VI

—Dijiste que… tu nombre era… Henry…

Frente a ella, con sus manos cruzadas sobre la bolsa de tela, él tan solo continúa sonriendo.

—Así es.

—Y vivías… aquí.

Da un leve asentimiento para animarla a seguir.

—Y… aquí… asesinaste a tu… familia.

Henry arruga la nariz.

—Hm, no exactamente: a mi madre y a mi hermana, , pero no logré hacer lo mismo con mi padre.

—Tu padre…

—Está en la cárcel.

Eleven asiente. Su siguiente pregunta, sin embargo, lo toma por sorpresa:

—¿No vas a… verlo?

Henry no puede evitar sonreír ante la extrañeza de esa pregunta.

—¿Perdón?

Eleven no responde. Cuando finalmente logra calmar su ataque de risa, Henry fija la vista en ella y nota que sus mejillas están algo sonrojadas.

La he avergonzado, se dice, sintiendo una repentina calidez en el pecho. Comprende que Eleven siente vergüenza debido a su comentario. Es hasta hilarante, considerando que él le ha confesado recientemente todos sus pecados. Por ello decide, finalmente, responderle con sinceridad:

—Con toda honestidad, no lo había pensado. ¿Crees que el viejo Victor Creel querría verme?

Eleven se encoge de hombros.

—¿Eleven? —insiste Henry, porque tampoco desea hacerle sentir que no la toma en serio.

—Yo… no sé… Es… Es tu… papá y…

Henry ladea la cabeza.

—Estoy seguro de que piensa que estoy muerto. Brenner —escupe el nombre con desprecio— se habrá asegurado de eso.

Ciertamente, no es que le importe mucho esto; en realidad, tal vez hasta podría considerarlo un favor por parte del médico.

Eleven junta sus manos en un tímido gesto. Henry advierte cómo sus dedos se entrelazan con nerviosismo.

—Tal vez… él pueda… ayudar.

Henry enarca una ceja. Mitad en broma, mitad en serio, se ve tentado a fastidiarla un poco:

—¿Oh? ¿Crees que necesitamos ayuda, Eleven? ¿Que yo no podré protegerte?

Eleven vuelve a encogerse de hombros, el sonrojo de vuelta en su rostro.

—Tú… y yo… estuvimos mucho tiempo… Mucho, mucho tiempo…

Henry mentiría si dijese que no comprende su temor: por supuesto, tanto ella como él han sido prácticamente criados en ese perverso laboratorio. Aun así, Henry no está particularmente preocupado ante el prospecto de enfrentarse al mundo fuera de su antigua prisión.

Oh, no: el mundo de afuera es el que debería preocuparse por enfrentarse a él.

No obstante, al pensar en su padre, recuerda un importante detalle: la fortuna de su madre. La fortuna que difícilmente habían llegado a tocar antes del… incidente, por denominarlo de alguna manera. Henry aprieta los labios en una fina línea: sí, claro, tanto él como Eleven podrían satisfacer sus necesidades básicas valiéndose de sus poderes… Empero, ¿cuánto tiempo podrían hacerlo sin llamar la atención del Gobierno? Si bien Henry tiene plena confianza en sus habilidades —Eleven, a pesar de su gran potencial, es aún una niña—, su mente calculadora tampoco le permite pecar de imprudente: un ejército armado decidido a acabar con ellos terminará, indefectiblemente, por lograr su cometido, sin importar cuántos soldados caigan antes.

Antes de dejar el laboratorio, Henry se hubo asegurado de borrar toda la información disponible sobre ellos, pero, si empezase a utilizar sus poderes para asesinar o manipular las mentes de las personas, definitivamente terminaría llamando la atención de quienesquiera estuviesen investigando la masacre del Laboratorio Nacional de Hawkins. No, necesitan ser inteligentes y mantenerse ocultos y esperar que las aguas se calmen. Con suficiente tiempo y suerte, el caso sería archivado y sus investigadores, destinados a otros.

El contar con fondos suficientes les permitiría permanecer encubiertos y, si no les es posible obtenerlo sin amarrarse una soga al cuello, ¿por qué no mejor apropiarse de esa fortuna que, de todas maneras, por herencia, habría debido corresponderle?

Con un plan a medio formar en su cabeza, Henry decide decir la verdad:

—Está bien. Creo que tu idea tiene mérito, Eleven. Mañana, seguramente, iré a visitar a mi… padre. —Qué regusto extraño le deja en la lengua esa palabra luego de tantos años—. Por hoy, creo que es seguro pasar aquí la noche. No tienes hambre aún, ¿verdad?

Como toda respuesta, Eleven sacude la cabeza.

—Perfecto.

Sin decir más, Henry se levanta de su asiento y le ofrece su mano.

Duda por un momento, mas, esta vez, Henry no teme que el desenlace no sea el planeado: Eleven toma su mano con firmeza.

Con una sonrisa satisfecha, la guía escaleras arriba.

Mientras se marchan, la puerta principal se cierra con un chirrido, como empujada por una mano invisible.