XII
—¿Qué les sucedió a tus ojos?
Victor no responde. El malsonante chirrido de la superficie de la mesa de la celda siendo rasguñada es todo lo que se oye.
—Victor, necesito preguntarte algo. —No es mentira: necesita preguntárselo, aunque solo sea para hacerlo pensar en la información que busca.
¿Y qué si no necesita que responda? Ya ha venido hasta aquí: lo mínimo que puede hacer su padre por él es dignarse a hablarle.
Ante el insondable silencio de su padre, se toma unos segundos para considerar su próxima acción.
—Que así sea —suspira—. Lo haremos a mi manera, entonces.
Lentamente, Henry levanta la mano.
Victor no puede gritar; además de sujetar todos sus huesos en un agarre hercúleo, Henry se ha asegurado de sellar sus labios.
—Preguntaré de vuelta, Victor; que no se diga que no soy paciente —murmura Henry—. ¿Qué les sucedió a tus ojos?
El temblor animalístico de Victor le indica que lo ha sometido —lo cual, con algo de suerte, le habrá asegurado su cooperación—; Henry baja su mano y, en sincronía con el gesto, el cuerpo del anciano cae al suelo. De rodillas, con las manos huesudas apoyadas contra el piso de piedra, Victor se le asemeja a un despojo humano. Henry no se confía; está listo para acallarlo a la fuerza nuevamente en caso de que decida gritar.
A Victor, sin embargo, no le queda ni un retazo del espíritu de sobrevivencia típico de la humanidad:
—Has retornado —susurra—. ¿Tomarás mi vida ahora, demonio?
—No me sugieras ideas tan tentadoras; contrariamente a lo que puedas creer, solo soy un hombre y matarte no figura entre mis intereses en este momento.
Ahí está: el principio de la admisión. No, Victor, no hay ningún demonio…
La verdad es mucho peor.
—¿Y asesinar a mi esposa, a mi hija y a mi hijo sí figuraba entre tus intereses? —balbucea el prisionero, apoyándose ahora sobre sus rodillas; su expresión dolida no le produce un ápice de emoción—. Y la forma en la que lo hiciste… ¡Eso no fue la obra de un hombre!
—Cree lo que quieras; la realidad no se adecua a las fantasías de nadie.
Una pausa.
Y entonces, el anciano confiesa con voz rota:
—Yo me hice esto. Quería unirme a ellos. A los que me arrebataste… Hiciste trizas a nuestra familia. Nos hiciste pedazos. Tú…
—Oh, por favor, no seas dramático —bufa Henry—. Tu familia estaba rota desde el principio: sé lo que has hecho, tal y como sé lo que tu esposa estaba por hacer.
—¿Y mi hija? —lo interrumpe Victor, porque por supuesto que siempre hay una manera de desviar la atención de los propios pecados—. ¿Ella también hubo cometido un crimen, a tu criterio? ¿Y mi hij…?
Henry no se queda atrás:
—Tu hija, al igual que su madre, al igual que tú, estaba encaminada a convertirse en una escoria humana más. Lo sé con certeza: vi en su mente la semilla de la corrupción…
»Decidí hacer un bien y segar el mal de raíz.
La boca de Victor se abre enormemente ante la indignación que siente.
—¿Es que no tienes corazón?
Henry sonríe, pues quiere que su padre lo oiga en su respuesta:
—No.
—Dijiste… Dijiste que eras humano, pero ¿es que acaso puedes ser humano y no tener corazón? Mi esposa, lo sé, no era perfecta, no era inocente, tal vez, pero mis hijos…
—En realidad —replica Henry—, todo esto me aburre tremendamente; no estoy aquí para hablar sobre tu familia.
Esto toma por sorpresa al reo, quien hace un esfuerzo para ponerse de pie; Henry siente una oleada de repugnancia al ver cómo su cuerpo demacrado necesita apoyarse contra la pared para lograr una acción tan sencilla.
—Entonces…, ¿qué es lo que quieres?
Ahora.
—Sé que alguna vez te hiciste con una fortuna. ¿Dónde está ahora?
Victor se toma un momento para analizar su pregunta. Finalmente, suelta un remedo de risa; dura apenas un instante, porque el corazón roto del anciano no le permite más.
—¿No llega veinte años tarde esta pregunta? ¿Cometiste esos crímenes aberrantes y me incriminaste solo para quedarte con ese dinero?
—No; en realidad, mi plan era matarte a ti también. La fortuna no se me pasó por la cabeza en aquel entonces —comenta Henry casualmente, su voz teñida de una fingida cortesía.
—Eres un monstruo.
—¿Un monstruo? —Henry frunce el ceño y lleva las manos detrás de su espalda, una acción instintiva, aunque su padre no pueda verla—. Qué curioso, Victor; admito que he cometido una buena cantidad de crímenes, según los estándares de esta sociedad corrupta.
»Y, no obstante, entre todos mis crímenes, jamás he quemado vivo a un bebé.
El gemido de dolor de Victor es desgarrador. O, al menos, lo sería, si fuese otra persona quien lo estuviese escuchando.
Henry, por su parte, aún no ha terminado:
—¿Qué? ¿Ahora te lamentas? Si hasta recibiste una condecoración por tu «servicio a la patria», ¿o me equivoco? Y, ¡oh, qué dolor, qué accidente horroroso…!
»Eso no evitó que tu pecho se inflase de orgullo cada vez que tu mujer o tus amigos alababan tus hazañas militares.
—¿Quién eres? —masculla Victor—. ¿Cómo sabes todo esto? Si realmente eres una persona…, ¿hiciste un pacto con el diablo?
Henry no duda al responder:
—Para tu desgracia, el diablo no existe, anciano; solo estoy yo.
