Acto II: La verdad tras la verdad
Capítulo 3: Nacido del argento
Sham terminó de ajustar su herramienta multiusos. La había convertido en un casco. Con él, podía hacer una lectura del recuerdo de Durnan que sir Jovan les había cedido en forma de hilo y, al menos, ver el rostro de la persona que le había dado la información sobre el Fantasma del Cielo.
La sucesión de memorias fue veloz, pero reveladora. Un hombre envuelto en una capa andrajosa, de cabello castaño, facciones duras y ojos marrones. Un bandido estándar, cabría esperar, pero con un porte severo, casi digno, que le hacía intimidante, pese a su mundanidad. Este hombre le explicaba a él, que veía la escena a través de los ojos del informante, que la mismísima Llama de Plata le acosaba en sueños, con visiones acerca de un barco oscuro y sigiloso, abanderado con el estandarte de la Casa del Kraken, que transporta bien protegido un cofre con un tesoro de valor inimaginable. Los siguientes recuerdos fueron investigaciones por parte de Durnan. Una conversación con la persona indicada por allí, un soborno oportuno por allá, ¡y bingo! Había una aeronave de esas características que llevaba un cargamento desde Zarash'ak hasta Puerta de Korunda, trayecto que no pertenecía a ninguna ruta mercantil regular.
Sham se retiró el casco, y devolvió la herramienta a su habitual forma esférica.
—Flavia, habías dicho que las Dagas Negras se ocultan en las catacumbas de la catedral abandonada, ¿cierto?
—Cierto —asintió la pelirroja.
—Sjach, habías dicho que, en tu sueño, te habían mencionado que podría haber un ascua de la Llama de Plata encendida por aquí cerca, ¿cierto?
—Cierto —asintió el hombre lagarto.
—Finlark, creo que pedir esa audiencia ha sido la opción correcta.
El minino se lanzó sobre la carne cruda con una voracidad más propia de una mantícora que de un gato. Sus tentáculos hacían esfuerzos por arrancar los pedazos de carne, mientras usaba sus patitas y dientes para roer lo que pudiera. Era lo más contento que lo habían visto desde que lo adoptaron.
«Llevadlo con vosotros una temporada, y si vuelve sin un rasguño y podéis encontrarme un lugar estable en el que trabajar, estaré encantada de que me contratéis», habían sido las palabras exactas de Molliver cuando les cedió el pequeño cachorro de bestia trémula. Lo que se había salido de sus cálculos es que el animal le había cogido tirria casi instantánea a toda la tripulación. Menos a Drazhomir, claro. Y a Sumak también le tendría algo de cariño, ahora que le había traído de merienda un gigantesco bistec de uro que LEOG acababa de cortar y sazonar.
Sí, se habían quedado sin cena. Pero, al menos, el michi estaba contento.
Y, si el michi estaba contento, Brigit estaba contenta. El resto del equipo no la había visto tan feliz en días —desde que había convertido en zombi a aquel oficial mercante, probablemente—, aunque parecía no haber prestado especial atención al momento de la conversación con la Vadalis en la que este decía que era un préstamo.
Gretta estaba sentada al lado de la criaturita, viéndola comer en silencio. Parecían haberse hecho amigos, con la bestia trémula teniéndole una especie de respeto, o incluso cautela no predatoria a la gallina. Algo especialmente curioso, teniendo en cuenta que le había fustigado con sus tentáculos cada mano que había intentado acariciarlo —salvo la de Drazhomir, cómo no—.
—No debería comer tanto a diario —recomendó el minotauro—. Es malo para su salud.
—Ya lo sé —contestó Brigit, tajante y ofendida—. Es solo un premio por portarse bien.
—Eh… ¡Sí, señora! —contestó Drazhomir, encogiéndose hasta parecer más pequeño que la aasimar.
—Bueno —intervino el capitán, que había terminado de pertrecharse—. El sol ya se ha puesto, así que vamos tarde. Andando.
El interior de la catedral abandonada era tan impresionante como descorazonador. Vidrieras representando la historia ancestral de la Iglesia de la Llama de Plata decoraban, rotas y descoloridas, los muros laterales, mientras que un retablo que representaba la Llama misma iluminaba el fondo. En el centro del ábside había un enorme y vacío brasero, con una sede y un ambón entre él y la nave central. La sede estaba ocupada por un hombre humano de oscuros ojos verdes. Su tez paliducha y su rostro enjuto hacían un fuerte contraste con el tono oscuro, casi negro, de su pelo y vestimenta.
—Llegáis tarde.
—Tuvimos alguna complicación —se disculpó Fin, sin mucho tono de arrepentimiento.
—Disculpas acertadas, supongo.
El destacamento que había ido a la catedral consistía en Finlark, Shamash, Sjach, Brigit y Mitne. Nova había decidido tomarse unas vacaciones cortas con Riaan y Thatani, y LEOG estaba de guardia en el Portador.
—¿Eres Kreelo? El líder de las Dagas Negras —preguntó Fin.
—Podría serlo —respondió el otro—. ¿Qué puedo hacer por vosotros?
—Capitán —intervino Sjach, susurrando—. Creo que acaban de entrar en mi memoria, de algún modo.
El khoravar chasqueó la lengua, molesto.
—Podemos empezar hablando de cómo es que la información que le disteis a Durnan nos acabó llevando a un demonio.
—Ah, sois vosotros —dijo el Daga Negra, antes de pararse a reflexionar un momento, casi como si estuviese haciendo una consulta—. ¡Sois vosotros! Bajad, el jefe quiere veros.
Se levantó de la sede y, arrastrándola por el suelo, reveló una trampilla oculta debajo.
—Pues tan escondido no estaba —comentó Brigit.
—Aún no has visto nada.
El camino fue largo y angosto, a través de un laberinto de túneles y mazmorras apenas iluminadas. Los pasillos estrechos y las celdas húmedas se seguían unos detrás de otros, en un laberinto de tedio y repetición que hacía imposible memorizarse el camino. Finalmente, tras exasperantes minutos y minutos de marcha, llegaron a una sala cuadrada y pequeña, exactamente igual que el resto de las celdas salvo por el leve murmullo de la muchedumbre y la presencia de un par de mesas ocupadas. Sus ocupantes llevaban capas negras iguales a las de su guía, y la mayoría tenían rostros hoscos, de mandíbulas torcidas y pieles marcadas por las cicatrices. La primera impresión fue que las caras parecían repetirse, ser idénticas entre ellas; luego, les dio la impresión de que, en un parpadeo, los rostros que veían eran otros completamente nuevos —aunque igual de horripilantes—. Finalmente, tanto Fin como Sham llegaron a la revelación, a la conclusión lógica: la mayoría de los miembros de las Dagas Negras, si no todos, eran replicantes.
Incluido, como no podía ser más evidente, su líder, Kreelo «de las Mil Caras» que, envuelto en su manto oscuro y con su rostro desfigurado cubierto por las sombras, saludó a la tripulación. Estaba sentado en un escritorio de madera, con varios papeles desplegados sobre él. A su espalda, en una esquina de la sala, había una estructura del tamaño de una jaula para pájaros, con pie propio. Tan pronto como los oficiales del Portador de Tormentas se acercaron a su ubicación, Kreelo retiró su capucha, revelando el rostro que Shamash había visto en los recuerdos de Durnan.
—Así que fuisteis vosotros —dijo—. Gracias por comprobar mi teoría, y bienvenidos a mi humilde hogar.
—¿Teoría? —inquirió el khoravar, arqueando una ceja.
—Sí. Durnan es un tipo fiable —explicó—; supuse que descubriría rápidamente si la información que aparecía en mis sueños era algún tipo de alucinación recurrente o una verdadera visión de la Llama. Ahora ya lo sé.
—Un favor por un favor, entonces —contestó Fin—. ¿Sabes algo del cargamento del Fantasma del Cielo que nosotros no?
—Según los recuerdos del escamoso —dijo señalando a Sjach con la cabeza—, sabéis incluso más que yo. Lo único que sé es lo que me decían las visiones, aunque encontrasteis algo aún más interesante de lo que esperaba.
—¿La Llama de Plata te dirigió hacia el esqueje, entonces?
—¿A mí? No creo —se rio él a modo de respuesta—. La Llama no suele dirigirle la palabra a nadie que no sea su Guardiana, y menos a gente de poca fe como un servidor —explicó—. No, solo estaría desesperada por mandar el mensaje, por iniciar la cadena causal de esa profecía con la que empezasteis a soñar. Y lo consiguió.
—¿Hay alguien más a quien podamos responder al respecto?
—En el Enladrillado no, desde luego. Eso sí, si queréis llevaros el Ascua con vosotros, yo estaré más que encantado de librarme de ella.
Casi como si el cosmos quisiera responder su pregunta, Sjach notó algo rozarle el morro. Algo caliente. Pero no era un calor que quemase, no. Era reconfortante, hogareño, casi sanador. Levantó la vista, y entonces se percató de las pequeñísimas ascuas, las pequeñísimas chispas, que flotaban en el aire de forma lenta y casi imperceptible, en dirección a él. En dirección a Mitne. Surgían de debajo de la lona que cubría la misteriosa estructura tras Kreelo, la que tenía forma de pajarera.
—Ni idea. Estaría muy desesperada por hacer llegar el mensaje. Los caminos de los dioses son inescrutables, o eso dicen —dijo él encogiéndose de hombros—. Soy lo que más cerca tenía, después de todo.
Uno de sus esbirros se levantó del asiento y se dirigió a la estructura cubierta que estaba detrás de Kreelo. En cuanto retiró la lona negra que lo cubría, se reveló que en realidad era un brasero con un montón de leña encima, en la que solo brillaba una levísima chispa plateada. Las ascuas, como movidas por un viento inexistente, flotaban en dirección a Mitne, metiéndosele por la boca y los orificios nasales.
—Tienes parte de la Llama contigo —comentó Fin—. ¿Para qué la quieres?
—Para nada —respondió el replicante—. Cuando nos instalamos en la catedral, se suponía que estaba abandonada. Los thranes se habían marchado de Puerto Claro, y la Llama ya no brillaba en su catedral. Pero, cuando llegó el invierno y tuvimos que encender una hoguera para calentarnos, el fuego resultante fue plateado. Y desde entonces, no hemos conseguido apagarla.
—Vamos, que no quieres tener nada que ver con esto —resumió Sham.
—¡Correcto! Me alegra ver que sois de mente ágil. Seamos honestos: estáis hundidos en un fango demasiado profundo. ¿Esquejes con demonios dentro? ¿El Dodecanato? ¿La Profecía Dracónica? Son demasiados problemas. Quizá, si conseguís llevaros esta llama con vosotros, os venga bien. Desde luego, a mí me vendría bien no tenerla al lado mientras duermo.
El grupo permaneció en silencio unos segundos.
—Sjach, ¿qué opinas? —preguntó Fin.
—Puedo intentarlo… —musitó él.
Despacio y acompañado por Mitne, Sjach se acercó al brasero. No estaba muy claro si era por él, por el dragón, o por la combinación de ambos, pero a cada paso que daban más cerca de la hoguera, más fuerza, luz y candor iba adquiriendo esta. Con cautela, el hombre lagarto acercó su mano al fuego que, plenamente encendido, crepitaba y se revolvía, como si sus lenguas intentaran hacer contacto con sus dedos.
Sjach sintió una conexión, una conexión que hacía tiempo que no sentía. Se sintió abrazado, reconfortado… libre. Era lo mismo que sintió cuando la Llama le liberó de su esclavitud años ha. Era lo mismo que sintió cuando el huevo de Mitne eclosionó entre sus brazos.
Obnubilado, casi hipnotizado, tocó las llamas. La hoguera empezó a retorcerse, como si bailase. Empezó a contraerse y a deslizarse entre los gruesos dedos del contramaestre, como una sierpe de fuego plateado. Sjach se mantuvo inmóvil, dejándola tomar consistencia y reptar alrededor de su brazo, sin romper del todo el lazo con el brasero. En cuanto llegó más allá del codo, estiró la cabeza en dirección a Mitne, como si quisiera ir hacia él. Estaban los tres unidos: dragón, pirata y argento. Y la decisión de cual sería el fruto de esa unión le correspondía a la segunda persona de esa trinidad. O bien la energía de Mitne avivaba la Llama; o bien la fuerza de la Llama alimentaba a Mitne. Él era el canal que unía al uno o al otro. Para Sjach, que, aunque estaba relacionado con la Llama Vinculante, no le profesaba ninguna lealtad a la Iglesia de la Llama de Plata, optó por la segunda.
Mitne tomó aire. Y tomó fuego. Y Sjach sintió cómo la fuerza de su compañero, la fuerza de su luz, crecía conforme el argento inundaba sus pulmones. Segundos más tarde, el brasero estaba apagado, un leve destello plateado relucía en los ojos de Mitne, y Sjach se sentía más vigorizado que nunca.
Kreelo se recostó en su silla, apoyando los pies sobre su escritorio.
—Bien, ahora que nuestro problemilla en común está resuelto… ¿Hablamos de negocios?
La noche siguiente fue una noche oscura. En parte, porque el pálido tono anaranjado de Olarune, «la Centinela», no era de los más brillantes entre las doce lunas de Eberron. Por otro lado, Finlark d'Lyrandar, capitán del Portador de Tormentas, necesitaba que las nubes oscurecieran el cielo.
Y las nubes siempre obedecen a un kraken, exiliado o no.
—El plan es simple —explicó el khoravar—. Sjach, Mitne y yo armamos jaleo en los puertos, llamamos la atención de Mordak, y noqueamos a los que podamos. Mientras, vosotros dos —continuó, señalando a Brigit y Shamash— os coláis en el barco, os lleváis el oro y dejáis la carta de Kreelo. ¿Alguna pregunta?
—Sí —intervino la aasimar—. ¿Por qué estamos haciendo esto? El tío ese no hacía nada más que pedir.
—Porque vamos a sacar tajada de esto, Kreelo prometió ayudarnos a entrar y desvalijar la mansión Lyrandar si lo hacíamos, y siempre es bueno tener un comprador fijo con el que comerciar cuando volvamos a Puerto Claro —resumió Finlark.
—Bueno, vale —dijo ella con resignación.
—Procurad no pasaros —dijo el capitán como última instrucción.
Y, con un asentimiento, la operación comenzó.
Sjach llevaba su shotel lunar en la garra izquierda, y una daga que le había prestado Fin en la derecha. Su arma habitual estaba siendo mejorada en una armería llamada Blorreuvi y compañía. Parecía cara, así que Sjach estaba bastante contento con la posibilidad de robar a Kreelo y a los Lyrandar, no vaya a ser. Lo primero que hizo, no obstante, fue coger su más reciente adquisición: la jabalina de relámpago que Shamash había encargado en Suministros Bayr.
—Itpro —susurró.
En dracónico significaba «relámpago». Una palabra de poder sencilla para un funcionamiento sencillo; en teoría, la lanza debía convertirse en un rayo y salir disparada hacia adelante, atravesando a todo lo que se cruzase en su camino.
No funcionó. Cosa extraña, porque esa misma mañana, había estado probándola con Sham, e iba perfectamente.
Encogiéndose de hombros, Sjach devolvió la jabalina a su estuche y, mirando a Mitne, le hizo un gesto para que le ayudara con el cambio de arma. El dragón tragó saliva y soltó un esputo sobre la daga prestada, imbuyéndola de crepitante electricidad.
«Tendrá que servir», pensó antes de lanzarse al fragor de la batalla.
Fin, por su parte, iba saltando de enemigo en enemigo, esquivando con gracilidad todos sus envites, cortes y estocadas, mientras él propinaba los suyos propios, con estoque y pistola. Por supuesto, lo hizo tratando de hacer el mayor ruido posible, el justo para alterar y hacer salir a Mordak de su camarote.
Y funcionó.
Un hombre humano, pero gigantesco, con brazos más anchos que muchas cabezas y una panza en la que cabrían tres gnomos, salió a la cubierta con una antorcha en sus manos.
—¡Fin «la Galerna»! —exclamó—. ¡Sabía que el mequetrefe que vi en La Sentina eras tú, mocoso! Ya que vienes hasta aquí, voy a asegurarme de que pagues por el destrozo de Pedrusco y Potingue con creces. ¡Puedes hacerlo en oro o en sangre, lo que prefieras!
Fin sonrió, deteniéndose unos instantes mientras Sjach y Mitne, uniendo sus espaldas tras él, abatían a los enemigos a su alrededor.
—Inténtalo si puedes —lo retó.
Y, sin mediar más palabras, la batalla comenzó.
Brigit se desplazaba silenciosamente entre los pasillos de la cubierta inferior del navío. Se escondía entre las sombras, con la capucha de su capa cubriendo sus facciones. Es eficiente, silenciosa y cauta. Se le daba bien pasar desapercibida.
Y su tarea habría sido más sencilla, de no ser por el casi permanente ruido de metal chocando contra metal que la acompañaba.
—¡¿Podrías hacer menos ruido?! —se quejó la pelirroja, en susurros.
—¡La armadura suena! ¿Qué quieres que haga? —contestó la voz incorpórea de Shamash.
Brigit suspiró, y continuaron avanzando. Sham, tan hábil con las herramientas como eran, se las fue arreglando para abrir los cerrojos de las puertas y los cofres. No tardaron en llegar al camarote de Mordak y, mientras la clériga se apropiaba de todo cuanto veía, el dracónido se aseguró de dejar la nota de Kreelo, cuyo mensaje estaba protegido por una ilusión, en el cofre que contenía el alijo personal del contrabandista.
Un trabajo bien hecho; tocaba escapar.
Con mucha más confianza de la que tenían cuando entraron, pero con el alquimista aún invisible, se prepararon para abandonar el barco… Justo para ser interceptados por uno de los secuaces de Mordak.
—¡Alto! ¿Quiénes…?
Sin darle tiempo a terminar su pregunta, Brigit llevó su mano a su collar, un símbolo sagrado de la Sangre de Vol con la forma de un reloj de arena lleno de un líquido rojo, y pronunció unas palabras rápidas.
—¡Cuánto tiempo sin vernos! Acabo de unirme a la tripulación; me llamaron afuera.
El pirata la miró confuso durante un instante. No obstante, su mirada no tardó en iluminarse con un leve tono escarlata, y su mueca se convirtió en una cálida sonrisa.
—¡Eres tú, vieja amiga! ¿Qué tal estás? No sabía que te habías dado a la mala vida.
—¡Ya ves! —le respondió Brigit con amabilidad sobreactuada—. En fin, ¿me dejas pasar? No queremos que el capitán se enfade.
—¡No queremos eso, no! —dijo él, haciéndose a un lado—. Ese viejo lobo de mar tiene un carácter terrible.
De alguna manera, se las arreglaron para salir del barco. Deshaciendo su invisibilidad, Shamash pudo respirar con tranquilidad.
—En fin —dijo—. Ahora, un mensaje de despedida.
Y, tomando una bocanada de aire, liberó de su garganta un poderoso chorro de llamas.
El sonido de las espadas de Fin y Sjach chocando contra las armas de la tripulación de Mordak resonaba por todo el Distrito de los Tejados Blancos. El dúo estaba empezando a cansarse, y Mitne no estaba mucho mejor en ese aspecto. Fin conjuró el poder mágico de su Marca, impulsándose hacia arriba con una corriente de aire ascendente, para luego caer en picado sobre la marabunta de piratas de medio pelo. Sjach luchaba con shotel, daga y dientes, no dándoles cuartel para respirar, pero sin poder pararse a ello tampoco.
Y, entonces, vieron la señal.
Desde la sonoridad que le daba la altura, Fin gritó:
—¡Mordak! ¡Se te quema el barco!
El criminal se giró de sopetón, para encontrarse frente a frente con el crepitar de las llamas.
—¡¿Pero qué?!
Por supuesto, tras esa exclamación, se siguió una retahíla de insultos, maldiciones, órdenes a la desesperada y amenazas. No obstante, los oficiales del Portador de Tormentas estaban demasiado lejos como para oírlas.
