Acto II: La verdad tras la verdad
Capítulo 1: La Ciudad de las Luces
—La magia es muy cara —se quejó Shamash para sí nada más salir de la tienda.
Tan pronto como el Portador de Tormentas había llegado a Puerto Claro, el grupo se dividió. La tripulación se dispuso a realizar sus distintos deberes, comprometiéndose a quedar al anochecer en El Becerro y el Perro para festejar un poco la primera noche en tierra después de una larga temporada. Brigit, que había salido de su laboratorio con unas ojeras que bien podrían ser zonas manifiestas de Mabar, empezó a caminar como un zombi, escoltada por Gretta, a vete tú a saber qué dirección. Finlark y LEOG se habían propuesto ir de compras de camino a El Agujero, el tabernáculo de su informante preferido; y Nova se había marchado por su cuenta a investigar no-sé-qué-cosas sobre un mercado negro. Sjach y Mitne se habían quedado en el Portador, con Lulu, Nando y Ratief, para vigilarlo… aunque lo más probable era que el hombre lagarto se hubiese quedado dormido.
Por su parte, el viejo dracónido se había propuesto optimizar un poco su labor como contramaestre mientras estaban en la Ciudad de las Luces. Y por «optimizar» se refería a trabajar menos, por supuesto. Tras asegurarse de que en El Robledal, el aeropuerto en el que habían dejado al Portador, se ocupasen directamente de las reparaciones de los daños causados por la batalla contra el Dodecanato, se dirigió a una tienda del Distrito Rural, Suministros Bayr, donde pudiesen hacerle unos arreglos a la horca del Cannith al que se habían enfrentado para que pudiera serles de utilidad. Para su desgracia, tan pronto como llegó, resultó que la guardia de la ciudad estaba haciéndole una inspección demasiado rutinaria para el gusto del propietario, y tuvo que esperar a que se fueran para empezar a hacer negocios. Cuando salió de allí, habiendo pagado cien galifares por la puesta a punto del arma y el silencio de Bayr —y eso solo era el cincuenta por ciento del precio total—, se planteó con un suspiro pesado si irse al Portador a descansar. La guardia había mencionado algo de los Norteños, una de las mafias de la ciudad, aumentando su actividad en tiempos recientes. La ciudad parecía… tensa.
«Nah, estarán bien», pensó el dracónido; y decidió invertir el resto de su tarde en dar un paseo.
Nova no estaba nada bien. El encuentro con Nessa le había dejado tocado, y necesitaba algo de tiempo para sí mismo. Thatani y Fin se habían dado cuenta de su estado de ánimo, con el primero haciendo en voz muy alta la declaración de que esa noche había fiesta, y el segundo dándole un toque alegre a su indumentaria, a ver si así se animaba un poco. El bardo apreciaba la intención, pero lo que le interesaba era pasar desapercibido, así que se vistió con la indumentaria más simple que encontró, se maquilló el vitíligo, se puso unas gafas de sol.
Su primera parada fue el Distrito de los Tejados Blancos, es decir, los puertos. Si lo que quería era encontrar contrabandistas y comerciantes que no hiciesen demasiadas preguntas, ese era el lugar. Dio un paseo por la zona, manteniendo el ojo avizor, hasta que encontró un establecimiento que captó su atención: el Bajo Muelle. A priori, parecía ser una rula, pero la gente que entraba y salía del pequeño edificio daba más la impresión de ser criminales que de ser pescaderos. Sí, uno no podía fiarse siempre de las apariencias, pero por acercarse no pasaba nada.
A menos que los ojos de todas esas personas de pinta peligrosa se clavasen en ti nada más te acercases. En ese caso, si pasaba algo. Molestándole, por una vez, ser el centro de atención, Nova se escondió en un área cercana, y trató de pasar sigilosamente cuando hubiese poco tránsito. No contó, no obstante, con el segurata del interior.
Era un hombre alto, fornido y de buen comer. Llevaba un pañuelo rojo tapándole la calva, y sus pequeños ojos negros, su portentosa mandíbula, y su cuerpo cubierto de cicatrices lo hacían parecerse más a un semiorco que a un humano.
—¿A dónde vas, cara bonita? —preguntó con voz profunda y entonación lenta y alelada, agarrando a Nova del cuello de la camisola para impedirle avanzar.
—Gracias por el cumplido, cariño —contestó el cambiante bajándose las gafas y guiñándole el ojo con una sonrisa forzada—. Pues quería pasar, la verdad. ¿No puedo?
Por supuesto, sus palabras iban entretejidas con un sutil encantamiento. El hombre le soltó y, llevándose la mano a la barbilla, pareció plantearse seriamente la petición.
—¿Conoces la contraseña? —preguntó finalmente.
—No, es que soy nuevo por aquí. Espero que eso no sea un problema.
—Bueno… —dudó el hombre—. Le preguntaré al jefe. Espera aquí.
Nova esperó pacientemente. No se le daba bien ser disimulado y moverse sin ser visto. Esa siempre había sido la especialidad de Venessa. Él llamaba la atención, hacía de cebo, recibía la luz de los focos; mientras ella hacía la otra parte del trabajo, la que requería oscuridad, sigilo y sutileza. Y, pese a todo, se dejaba ver una vez, una sola vez, frente a él desde su «separación», y ya no podía sacársela de la cabeza.
El sonido de las puertas cerrándose tras él le sacaron de sus pensamientos. «Mierda», pensó. Por divagar, había desperdiciado la oportunidad de escuchar la contraseña de marras, y para cuando el guarda hubiese hablado con su jefe, el efecto del conjuro ya habrá desaparecido.
Tocaba largarse, y rápido.
Tras mucho deambular, Brigit acabó llegando a unos establos. «Oh, animalitos», pensó, y entró a curiosear, pero tan pronto como vio un fardo de baja bien mullido, no pudo resistir la tentación de dejarse caer en él a descansar. Cuando alguien le llamó la atención, no sabía si habían pasado dos minutos, o dos horas.
—¿Buenos días? Sabes que estás en una cuadra, ¿no?
La persona que le hablaba era una muchacha joven, de no más de veinte años. Su piel era morena, sus ojos marrones y su ondulado cabello de un lustroso color negro. Llevaba una armadura de cuello sencilla, con dos dagas en su cinturón, y cargaba al hombro un enorme saco, humedecido con algún tipo de grasa.
—Sí, perdón —contestó la pelirroja, desperezándose—. Venía a ver a los animales.
—Oh, ¿eres una clienta? En ese caso, si puedes esperar unos minutos, avisaré a alguien para que te atienda, que yo tengo que ir a darles la comida.
—¿Puedo acompañarte?
Los ojos de la muchacha se entrecerraron, demostrando sospecha.
—Por cierto, no me has dicho cómo te llamas.
—Brigit —contestó—. ¿Y tú?
—Molliver.
Casi como buscando ponerle cara al nuevo nombre, Gretta salió de entre el heno, con un sonoro cloqueo. Los ojos de Molliver empezaron a brillar al instante.
—¡¿Pero quién es esta monada?! —exclamó—. ¿Es tuya?
Brigit asintió, en silencio.
—Se llama Gretta —dijo.
Molliver la tomó en sus manos.
—Hola, Gretta —saludó—. Si tienes una gallina como esta siguiéndote a donde quiera que vayas, no puedes ser mala gente —concluyó ella sola—. Venga, acompáñame a darles la comida a mis bebés.
Brigit se levantó perezosamente, y siguió a la moza por los establos.
—El ala este pertenece a la guardia de la ciudad —explicó—. Allí es donde criamos a los grifos de caballería, pero el acceso está restringido. En los pisos superiores, más de lo mismo: allí hay todo tipo de bichos peligrosos, incluyendo un basilisco, así que solo los criadores más experimentados pueden subir. Yo, por mi parte, me ocupo de estas linduras.
Abrió una puerta, y tras ella había dos enormes felinos, similares a panteras negras, pero de seis patas y tres colas. Dos de las tres colas se extendían por encima de sus espaldas como tentáculos, terminando en dos apéndices con ventosa y lo que parecía ser afiladas garras.
Brigit no sabía lo que eran, pero lo estaba flipando en colores.
—¿Cuánto cuestan? —preguntó sin dudar.
—Estos dos justo no están en venta, que son míos, pero sus primos rondarán los tres mil galifares cada uno.
A la clérigo se le desplomaron los hombros. Su gozo en un pozo.
—¿Puedo ayudarte a darles de comer, al menos?
—No lo recomiendo. Tienen bastante temperamento —explicó Molliver.
—¿Y cómo haces que te hagan caso a ti?
—Tengo mis trucos.
Al decir eso, los ojos de la moza de cuadra comenzaron a brillar con un trémulo color verde, al tiempo que una marca refulgía en el interior de su muñeca. Era similar a una cruz latina, pero con el aspa horizontal extendiéndose hacia abajo, imitando las alas de un ave.
La Marca de la Crianza. Por supuesto.
Molliver abrió el saco, extrayendo enormes y olorosos trozos de carne cruda, y los lanzó a las criaturas, que se abalanzaron sobre ellos con una voracidad desmedida.
—¿No son adorables? —comentó Molliver.
—Sí, sí que lo son… Oye, ¿tienes algo que hacer esta noche? Me has caído bien.
Ella sonrió.
—Lo mismo digo —contestó—. Mañana libro, así que puedo estirar un poco la noche. ¿Tienes algún plan?
—El Becerro y el Perro —respondió Brigit—. Creo que hay música en directo, o algo así. ¿Te apetece?
—Guapo, eso ha sido extrañamente encantador. Vamos a hacer una cosa, ¿qué te parece si atiendo a tu compañero mientras piensas una frase para ligar que no hable de olores?
Fin no estaba acostumbrado al rechazo. O, al menos, hacía tiempo que había dejado de estarlo. Para ser honestos, ni siquiera estaba intentando ligar de verdad, tan solo usar su encanto para conseguirle un descuentillo a LEOG. Se encogió de hombros; con todo el estrés de los últimos días, debía estar descentrado.
Era una pena, porque hasta se había vestido bien. Había cogido hasta su abrigo náutico elegante, y aunque le había prestado el tricornio a Nova, no iba nada mal.
Mientras pensaba en ello, LEOG dejó sobre el mostrador una poción de cada tipo, de las que había ido cogiendo de las estanterías.
—¿Qué hacen todas estas?
La gnoma con la que Fin había estado hablando señaló las tres pócimas rojas que había.
—Eso son pociones de curación. La que es un poco más rosada sirve para tratar venenos y enfermedades. La amarilla te da la capacidad de caminar por las paredes durante una hora, o así. Y la granate es un veneno que pasa desapercibido como poción de curación.
LEOG apartó la poción de escalada y el veneno, mientras Fin recolocaba los descartes en su sitio.
—¿Estas dos cuánto cuestan?
—Doscientos galifares y ciento veinticinco.
El forjado, con sus dos metros de altura, sintió que encogía hasta el tamaño de la dependienta.
—Guau, la magia es muy cara —comentó Fin.
«Supongo que tendré que trabajar algo más», suspiró Shamash para sus adentros.
Su paseo vespertino le había llevado a un gran edificio de muros blancos, columnas jónicas y embellecedores dorados.
«Gran Biblioteca de Aundair», rezaba en la lengua común el grabado en el frontón.
Shamash entró con cansancio, resignado a la idea de que su jornada laboral no había terminado aún. En cuanto entró por la puerta, se halló en una estancia gargantuesca, atestada de estantes y estantes repletos de libros. En cada pasillo había múltiples mesas con cientos de personas —alumnos de la Universidad de Wynarn en su mayoría, dedujo—, enfrascados en sus respectivas lecturas.
Mientras contemplaba la escena, un autómata hecho de marfil y engranajes, con remaches dorados y poco más que una alargada tela azul cubriendo su tren inferior, se acercó a él.
—Buenas tardes. ¿Está buscando algún tomo en particular? —preguntó con voz mecánica.
Sham suspiró. No podía tener paz ni en una biblioteca.
—Busco libros relacionados con la Era de los Demonios. En concreto, aquellos en los que aparezca el nombre «Rak Tulkhesh».
—Sección de demonología. Segunda planta, pasillos cuarenta y cinco a cuarenta y siete. Sígame.
Shamash se dejó guiar por el archivista mecánico por los pasillos y rampas. Mientras caminaban, la advertencia de su rey seguía rondándole la cabeza.
«Si ese es el caso, la situación es aún más preocupante de lo que creía. Id con cuidado: la Espada Oscura podría estar al acecho.»
¿Quién o qué era la Espada Oscura? ¿Qué relación guardaba con el antiguo demonio? Y, más importante, ¿qué les depara ahora que llevan el esqueje encima?
Con la ayuda del autómata, el dracónido encontró dos libros que parecían interesantes: Demonios de Khorvaire: Cómo y dónde encontrarlos, por Wolothamp Goddarm; y el Demonomicón de Iggwilv: Edición Mundana.
El primero resultó ser morralla. ¿Dónde encontrar a los demonios? En los Páramos Demoníacos, en los Planos Exteriores, en «el corazón de los mortales»… Nada interesante, vaya. El otro, sin embargo, tenía información algo más jugosa:
«De acuerdo con los registros pseudo históricos, la Era de los Demonios, que se extendió durante casi diez millones de años, fue la época de mayor florecimiento de infernales en la superficie. Se calcula que terminó en el año 99.002 antes de la fundación del reino, tras una gran guerra entre estos demonios y los Soberanos, guerra a la que conocemos como la Demonomaquia. En antiguos grabados hallados en ruinas de antaño, se ha encontrado un término que se repite una y otra vez, hablando de lo que, pareciera ser, eran los demonios más poderosos en existencia: los rakshasa rajah. «Rakshasa» es un término que parece hacer referencia a un categoría particular de demonio, aunque solo hay registros de ellos como parte de las historias de la Era de los Demonios, y nadie parece haberlos visto en realidad. Se les describe como tigres antropomórficos cuyas manos poseen la particularidad de tener el orden de los dedos invertido. Entre otros demonios sirvientes de Khyber, el libro describe a los súcubos de Mabar, los nalfeshnees de Dolurrh y las huestes que combaten contra los celestiales, hijos de Siberys, en Shavarath.»
No era plenamente esclarecedor, pero algo era algo. Satisfecho con sus lecturas del día, Shamash emprendió el camino de vuelta al Portador para tomarse un descanso.
—Mira, ¿qué te parece si te preparo un cóctel deliciosísimo, y a cambio me rebajas un poco el precio de este…
—Sorbo de salud —completó la frase de LEOG el propietario de la tienda, un hombre humano con bigote canoso, chistera y monóculo.
—Eso.
—Mire usted, tengo aquí una botella de picante pírico —dijo él mientras sacaba de debajo del mostrador un frasco que contenía, literalmente, fuego—. Si sois capaz de elaborar una bebida espirituosa con esto, le dejo el sorbo de forma gratuita. ¿Tiene aquí los licores?
—De hecho, no —contestó el forjado—. Pero déjemelo en reserva hasta, digamos, el viernes, y lo tendré listo para entonces.
—En ese caso, tenemos un trato, caballero —respondió el boticario atusándose el bigote y extendiéndole la mano al forjado.
LEOG se la estrechó y, algo más satisfecho que con el intento anterior, salió al exterior del establecimiento, donde su capitán le esperaba.
—Todo listo.
—Perfecto —asintió Fin—. En ese caso, será mejor que vayamos a El Agujero. Cuanto antes lleguemos al fondo de este asunto, mejor.
Ambos compañeros deambularon por las calles de Puerto Claro hasta el extremo del Distrito de Mármol, donde su taberna cochambrosa favorita esperaba. Allí, se cruzaron tanto con Brigit como con Nova.
Al parecer, la aasimar había estado callejeando por los barrios bajos, en busca de alguna comunidad de la Sangre de Vol a la que interrogar, sin mucho éxito. Nova, por su lado, había espiado alguna que otra conversación, y había descubierto que al mercado negro de la ciudad, una red de túneles subterráneos conocida como El Enladrillado, se accedía a través de ciertos establecimientos, El Agujero entre ellos.
—Bueno, me alegra ver que todos hemos llegado hasta aquí —comentó Fin—. ¿Entramos?
—Antes de eso —intervino Brigit—. Hay una cosa que quería consultaros. Antes me encontré con unos animales muy interesantes. Creo que podríamos llevárnoslos, pero eran muy caros. Eso nos deja con tres opciones: o conseguimos mucho dinero para comprarlos, o los robamos directamente, o hago yo sola cualquiera de las dos primeras.
El sentido común habría dicho que la mejor opción era no tomar ninguna de las tres vías, pero Shamash no estaba entre los presentes. De todos modos, cuando a Brigit se le metía algo entre ceja y ceja, era difícil hacerla cambiar de opinión.
—He oído que hay una especie de cristales mágicos que permiten almacenar en su interior seres vivos en estasis, pero no sé dónde conseguir una —señaló LEOG.
—Y aunque lo supiéramos, suena muy caro. Sería añadir un eslabón más a la cadena de robos —razonó Fin.
—Entonces, ¿qué hacemos?
—Primero, vamos a entrar a El Agujero —concluyó el capitán—. Podemos preguntarle a Durnan si hay algún posible golpe apropiado para nosotros en la ciudad, pero atajemos el asunto del esqueje primero.
—Sí, por favor —respondió Nova secamente.
Encogiéndose de hombros, LEOG se dispuso a abrir la puerta de la taberna, pero alguien la abrió desde dentro antes. De El Agujero salió una mujer de altura prodigiosa, ojos oscuros, piel trigueña y cabello negro atado en una coleta baja. Llevaba gafas y un uniforme pseudo militar de color azul marino, con decoraciones plateadas. A un lado de su cinturón colgaba una varita de marfil, y al otro un libro de conjuros sellado por una mano esquelética. Era una mano derecha, al igual que el brazo que ella tenía sustituido por una prótesis mecánica. Con todo, sus rasgos más distintivos eran la diminuta Marca del Dragón bajo su ojo derecho, y el emblema grabado en la manga correspondiente de su uniforme: un escudo con una espada en su interior, y coronado por las cabezas de un león, un dragón y una cabra. El símbolo de la Casa Deneith.
Al verlos, la mujer sonrió.
—Vaya, ¿qué tenemos aquí? —dijo—. Un grupo de aventureros en busca de información. Si venís a este barrio es que buscáis presas en los suburbios; ¿sois mercenarios?
—Algo así —respondió Fin con cautela.
Trató de fijarse en el lenguaje corporal de la extraña. Caminaba recta, pero relajada. No daba la impresión de sentirse en peligro alrededor de ellos, pero los estudiaba de arriba abajo con la mirada. El grupo se mantuvo en silencio, con la guardia alta. La tensión en el aire podía cortarse hasta con una hoja de papel.
Al menos, hasta que la misteriosa Deneith se echó a reír.
—Sois un grupo interesante —dijo finalmente—. Me llamo Cassandra, pero podéis llamarme Cass. Solo estoy de paso, pero si os pasáis por el Gremio de Mercenarios, puedo daros algún consejo. Porque estáis licenciados, ¿no?
—Pronto nos registraremos —mintió Fin—. Es que somos novatos.
—Ya veo… —contestó ella—. En ese caso, razón de más para que os ayude. La burocracia puede ser un auténtico coñazo. ¿Cómo decíais que os llamáis?
—Ness Presso —se apresuró a contestar LEOG.
—Nael Grace —dijo Brigit.
—Kale Movido —añadió Nova.
—Luff Straw —se presentó Fin.
Cassandra sonrió ampliamente, mientras le mantenía la mirada al khoravar.
—Por supuesto que sí. En fin, si necesitáis cualquier cosa, sabéis dónde encontrarme. Mi vuelo sale este sar, ¡así que no os durmáis en los laureles!
—Durnan, ponme un güisqui —pidió Nova—. Ah, y una puerta.
—Sí, yo también necesito algo fuerte —añadió LEOG, plenamente consciente de que, ni tenía papilas gustativas, ni era capaz de emborracharse.
—Marchando —contestó el tabernero, cuya voz también sonaba cansada—. Brigit, ¿quieres algo?
—No —contestó ella, sentándose en la barra y sentando a Gretta en sus piernas.
—¿Capitán?
—Lo de siempre, por favor —contestó—. E invito yo.
Tras servir a sus compañeros, Durnan le preparó a Fin una buena jarra de hidromiel.
—Se ve que te gusta, ¿eh? —le dijo mientras se la servía.
Finlark dio un largo trago.
—No te creas, la última vez tuvo un regusto un tanto amargo.
—Amargo, ¿en qué sentido?
—Muy amargo.
Durnan suspiró y, saliendo de detrás de la barra, colgó el cartel de «cerrado» en la puerta y dejó las llaves puestas.
—¿Qué ha salido mal, y qué relación tiene con que una mariscal de Sharn haya venido a mi bar a preguntarme por ti?
—Oh, así que me está buscando.
—Sí, algo de que la hicieron llamar a Karrlakton por algo que habíais hecho. ¿A qué clase de botín os llevé?
—A un esqueje de Khyber —contestó Fin—. A uno tan grande como mi cabeza, y que destilaba magia demoníaca por todos lados.
—Supuestamente, lo llevaban a Puerta de Korunda para guardarlo a buen recaudo —añadió Nova.
—Pero el Dodecanato ya nos ha abordado una vez antes de que llegáramos, así que…
—Si el Dodecanato está implicado, entonces lo van a guardar, sí, pero para investigar con ello.
—Algo así nos imaginamos, así que no tenemos pensado devolverlo. De todas formas, necesitamos más información. ¿Quién te habló de ese botín?
—Sabes que nunca revelo mis fuentes.
—Es importante.
—Lo sé. Déjame que lo explique correctamente. Cuando te dedicas a informar y tu marca es que nunca revelas tus fuentes, tienes que tomar ciertas medidas para asegurar que no lo haces. Así que… borro de mis recuerdos toda la información sensible en torno a mis soplos.
—Fantástico —comentó Brigit.
—¿Y no hay nada que podamos hacer? —inquirió Fin.
—Sí —les tranquilizó el informante—. Tengo dos socios. Uno es Nesken, Nesken ir'Laitne. Tiene un pequeño estudio de tatuajes en el Distrito Este, pero también comercia con información. Muchas de mis fuentes son las que él no quiere por ser demasiado peligrosas para su gusto, igual os puede orientar un poco.
—¿Y el otro? —preguntó Nova.
—El otro es Jovan Malour. Sir Jovan Malour —se corrigió—. Vive en una mansión en el Distrito de Nealford, no tiene pérdida. Es un ex agente de los Ojos de la Reina, así que tiene experiencia trabajando con encantamientos centrados en los recuerdos, y demás. Es un buen tipo, si le decís que vais de mi parte, probablemente os ayude.
Fin asintió, mirando por la ventana.
—Es casi de noche, mejor vamos mañana.
—Ah, es verdad —intervino Brigit—. Le dije a una chavalina que conocí en los establos que se viniese de fiesta con nosotros hoy. No os importa, ¿verdad?
Todos se encogieron de hombros.
—Hablando de eso —recordó Fin—. Durnan, no sabrás dónde podemos conseguir dinero rápido en la ciudad, ¿cierto?
—No tengo ningún soplo reciente, la verdad, y menos con la mariscal aquella paseándose por las inmediaciones —reconoció él—. Pero siempre podéis participar en un torneo de La Sentina. Se celebran los zoles, pero seguro que aún queda hueco para inscribirse.
—¿La Sentina? —preguntó Fin.
—Sí, una jaula de lucha libre. Es un poco estricta con sus normas, para mantenerse en los márgenes de lo legal y que la guardia no les cierre el chiringuito, pero si participáis, apostáis por vosotros mismos y ganáis, igual os lleváis un buen pellizco. Después de todo, no sois habituales ni conocidos.
—¿Hay algún premio aparte de las apuestas?
—Además de un espectáculo de lucha, es también el lugar en el que las bandas locales resuelven sus diferencias… ya sabéis, sin que la sangre llegue al río.
—Y eso quiere decir que… —le instó a continuar Nova.
—Hay un palco VIP. Se supone que es cien por cien clandestino y no se sabe quién se sienta en él, pero es un secreto a voces que entre ellos están los cabecillas de las mafias. Como premio, se puede solicitar un favor de un miembro del palco.
—¿Y eso para qué sirve? —preguntó Brigit, escéptica.
—Como norma general es una excusa para resolver una disputa territorial. Entra un luchador apadrinado por una banda, y si gana le pide a la rival que ceda equis territorio a la suya. Pero, técnicamente, cualquiera que gane puede pedir cualquier cosa en la audiencia privada. Incluso dinero.
—Me gusta cómo suena. Vamos a apuntarnos —concluyó el capitán—. ¿Cómo llegamos allí?
—A estas horas, la forma más rápida es por la «puerta» que me pidió Nova —explicó Durnan, abriendo una trampilla detrás de la barra—. El Enladrillado tiene una salida en un negocio de cada distrito. El de los Tejados Blancos es La Sentina.
—Conveniente —comentó Fin —. ¿Vamos?
LEOG levantó la mano.
—Yo me voy por mi cuenta —dijo—. Hay una tienda más por la que quiero pasar hoy. ¿Nos vemos luego en El Becerro y el Perro?
Los otros tres asintieron, y descendieron la escalera de mano hacia el mercado subterráneo.
—¡Vosotros! Sí, sí, vosotros —escuchó Nova que alguien les llamaba a susurros—. ¿Buscáis género del bueno? Pues yo tengo del mejor.
El Enladrillado era un lugar mucho menos impresionante de lo que se esperaban. Sí, era monumental a su manera, con gigantescos arcos y bóvedas de ladrillo conformando una red de galerías lo suficientemente bien organizada como para que fuera difícil perderse, pero el estraperlo que se vendía en sus puestos era, francamente, decepcionante. La mayoría consistía en armas y en varios tipos de licores y drogas, algún que otro comerciante de información de medio pelo, y poco más.
Pero, ¿el tipo que los había llamado? Ese tipo tenía justo lo que buscaban.
El mantero en cuestión era un hombre humano de veintipico años. Su cabeza estaba afeitada en una cresta de gallo, de un color bermejo claramente teñido. Llevaba una camisa de color azul, rota por las mangas y los bajos, y un pantalón de cuero negro ceñido. Se esforzaba demasiado por demostrar su estilo punk. Ahora bien, el contenido del paño de tela sobre el que estaba sentado ya era otra cosa: pociones, accesorios, armas… tenía prácticamente de todo. Y todo parecía mágico, de un modo u otro.
—¿Qué os parece esta belleza? —dijo, ofreciéndoles una espada corta con los grabados más bonitos que jamás habían visto—. Además de una obra de arte, es letal, os lo aseguro.
—Gracias, pero no venimos buscando armas —respondió Nova—. Buscamos un tipo de magia más utilitario.
El mercader depositó la espada en el pañuelo y tomó un anillo. Era de madera pulida, con ilustraciones de distintos animales grabados por todo el aro.
—Es un anillo de influencia animal —explicó—. Una auténtica maravilla, te permite hablar con los animales, e incluso controlarlos. Os lo dejo por solo dos mil quinientos galifares.
—¿Dos mil quinientos? Madre mía, la magia es muy cara —se quejó Brigit.
—Y tanto —corroboró Nova—. Además, ¿cómo estamos seguros de que no nos estás estafando?
—¿Quieres probarlo? —ofreció el comerciante.
—Brigit, ¿quieres? —dijo el cambiante.
—Mejor hazlo tú —respondió ella—. A Gretta ya la entiendo bastante bien.
Nova asintió y, poniéndose el anillo, canalizó su magia a través de él por un segundo, y le habló a Gretta.
—¿Hola? ¿Gretta?
La gallina se giró de pronto hacia él, como una exhalación.
—¿Te entiendo? ¿Eso significa que me entiendes?
—Sí.
—¡Gracias a los Soberanos! Por favor, ¡tienes que salvar a Brigit!
—¿Perdón? —se sorprendió Nova. Al ver su reacción, Brigit clavó su mirada en ellos.
—Hay una entidad muy, muy siniestra, que la está. Clama ser la fuente de su poder, de su habilidad para hacer milagros, y estar guiándola para que se vuelva aún más poderosa, pero todo es mentira.
—Cuéntame más sobre esa entidad —pidió Nova, cambiando su idioma al gnómico para evitar que Brigit le entienda.
Por supuesto, ella se dio cuenta del cambio y, con unos reflejos endiablados, le tapó el pico a Gretta.
—Eso no me ha gustado nada.
—Solo estaba probando que funcionase en más de un idioma —mintió Nova.
—No cuela —le contestó la aasimar.
El cambiante suspiró.
—Vale. Me ha dicho no-sé-qué de una entidad que está tratando de controlarte. ¿A qué se refería?
—A mí nadie me controla —se apresuró a responder.
Nova entrecerró los ojos, ahora siendo él el que la miraba con sospecha.
—Bueno, ya hablaremos tú y yo.
Brigit le ignoró y se dirigió al comerciante.
—Guárdame el anillo solo a mí —le dijo—. En cuanto consiga el dinero, te lo compraré.
—Claro —dijo él, encogiéndose de hombros—. No es como si fuera mi producto más popular, de todos modos.
—Perfecto —concluyó la aasimar—. ¿Cómo te llamas, entonces?
—Htinnac.
—¿Apellido?
—Solo Htinnac.
—Si te escribimos un pájaro de papel a nombre de Htinnac, ¿te llegará? —preguntó Nova, que seguía jugueteando con el anillo en su dedo.
—Probablemente no.
—Entonces, ¿cómo me pongo en contacto contigo? —preguntó Brigit.
—Bueno… Siempre puedes comprarme una de estas.
El mercader extrajo de una bolsa un par de piedras parlantes, tendiéndole una a Brigit.
—El par está a doscientos galifares, así que una sola sería a cien. Suelo viajar de aquí para allá, así que te servirá para ponerte en contacto conmigo. ¿Trato?
—Trato —respondió ella, entregándole el dinero.
—Fantástico. Dicho esto… —Htinnac chasqueó los dedos, y el anillo desapareció de la mano de Nova, reapareciendo en su pañuelo—. Lo siento, no me gustan los ladrones.
—Justo nos queda un hueco —dijo Chatarra tras revisar la inscripción.
Chatarra y Andrajo eran un dúo peculiar. Ambos eran khoravar con peinados estrafalarios y gafas de sol. Chatarra llevaba una chaqueta larga de color naranja, sin mangas, sobre una armadura completa que parecía hecha de partes de partes sueltas de otras protecciones. Su cabello era una alta cresta rubia, que contrastaba con su piel bronceada. Andrajo, que tenía la piel más clara y el pelo negro, peinado en un mohicano mullet con extra de laca, vestía con un traje tang de lino verde.
—En ese caso, me gustaría participar con mis compañeros.
—Bien. Las normas son sencillas: la primera y más importante es que matar a otro humanoide está terminantemente prohibido; en caso de que lo hagáis, seréis descalificados y reducidos, e informaremos inmediatamente a la guardia de la ciudad. Este es un negocio legal, y queremos mantenerlo así, pero no nos gusta tener a los periquitos metiendo el pico aquí muy a menudo.
Andrajo se limitó a hacer un gesto con los dedos cuando Chatarra dijo «legal», entrecomillándola.
—Comprendo.
—En segundo lugar, solamente puede haber un máximo de tres criaturas por equipo dentro de la jaula: ni una más, ni una menos. Finalmente, está prohibido que nadie perjudique directamente a un contendiente desde fuera de la jaula. Eso sería todo.
—¿Qué entendemos por «perjudicar directamente»? —preguntó Fin.
—Herir —respondió Chatarra—. Hay apuestas, y al público le suele gustar participar de los encuentros, así que es relativamente común que lancen pociones o armas a los contendientes por los que han apostado. Eso está dentro de lo permitido.
—Ya veo… Entonces, me gustaría apuntarme, sí.
—Perfecto, ¿nombre del equipo?
—Los Tormentosos.
—Original —comentó el khoravar mientras los inscribía—. ¿Integrantes?
Fin hizo memoria, tratando de recordar los nombres falsos que había preparado Nova.
—Luff Straw, Elna Vajas y Ness Presso.
La tripulación se había reunido en El Becerro y el Perro, en el Distrito de Besalle. Era una taberna conocida por tener la mejor música y la peor comida de todo Puerto Claro, así que se estaban contentando con la bebida.
Shamash estaba en una mesa lo más apartada posible de la muchedumbre y del escenario, acompañado por Albert, Nathair y Jiangqwoc. Molliver ya había llegado, y estaba sentada con Brigit, manteniendo una conversación trivial mientras Gretta picoteaba un cuenco de pienso. Kralath, Drazhomir y Nando —que, se suponía, estaba de guardia en el Portador— estaban en otra mesa, con el goliat tratando de convencer a un dubitativo minotauro de participar en un concurso de tragos. Sumak acompañaba a LEOG en la barra, columpiándose en las sillas altas mientras el forjado juzgaba la carta de cócteles. Fin se acercó a la mesa en la que estaban Nova, Riaan y Thatani.
—Y al final han venido todos nuestros negreros particulares —se quejó este último—. ¿No vais a dejar que la plebe tenga un poco de liber...?
Su frase fue interrumpida por la música. De hecho, toda la tripulación del Portador de Tormentas guardó silencio de golpe al escuchar la letra.
kuwata tsunowo vralai
tsuriji pufuralekai
kwondzuvai undovartsu wronduwail
tjortetei jeki liago
La persona que estaba tocando era la mujer hermosa que jamás habían visto, no ya en el sentido de que fuese atractiva, sino en el de que era hermosa a un nivel estético, casi artístico. Su cabello carmesí caía con elegancia sobre sus hombros, y sus ojos esmeralda refulgían a través de sus párpados caídos. Su piel era blanca, suave y tersa como la porcelana, libre de cualquier imperfección, grano o cicatriz; y si no fuera anatómicamente imposible, todos podrían jurar que tanto sus finas facciones como su esbelta complexión eran simétricas, perfectas. Su sencillo vestido, de color negro y blanco, realzaba su elegancia natural a su máxima expresión. Era liso, de una sola pieza, con pequeñas aperturas en sus brazos y piernas, que le daban un toque adicional de sensualidad inocente. Sobre sus piernas descansaba un laúd de madera hermosamente decorado con filigrana, cuyas cuerdas sonaban como coros celestiales al contacto con los dedos de la muchacha.
jiunmata ivelischpfuli
neftyoma sorepiyamei
schijiyako alefni fatalliliya
nic'hpisfa unhoreselye
Nova había visto antes ese laúd. En su sueño. Tocando esa misma canción, en ese mismo escenario.
otrajain aforeje kurasolda
towari hatasei mic'hatasei tsufrallai
otrajain aforeje kurasolda
towari hatasei mic'hatasei tsufrallai ilja
Fin había visto antes a esa muchacha. En sus sueños. O, al menos, había continuado soñando con ella, suspirando por ella, desde el día en que se conocieron.
Ullilya kojijichatjukaijai-wa
nyame fretsumekri, fretsumekri linganmai
ulreri manja huteharraku-mu
harirch lahadachfei, lahadachfei shindulhwo
Como si algo le poseyese, una emoción que había estado opacada por la ansiedad del día, Nova subió al escenario a tocar con ella, a cantar con ella. A interpretar su canción. Y juntos tocaron, y bailaron, y tocaron. Pero, en cuanto la música cesó, un único sonido sacó a toda la audiencia del trance de incredulidad en el que se encontraban.
El sonido de la puerta de la taberna, cerrándose de golpe tras Finlark.
