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El desayuno es frugal, por supuesto: rebanadas de pan con mermelada y un vaso de jugo de naranja. Henry le explica que lo ha obtenido de una tienda de comestibles esa misma mañana, antes de ir a la biblioteca de Hawkins.
—Le pregunté a la cajera la dirección de la biblioteca; resulta que no quedaba muy lejos, apenas a unas cuadras.
Eleven frunce el ceño mientras mastica una de las rebanadas. Henry sonríe plácidamente; sabe, sin duda, que su explicación le ha generado más preguntas que respuestas, mas no piensa explayarse si ella no se lo pide. Así que eso hace:
—¿Por qué fuiste… a la biblioteca?
Henry descansa la barbilla sobre una mano y apoya el respectivo codo sobre la mesa.
—¿Recuerdas que te dije que iría a visitar a mi padre? —Eleven asiente—. Pues bien, necesitaba averiguar qué había sido de él… Estaba al tanto de que había sido encarcelado, pero ¿dónde? La biblioteca cuenta con viejos archivos que pudieron darme una respuesta.
—Entonces…, ¿irás a ver… lo?
—Ajá. —El tono de Henry es casual, como si hablase de un quehacer cualquiera: para nada evidencia que habla de confrontar al único sobreviviente de sus crímenes—. Pienso ir ahora.
Eleven sabe que no es tan simple: que no todo puede quedar a una corta distancia de donde están y que es posible que una prisión esté fuertemente custodiada, en especial si los reos son particularmente peligrosos.
Ella, de entre todas las personas, lo sabe perfectamente.
De pronto, el hilo de sus pensamientos se interrumpe: Henry ha colocado el dedo índice sobre su frente con la clara intención de suavizar la arruguita que se le ha formado allí.
—Ey, dormilona; apenas acabas de despertarte. Deja que yo lidie con todo, ¿de acuerdo? Tú solo confía en mí.
Eleven baja la vista, avergonzada: en verdad, ¿qué podría hacer ella para ayudar? Sí, ciertamente lo ha liberado de la soteria, pero más allá de eso…
Henry parece ser perfectamente capaz de cuidar de sí mismo.
—Eleven —su voz es un poco más seria ahora—, con esto no estoy insinuando que tu ayuda no sea valiosa, ¿comprendes? Mírame —insiste, y ella así lo hace—: no, es solo que esto en particular es algo que yo debo enfrentar.
»Y me daría mucha tranquilidad que, mientras yo esté ocupado atando estos cabos sueltos, tú estés aquí, segura y escondida. ¿Está claro?
A eso Eleven no tiene nada que objetar.
—Recuerda: no salgas de la casa; si alguien llegase a llamar, mantente en silencio y escóndete —le instruye Henry veinte minutos más tarde, parado frente a la puerta cuyo cristal tintado dibuja una rosa difuminada sobre el suelo de parqué.
Eleven cabecea en señal de asentimiento. Henry le sonríe, y ya está por girar el picaporte cuando…
—Henry.
Antes de girarse hacia ella, el joven suelta una risita por lo bajo.
—Sabes que tienes una tendencia a llamarme cuando me estoy yendo, ¿hm?
Eleven ignora el comentario; en su lugar, pregunta:
—¿No tendrás… hambre? —No lo ha visto comer desde la huida.
—Oh, comí un sándwich en la tienda —le asegura Henry. Luego, apoya su mano sobre su mejilla—. Es muy amable de tu parte preocuparte por mí, pero estoy bien.
»Ahora, sé una buena niña y espera por mí.
Henry espera de pie frente a la tienda que ha visitado antes.
Como un buen depredador, aguarda por el momento oportuno.
Por la presa oportuna.
Cuando un joven —no tendrá más de veinticinco— estaciona su auto frente al edificio, Henry le hace una seña. El muchacho levanta la vista.
Le abre la puerta del asiento del copiloto.
Henry le sonríe, toma asiento y cierra la puerta.
El auto arranca.
Algo tan inocuo como un viaje gratis no significa nada en el gran esquema de las cosas; como mucho, el joven no recordará qué lo llevó a decidir acercar a este perfecto desconocido a un instituto psiquiátrico a kilómetros de la tienda a la que había ido por algo de leche.
Durante el silencioso viaje, Henry piensa en Eleven: en la pregunta que le había formulado la noche anterior.
¿Qué habría hecho, realmente?, se pregunta. ¿La habría asesinado?
Henry cree que habría podido. No es una certeza, no, para nada, pero si se hubiese visto entre la espada y la pared… Si Eleven se hubiese negado, eso habría sido una cosa; podría haber intentado convencerla o, en el peor de los casos, borrar sus memorias de él. ¿Tal vez raptarla, incluso?
Ahora, si Eleven no solo se hubiese negado, sino que hubiese actuado con agresividad…
Si lo hubiese atacado…
Entonces, Henry, el sobreviviente definitivo, no habría tenido otra alternativa más que eliminar la amenaza a su vida.
Pero eso no ha sucedido, se dice a sí mismo. No, ella ha tomado la decisión correcta.
Si hay algo de lo que está seguro es de que habría sido una tragedia que Eleven hubiese elegido mal, tanto para él como para ella.
Sus pensamientos se ven interrumpidos cuando sus ojos divisan el instituto psiquiátrico —un edificio antiguo pero bien conservado— a una distancia no muy lejana.
Henry inclina la cabeza, pensativo.
Con suerte, obtendrá la fortuna de su familia, y él y Eleven no volverán a sufrir ninguna carencia.
En el peor de los casos, si no lo logra, tendrá que sobrevivir con raciones mínimas hasta hallar una solución: una comida al día, como mucho. Sería posible: hoy, que ha obviado el desayuno, apenas si siente un poco de debilidad. Algo perfectamente razonable; Eleven apenas si lo ha notado, y solo por sus habilidades de observación, no porque él actuase de manera extraña. Supone, pues, que el almuerzo bastará para sostenerlo por el resto del día.
Sus fondos actuales, después de todo, deben durar el mayor tiempo posible sin que Eleven deje de contar con, al menos, tres comidas diarias.
Al menos hasta que encuentre un modo de solventarnos, se dice. Uno que no nos haga correr peligro.
