en el puño, elevando la temperatura hasta que el hielo en derredor comenzó a evaporarse sin siquiera llegar a ser líquido.
—Si el Plasma Oscuro no basta —decía Ícaro, echando el brazo hacia atrás—, entonces solo necesito algo mejor. —Él era el León Negro de Hybris, un nuevo Heracles, y también, la sombra de Sagitario—. ¡Quirón, maestro de héroes, impulso del heroísmo, concédeme tu fuerza! ¡Impulso Heroico!
Todo el poder acumulado fue liberado en un solo rayo, veloz como el relámpago, retumbante como el trueno. El Impulso Heroico atravesó el otrora irrompible muro como si no existiese, abriendo un boquete del tamaño de un puño a partir del cual el Ataúd de Hielo entero empezó a agrietarse. Un instante después, a la vez que Sagitario Negro bajaba el brazo, aquel obstáculo se derrumbó en enormes bloques que no llegaban al suelo, pues una corriente de electricidad y calor los vaporizó todos.
—Impulso Heroico, ¿eh? —Camus de Acuario había detenido la técnica con una sola mano; los estertores eran una esfera de luz oscura, emisora de chispas púrpuras—. Cuán arrogante puede ser la escoria de Reina Muerte, que ahora se llama a sí mismo héroe.
—Al menos yo no doy la espalda a mi enemigo —espetó Ícaro, avanzando hacia el dorado oponente. Detrás de Camus no había escalera alguna, aunque eso no explicaba por qué alguien como él no había salido ya a cubierta tal y como pretendía.
El santo de Acuario siguió la vista del caballero negro e hizo amago de dar una explicación. Ícaro no le permitió a hablar, reiniciando el combate.
—Ridículo —dijo Camus, arrojando el Polvo de Diamantes. Toda la zona sobre la que estaba el caballero negro fue congelada, mientras que él ya saltaba de pared a pared a fin de acercarse una vez más—. No eres rival para mi manto de oro.
—¡Cállate! —gritó Ícaro. Tal y como ocurrió las veces anteriores, el santo de Acuario solo necesitaba bloquear con los brazos el Plasma Oscuro—. ¡También tú cometes errores! —Había sido incapaz de retenerlo con el Ataúd de Hielo, y la mano que detuvo el Impulso Heroico había sido herida, incluso si solo era un poco de sangre en las yemas de los dedos—. ¡Cada anochecer, el sol cede los cielos a la oscuridad!
—Solo para destruirla al amanecer —replicó Camus—. Día a día, es así.
Como prueba de esa declaración, un cosmos de oro cubrió al santo de Acuario, destellando cual sol naciente. Ícaro solo esquivó el Polvo de Diamantes, lanzado a quemarropa, por dos motivos: actuó por instinto, apartándose, y el propio Camus no estaba apuntando hacia él, sino al demente de Soma que estaba a punto de unirse a la batalla. Una fina capa de hielo cerró el pasillo desde el suelo congelado por la técnica hasta el techo y de pared a pared, impidiendo cualquier refuerzo.
—¿Miedo? —sugirió Ícaro, sonriendo desafiante.
—Incertidumbre —repuso Camus, elevando al cielo los puños entrelazados—. Vuestros cosmos, unidos, me mantienen encerrado aquí de un modo que no comprendo.
El poder del santo de Acuario, deslumbrante, hizo resaltar los rastros de oscuro cosmos que Ícaro había dejado conforme atacaba sin descanso. El Estallido de Fotones llenaba el ambiente, latiendo con expectación, esperando una orden.
—Si sobrevivo a eso, estarás acabado —sonrió Ícaro, cruzando los brazos; no iba a detener la Ejecución de la Aurora a puñetazos.
—Solo debo despejar las dudas de mi corazón —susurró Camus a modo de rezo—. Creer en la justicia del Sumo Sacerdote y Atenea, dejar atrás todo sentimiento vano. Solo así dominaré el Cero Absoluto, que toda materia aniquila.
Desde luego, el ataque que el santo de oro preparaba estaba muy cerca de la más baja temperatura, tanto como el Ataúd de Hielo que Ícaro acababa de destruir. Pero no era suficiente, no para Camus, quien expandió más y más el cosmos que desplegaba, hasta que todo se tiñó de dorado y el propio cuerpo del joven empezó a vibrar. Se estaba esforzando más allá de los límites, motivado por la desesperación, tal y como cuando dio muerte al más poderoso de los guerreros azules y heredero del Señor del Invierno.
—Este es el hombre que mató a Alexer —entendió Ícaro, envolviendo el cuerpo entero de un cosmos oscuro cargado de electricidad—. El asesino del Santuario… ¡Camus de…! —La Ejecución de la Aurora se derramó sobre él, ahogando el grito y blanqueando todo cuanto veía con un intenso destello.
—Se acabó —sentenció Camus, en cuyos ojos quedaba reflejado el pálido cuerpo del caballero negro. Solo una victoria había logrado: el hielo, omnipresente en las paredes y el techo, moría a un metro de distancia de donde estaba el condenado. Doscientos setenta y tres grados bajo cero habían sido insuficientes para apagar aquel ardiente cosmos, pero no era necesario que un hombre se convirtiera en una estatua de hielo para ser declarado muerto por el intenso frío—. Has sido tan decepcionante como cabría esperar. —Lejos, los demás concentraban decenas de insignificantes cosmos para destruir la capa de hielo que bloqueaba el paso. Él juntó los brazos, decidido a recibirles con una nueva Ejecución de la Aurora. Un solo ataque bastaría para todos ellos.
Entonces, Ícaro abrió los ojos, y saltó hacia él.
Uno a uno, los fotones dispersos se fundieron en el brazo de Ícaro, envolviéndolo en un negro fulgor que no debía nada al brazal de la armadura de Sagitario Negro.
—¡Este es…! —gritaba Ícaro.
—¡Tu límite! —exclamó Camus, cuya técnica, ya lista para la aniquilación de un enjambre de moscas, bien podía rematar a la sombra de un centauro. De haber lanzado el ataque en ese preciso momento, tal vez habría vencido, pero algo le detuvo. La visión de los brazales de oro, la más solida protección de la Tierra, agrietados.
—¡… el Impulso Heroico!
Como solía ocurrir en las batallas entre santos, aquel grito de guerra se oyó a destiempo. No solo el Impulso Heroico ya había atravesado de lado a lado el manto de Acuario, sino que el portador de este, sobreponiéndose al terrible dolor de sentir vaporizada una parte del pecho, descargó de inmediato la Ejecución de la Aurora. Ícaro no tuvo ninguna oportunidad de huir: la técnica insigne de Acuario lo golpeó a quemarropa.
Justo entonces cayó la capa de hielo, rasgada de pared a pared por una espada de fuego y pisoteada hasta el derrumbe por dos perros del inframundo.
El manto de Acuario empezó a agrietarse.
—Imposible —dijo Camus, apretando los dientes a fin de no perder la compostura. El dolor era excesivo—. Comparado con el entrenamiento, esto no es nada.
A través del pasillo cubierto de vapor, varias figuras se aproximaban a él.
—Sombras —dijo Camus, apartando la mano de la entrada del Impulso Heroico. Un hueco en el peto, a la altura del lado derecho del tórax y del tamaño de un puño. Dolía una barbaridad, si bien, por alguna razón, no allí—. Solo son sombras. Puedo…
Los brazos, a poco de alzarse, cayeron hacia el estómago, que ardía como un verdadero infierno. Algo se estaba moviendo allí, algo vivo, o al menos con voluntad propia.
—¡Maldito seas! —exclamó Camus, clavando unos ojos encendidos en el caballero negro. En verdad, la maestra Skadi tenía razón, él todavía necesitaba aprender a controlar sus emociones, aún no estaba listo—. ¡Ese era tu…!
A un mismo tiempo, Ícaro sonrió y una explosión se desató desde el interior de Camus de Acuario, reventándole el estómago y toda la protección del abdomen.
Ese era el auténtico Estallido de Fotones, asesino de mantos de oro.
Congelado en esa posición de ataque, Ícaro vio, satisfecho, cómo un corcel de fuego surgía de la nube de vapor y embestía al santo de Acuario, que se negaba a caer, o aceptar la muerte. Al ataque inicial de Llama le siguieron otros más. La Tormenta, de Grigori; la Ventisca, de Pavlin; nada servía, Camus estaba decidido a no dejarlos pasar. Cuando Bianca y Nico aullaron, fueron los aliados de aquellos hermanos los que quedaron clavados al suelo de puro terror. Quien los obstaculizaba, en pie y en vida solo por el cosmos hacedor de milagros, no cedió ni un ápice.
Fue necesario un gigante de plata armado con el sol como garrote para separar esa cabeza obstinada del cuerpo. Los demás, gritando de júbilo, siguieron a aquel campeón de la diosa: Lesath, el único de los santos bajo cubierta con un manto sagrado.
—General —saludó Soma mientras Margaret de Lagarto trataba sin éxito de abrir la trampilla mediante telequinesis—, gracias. Ha hecho un gran… trabajo…
Por cómo lo miraban algunos caballeros negros cerca, con los ojos huidizos y hasta húmedos, cualquiera entendería que aquel era el final del mejor guerrero de Hybris. De pronto, el santo de Lagarto hizo estallar la trampilla, sobresaltando a más de uno.
—Soy el León Negro —dijo Ícaro con dificultad—. No moriré aquí.
Kitalpha y Yoshitomi, ambos guerreros consumados, asintieron con comprensión y dieron la vuelta. Los demás, incluido Soma, dudaron un momento antes de marcharse, cosa que por supuesto no tendría nada que ver con que Ícaro hubiese fruncido el ceño.
Le iba a costar mucho volver a moverse, pero por las presencias que sintió desde que la trampilla fue destruida, comprendía que no podía esperar que nadie lo ayudase. Todo lo contrario: eran los de cubierta quienes necesitaban la mayor ayuda posible. Muchos habían muerto allá arriba, y otros tantos estaban a punto de morir bajo una amenaza mucho mayor a cualquiera que hubiesen enfrentado allá abajo.
«Da igual —pensó Ícaro—. Solo tendré que volverme más fuerte. Eso es todo.»
Tal y como el héroe legendario, al igual que Seiya de Pegaso, él seguiría creciendo mientras tuviera un soplo de vida. Demostraría que incluso la oscuridad podía brillar, como el sol de los malditos y desesperados.
xxx
Los dioses debían estar contentos con los nuevos argonautas, porque el segundo tiro del Inagotable chocó con el primero, repelido por el Muro de Cristal.La explosión, si bien tremenda, al punto en que el ángel y el sello fueron engullidos por el fulgor que incendió el cielo entero, era preferible a la alternativa: que uno de los tiros del Inagotable hubiese caído de lleno contra el barco. Ofión sospechaba que no podrían sobrevivir a algo así, mucho menos en esas circunstancias.
Hombres y horrores se confundían una vez más, habiendo caído muchos por las ondas de choque resultantes de la explosión. El santo de Aries, confiando en la habilidad de Makoto, Aqua y quienes habían surgido del manto de Cerbero, hizo un barrido hasta llegar a popa, dejando un reguero de cabezas y ojos reventados. Allí había bastantes caballeros negros, todos malheridos en mayor o menor grado. Ennead de Escudo Negro, en particular, goteaba sangre por las numerosas grietas de los brazales, que juntos formaban la mejor baza de la armadura que portaba. Por él, más que los demás, seguían con vida el ciego Johann de Cuervo Negro y el malherido Joseph de Centauro.
—Buen trabajo —dijo Ofión.
—Gracias —dijo Ennead, fallándole la voz—. Con esto acaba mi guardia.
El santo de Aries no pudo menos que ayudar al hombre a caer al suelo con dignidad. Acto seguido, habiendo localizado a todos los horrores de la zona, desató la Revolución Dorada, cerciorándose esta vez mediante telequinesis de que las bocas de los geriones no consumiesen ninguno de los haces destructores de monstruos.
—Siento una luz —decía Johann, apretando la pálida mano de Joseph—. ¡Siento una luz! —Los ojos heridos lloraron, manchándole las mejillas.
Como atraído por los gritos de júbilo, un borrón emergió desde las aguas, abriendo picudas fauces con el fin de devorar de un solo bocado al santo de plata y el caballero negro. Ofión, con los sentidos despiertos, se interpuso de inmediato entre la bestia y la presa, preparando un nuevo ataque que no necesitó ejecutar.
Emergiendo desde la multitud de horrores, sombras y pétreos escombros que coronaban la popa, Zaon de Perseo llegó y frenó en seco la mordedura del gigantesco horror.
—Así que eres tú —dijo el subcomandante de la división Dragón—, ¡mi Ceto!
Ver al santo de plata frenar con la sola fuerza de sus brazos el avance de aquel monstruo era como echar un vistazo a la era mitológica. El héroe frente al monstruo marino, si bien ahora no protegía a una princesa, sino a un centauro rodeado de valerosas sombras.
—Aparta, Zaon —dijo Ofión, notando cómo los pedazos de los brazales de Perseo iban cayendo y revelando los ensangrentados brazos, hinchados por el sobreesfuerzo.
A modo de respuesta, el santo de plata lanzó un grito de guerra, llevando el cuerpo más allá de los límites. Fue posible ver, brillantes por el sudor, las venas del bravo guerrero mientras empujaba hacia atrás al ceto, que se aferró con los largos brazos al navío, frenando la hasta ahora constante navegación de forma brusca.
—Ocúpate de tus propios asuntos, Ermitaño —dijo Zaon—. ¡Este es mío!
Y saltó Perseo contra el ceto, golpeando de lleno el peludo pecho del monstruo con Harpe, destructora de demonios, sin causar la más miserable herida.
Ofión sopesó la posibilidad de apoyar al subcomandante de la división Dragón, a riesgo de pisotear su honor de guerrero, pero entonces dos nuevos cetos emergieron a los costados del barco, vomitando desde las amplias bocas infectadas de colmillos nuevas hordas de horrores del tipo de cien ojos. Maldijo entre dientes: esos argos debían ser fruto del canibalismo entre los horrores bajo el corrompido mar, siendo los cetos una suerte de mulas de transporte de la mayor fuerza de combate enemiga.
Primero, alzó el Muro de Cristal, repeliendo los manotazos que dos cetos estaban por dar sobre el barco entero. Zaon, de pie bajo el cráneo petrificado del primer ceto, y Marin, esquivando en el aire los mordiscos del ceto de proa, quedaron al margen de la barrera, pero Ofión decidió confiar en que si aquel par había sobrevivido a aquel infierno también podrían con eso. Las sombras eran otro asunto, entre ellas había tanto notables guerreros como Eren de Orión Negro, quien veía los rayos que arrojó para ayudar a su compañera de batalla repelidos por el Muro de Cristal, cuanto otros demasiado agotados para presentar batalla a los argos. Y ni siquiera podían contar con Makoto y Aqua como refuerzos; al contrario, gracias a aquel par, y a Noesis, Fang, Aerys, Retsu y Cristal, era que en popa y proa los caballeros negros resistían.
E incluso esos siete magníficos quedaron paralizados, todos ellos, al tener contacto visual con los argos que caían, dejando una abertura para los horrores que enfrentaban.
Por un segundo, el santo de Aries paralizó a todos los horrores. Argos, geriones y cetos más allá del Muro de Cristal… No distinguió a los débiles de los fuertes, a fin de dar un respiro a todos. Acto seguido, ató a los argos con hilos de oro, destrozando hasta el último de los cientos de peligrosos ojos de aquellas criaturas. Lo hizo todo con precisión milimétrica, de modo que quedó desconcertado cuando uno de los órganos de la vista del argos más cercano a él, saltó por los aires, colándose entre los Husos Desgarradores y transmitiéndole una sensación, sin imágenes, ni sonido. Él tenía una compañera, una amiga, y le había fallado. Aquel momento de duda le dijo todo lo que necesitaba saber sobre el enemigo: cada rastro que dejaran sería un peligro mortal, siempre. Recordando el modo en que su vecino zodiacal había lidiado con ellos, Ofión teletransportó a los cegados argos fuera del Muro de Cristal.
Mirfak de Perseo Negro apareció detrás del santo de Aries, impidiéndole caer al suelo. Contactar, así fuera mediante telequinesis, con todos esos seres le había afectado.
—Lluvia Pétrea —susurró el caballero negro, tornando las petrificadas cabezas de horrores de popa en una multitud de proyectiles supersónicos. No eran muy efectivas contra los geriones que se acercaban desde el centro, ya habiendo recuperado la normalidad. Ya fuera que les dieran en los cuerpos o en la cabeza compartida, las balas de piedra solo rebotaban—. ¡Cojones, Ennead, despierta canalla!
Escudo Negro no respondió. Incluso sin heridas graves, había perdido muchísima sangre. Moriría si no lo trataban, al igual que Joseph de Centauro y otros compañeros.
—Soy yo el que debe… —quiso decir Ofión.
—¡Mis cojones! —Fue tanto el esfuerzo que puso Mirfak en que no se moviera, que el santo de Aries decidió fingir que podía arrastrarlo tras un incómodo inicio en que el muchacho solo tiraba de un hombre inamovible—. Así me gusta, que sepas quién es el que manda. —El escudo de Perseo Negro empezó a retorcerse en espiral, transformándose en una serie de serpientes que saltaron hacia las bocas de los geriones más cercanos—. ¡Tomad el desayuno, hijas de puta! ¡Medusa, actúa! ¡Actúa, cojones!
Lo que fuera que el caballero negro esperara que ocurriera, no ocurrió. Los geriones, con todo y lo patosos que eran, se iban acercando más y más. En el exterior, a la vez que Zaon derrotaba al segundo ceto, Marin era atrapada por la cola del tercero tras pasar un buen rato machacándolo desde cien mil posiciones diferentes con el Puño Meteórico. Atrapada de ese modo, la santa de Águila fue golpeada contra el Muro de Cristal, justo sobre el punto en el que Aerys y Fang, entre bostezos y gritos refunfuñones, trataban de eliminar mediante llamaradas rojas y azules al mayor número de horrores posibles para que Noesis, Retsu y Cristal pudieran llegar hasta proa y ayudar a las sombras que allí combatían. Los cuatro habían dejado la defensa del centro a Aqua y Makoto, cuyas victorias ininterrumpidas eran coreadas por Lisbeth y Michelangelo.
—Yo también debo hacer algo —susurró Ofión, decidido a paralizarlos a todos una vez más. El vasto poder psíquico que hacía falta reunir para ello, fue como la luz de un faro en medio de la tormenta para todo aquel que hubiera despertado un cosmos.
—¡Ni se te ocurra! —dijeron, a la vez, los santos de Cefeo y Mosca. Aquellas voces, entrelazadan, resonaron en la mente del santo de Aries como si este fuera ahora, a los veintisiete años, el discípulo que no fue siendo niño, u adolescente—. Esas cosas devoran cosmos. De forma directa, si les atacamos; de forma indirecta, solo por estar cerca. Paralizarlos antes te ha dejado agotado, ¿a que sí?
Los dos santos de plata dejaron que su superior cavilara el resto, concentrados en la lucha. Aun sabiendo la forma de lidiar con el enemigo, los constantes combates habían dejado restos que eran devorados por algunos horrores rezagados, resultando en la aparición de un peligroso argos que les exigía ponerse a la defensiva. Evitar contacto visual. De no ser porque Aqua estaba para guardarle las espaldas, el cuerpo de Makoto ya habría sufrido bastantes más mordiscos. Era bastante descuidado y temerario.
«Y aun así piensa que puede darme lecciones a mí —reflexionó Ofión. Los geriones ya estaban demasiado cerca y Mirfak sudaba, habiéndose quedado sin proyectiles—. Soy un santo de oro —se dijo, listo para aniquilar a esa nueva horda.»
La Revolución Dorada descabezó a todos los geriones al mismo tiempo que el último de los cetos caía gracias a la acción conjunta de Marin y Zaon. El Puño Meteórico pulverizó la mitad superior del cráneo dejando solo la mandíbula inferior, petrificada.
«¿Por qué no nos movemos? —se le ocurrió pensar a Ofión—. Desde que el primer ceto perdió, tendríamos que estar moviéndonos, a no ser…»
El Muro de Cristal solo protegía la cubierta del barco y él había transportado a los argos fuera, asumiendo que volverían a hacer un ataque frontal. Pero los argos no podían movilizarse con facilidad. Si acababan en el lecho del río, caminarían por él, llenos de un poder mental tremendo, el suficiente para retener al Argo Navis Negro.
Miró a Mirfak, con los ojos como platos todavía, sorprendido del poder de los santos de oro. Al valiente Johann, dando palabras de ánimo a Joseph, perdido en la inconsciencia. A Ennead, la confiable defensa de todas las sombras que ahora estaban a su cargo, hallándose Zaon en campaña fuera. Si él se iba, ¿qué sería de todos ellos? ¿Y si no se iba, qué sería de los santos de bronce y de plata que allí luchaban? Por quién debía luchar, era una pregunta que necesitó responder, y lo hizo, antes de que todo se descontrolara: lucharía para defender a todos; él era Ofión de Aries, uno de los doce hombres más fuertes del mundo, lo imposible para el resto era rutina para él.
—¿Qué es eso? —preguntó Archon de Flecha, señalando al tercer ceto.
Sobre el cuello de la criatura decapitada había aparecido Azrael, con una sola ala naciendo de la gloria inmaculada. Zaon y Marin lo observaban, cautelosos, desde los hombros del ceto, siendo el santo de Perseo el primero en acometer, Harpe en ristre.
De un solo movimiento, Azrael esquivó el lance, golpeó el abdomen del santo de Perseo y aleteó, partiendo en dos el Escudo de Medusa con el que Zaon pretendía petrificarlo. El hueso del brazo desgarrado quedó a la vista de todos los que miraban arriba. Marin, como el propio Ofión, debió tomar una decisión, optando por apartar a su compañero de la letal ala del ángel moviéndose a toda velocidad.
—¡Era demasiado problemático para nuestros mechas, Makoto! —exclamó Azrael, cruzándose de brazos. No le importaba que Marin y Zaon hubiesen escapado y era indiferente a la masa oscura que fluía por el cuerpo del ceto decapitado.
El ángel ascendió a los cielos solo cuando los restos de los horrores en el lecho del río llegaron al cuello del ceto, tal y como ocurría en los otros. El proceso fue rapidísimo, y si bien Ofión, entendiendo lo que iba a pasar, se teletransportó sobre el Muro de Cristal a fin de impedirlo, lo único que logró fue ser engullido por la gran boca que a la vez trituró la barrera, gozando de la fuerza combinada de tres cetos e incontables horrores. En medio de una aterradora oscuridad, Ofión de Aries se decidió a ser cuanto estaba destinado a ser: el sol que vence a la noche, amanecer tras amanecer.
—¡Así que esto es lo que sentía Seiya! —decía Makoto un minuto antes, pateando a otro horror—. ¡Peleando junto a una diosa, es increíble!
—Procura no decir muy alto que me comparas con Atenea —rio Aqua. Trataba de ocultar el orgullo que sentía, trataba, pues incluso siendo parte de un enlace con el santo de Mosca luchaba a una velocidad a la que no estaba acostumbrada. Cosa bastante problemática, porque desde un principio Makoto había dejado en manos de ella el cien por cien de la labor defensiva, simplificada en una barrera de agua inteligente que se movía allá donde iba a golpear algún enemigo, fueran colmillos, garras, latigazos de cola o lo que fuera. La Muralla Real lo bloqueaba todo, un auténtico alivio—. Yo también estoy emocionada. ¡Por fin sé lo que es luchar junto a alguien!
Lo cierto era que, a pesar de las dificultades que enfrentaban, Aqua se hallaba en estado de júbilo. Makoto podía imaginarla sonriendo en todo momento. También él lo hacía, se sentía capaz de cualquier cosa. En cuestión de unos minutos más, el centro estaría seguro. Ofión de Aries era una defensa inexpugnable para los horrores en popa, y en proa, con los fuegos de Fang y Aerys guardándole las espaldas, y la increíble dupla de Cristal y Retsu de Lince vigilando cualquier ataque por el costado, Noesis ya estaba empezando a sellar horrores una vez más, liberando la carga de Eren de Orión y el resto de agotadas sombras, que no habían dejado de luchar en ningún momento.
Podían sobrevivir, después de todo. ¡Podían ganar!
Miró al cielo de reojo, acostumbrado a que el francotirador de los cielos les estropeara cada victoria, pero no fue Indech el ángel inoportuno esta vez.
—Azrael —susurró Makoto, sombrío.
Marin ni siquiera tuvo tiempo de golpear al veloz guerrero celestial, quien en un visto y no visto derrotó al santo de Perseo. Después de que Azrael le lanzara el enésimo comentario sin sentido de ese día de locos, los abominables restos de los horrores llegaron desde las profundidades para formar una sola cabeza para los tres cetos decapitados. En el centro de la misma, una enorme masa tan grande como el barco, se abrió una boca sedienta de cosmos, solo para cerrarse de forma simultánea sobre el Muro de Cristal, desgarrándolo como si fuera la carne de un carnero indefenso.
La barrera se cayó a pedazos, sin que no hubiera nadie para volver a levantarla. Ofión de Aries había sido engullido por la quimera.
—La buena noticia es que la Mano de Plata que retenía el barco ya no está —dijo Aqua, bloqueando con la Muralla Real los mordiscos de un horror.
—Habrán intentado destruir el casco —dedujo Makoto, también combatiendo. ¡El enemigo no le daba ni un respiro!—. Los constructores hicieron un buen trabajo. —Se suponía que el Argo Navis Negro estaba protegido para esa misión, claro que el desvío que los arrojó a la oscuridad no estaba dentro de los planes—. ¿Y la mala?
Aqua señaló a los cetos para indicar que ellos mantenían quieto el barco de todos modos. Makoto no pudo evitar un grito de sorpresa cuando vio la barandilla de nuevo infectada de horrores. En proa y popa, en babor y estribor, habían vuelto al principio.
Un grito de terror sobresaltó a ambos. Lisbeth de Cincel Negro, habiendo dado un salto movida por el pánico, estaba ahora abrazada a un igualmente asustado Michelangelo.
La trampilla que daba a los camarotes saltó por los aires al segundo siguiente.
