XVIII
A pesar de que Henry solo ha asistido a la escuela hasta los doce años, su formación ha sido muy completa.
Eso, al menos, se lo debe a Brenner, quien, al descartarlo como sujeto de prueba, como no hubo querido deshacerse de él —o no hubo podido, según dictaban sus estúpidas consideraciones morales sobre la vida humana, cuando la dignidad en cuestión de tales vidas nunca le había interesado demasiado—, decidió adiestrarlo para cumplir a cabalidad su nuevo papel de ordenanza al cuidado de los nuevos sujetos de prueba.
Sin embargo, si algo había enfatizado la instrucción proveída en el laboratorio, esto era la faceta psicológica del ser humano. Específicamente: la psicología detrás de la mente humana en formación, esto es, la mente infantil.
Y Henry, sagaz como es, no ha tardado en notar las señales del evidente trauma en Eleven: si bien siempre ha sido una niña más bien callada, su habilidad para comunicarse se ha visto gravemente afectada desde que dejaron el laboratorio.
En parte, ha sido mi culpa, se dice, recordando el día de su huida. Pero realmente no hubo tenido otra opción más que eliminar todo rastro que pudiese conducir hasta ellos —fuese en la forma de archivos o testigos que pudiesen delatarlos—: no si deseaba la verdadera libertad.
Para sí y para Eleven.
No obstante, no le interesa ponderar el pasado: su verdadera preocupación es dar a Eleven la ayuda que necesita. Y, si bien todo apunta a que necesita terapia para procesar su trauma, Henry sabe que esto en particular no es algo que pueda proveerle: el pasado que comparten debe permanecer secreto.
De todas maneras, hace lo mejor que puede: intenta contenerla utilizando sus propios conocimientos de psicología.
Espera que, con el tiempo, Eleven mejore.
Para alivio de Henry, Eleven, de hecho, mejora.
Por supuesto, hay palabras que aún le cuestan —entendible, considerando que es una niña de apenas ocho años—, pero las pausas que hace al hablar son menores y Henry la ha visto, asimismo, esbozar una que otra sonrisa. Así, aunque sus habilidades comunicativas aún distan de ser consideradas normales, él distingue un claro progreso.
Finalmente, en abril, se mudan a la casa que alguna vez hubo pertenecido a la familia Creel. Henry abre la puerta y, con un gesto, le indica a Eleven que pase primero.
Ella, que anteriormente hubiera dudado hasta el punto de congelarse frente a la puerta, entra con una cierta confianza que Henry observa complacido; es, de lejos, una reacción mucho mejor que la que esperaba.
—Tu casa quedó muy bonita… —murmura Eleven a la par que examina el vestíbulo.
Ahora no hay polvo, no hay tablas rotas, no hay manchas de humedad…
Es, realmente, un hogar.
—Me alegro de que te guste —afirma él a la par que atraviesa el umbral de la entrada para luego cerrar la puerta tras de sí—. Pero una aclaración, Eleven. —Ella se gira para mirarlo al tiempo que él declara—: Esta, también, es tu casa.
Eleven asiente, un hábito que se le ha quedado tras tantos meses con dificultades para hablar; a Henry no le importa, sin embargo.
No cuando le sonríe de esa manera.
