XIX

Henry, en su papel de ordenanza del Laboratorio Nacional de Hawkins, ha debido estar siempre al tanto de todo: de los horarios, de las rutinas, de las reglas, de las actitudes de cada niño… Asimismo, ha debido desempeñar todo tipo de tareas: movilización de los sujetos de prueba, práctica de primeros auxilios, cocina para los sujetos y el resto del personal en caso de necesidad…

Organización de los archivos.

Esta última era, sin duda, una de las tareas que más detestaba, fuese llevada a cabo manual o digitalmente. Al menos otras irritantes tareas como movilizar a los niños suponía verlos entrenar y, aunque el desempeño de todos era terriblemente mediocre para sus estándares, al menos gracias a ello podía sentirse un poco más cerca de las habilidades que le habían sido robadas.

Y, no obstante, ahora, en libertad, Henry le ha encontrado una inesperada ventaja a este quehacer que tanto aborrecía: el que le haya permitido conocer la fecha exacta del cumpleaños de Eleven.

El cual, por cierto, se halla a la vuelta de la esquina.

Si bien no han celebrado la Navidad ni ninguna otra fiesta —Eleven desconoce tanto las festividades como las costumbres relacionadas con ellas, y a Henry, sencillamente, no le interesan—, esta es una fecha que Henry no dejará pasar como si nada.


Una mañana, Eleven apenas está descendiendo las escaleras, ya aseada pero aún semidormida, cuando un aroma particular inunda sus sentidos. Al llegar al comedor, ve la mesa finamente decorada y, frente a su silla y la de Henry, sendos platos con eggos que chorrean jarabe de arce.

Instantáneamente, se le hace agua la boca.

—¿Henry…? —llama, confundida; no es una ocurrencia común que prepare su comida favorita (la cual ha descubierto hace unos meses) para el desayuno.

—Oh, ¿ya despertaste? —Es la respuesta de Henry, quien está de espaldas a ella, vertiendo jugo de naranja de la exprimidora a una jarra de vidrio—. Toma asiento; estaré contigo en un momento.

Fiel a su promesa, Henry acude a sentarse frente a ella minutos luego, no sin antes depositar la jarra de jugo recién exprimido en el centro de la mesa, así como una azucarera.

—Ya estoy aquí. —Es el permiso tácito para empezar a comer, el hecho de que ambos se encuentren sentados a la mesa—. Buen provecho, Eleven.

—Buen provecho…, Henry.

Cuando se lleva el primer pedazo de wafle a la boca, Eleven cierra los ojos y se lleva una mano a la mejilla.

—¿Te gusta? —pregunta él con una sonrisa pagada de sí; es obvio que sabe la respuesta.

Eleven le sonríe a través de las cosquillas que el dulce le causa en la mejilla.

—Está delicioso…


Luego del desayuno, Henry y ella se retiran al estudio, donde repasan las lecciones pertinentes al día: Inglés, Matemáticas y Ciencias. Aunque puede ser algo tedioso, Eleven prefiere estas clases a los entrenamientos que debía soportar día tras día en el laboratorio.

Y, aunque Henry también ha empezado a entrenarla en el uso de sus habilidades, sus sesiones suelen llevarse a cabo en el jardín de la casa, en medio de la naturaleza, bajo la luz del sol, con únicamente el canto de las aves de fondo: algo completamente diferente de la claustrofóbica sala de práctica, sumida en la penumbra, con los demás niños señalándola y burlándose de su desempeño.

Incluso, a diferencia de la de papá, la mirada de Henry es siempre amable: si ha hecho algo mal, él se sienta a su lado para explicárselo, con toda la calma y la paciencia del mundo y, si incluso eso no fuese suficiente para sortear el obstáculo, todo lo que hace es guiarla enseñándole los movimientos.

Otra cosa que le ha sacado un enorme peso de encima es que hasta ahora Henry nunca le ha requerido que practique en seres vivos. A veces, se pregunta la razón de esto: sabe que el hombre frente a ella nunca ha tenido problema alguno en tomar una vida y, sin embargo, aquí está, concediéndole su entrenamiento libre de sufrimiento humano o animal… Como no es algo que sepa comprender o justificar, tan solo opta por no mencionarlo.

Y así, guiada por las habilidades más desarrolladas de Henry, en un ambiente propicio y hasta amigable, Eleven no tarda en encontrar la solución a cualquier problema posible.

Cuando dan por terminadas las lecciones escolares del día, Eleven se prepara para salir al jardín —como ya es rutina—, mas la mano de Henry rodeando su brazo con delicadeza la detiene.

—Por hoy, no —le informa con una sonrisa—. Hoy tengo planeadas otras actividades.


Eleven no lo puede creer: ¡el parque!

¡Henry la ha traído al parque!

Sus enormes ojos castaños lo miran con incontables preguntas. Henry, con las manos en los bolsillos de su pantalón, solo responde con una sonrisa.

—¿Y? ¿No vas a ir a jugar? —inquiere, señalando con un gesto de su cabeza hacia donde otros niños están deslizándose por los toboganes, hamacándose en los columpios, subiendo y bajando en el balancín…

Eleven no sabe cómo reaccionar: abre la boca, la cierra, la vuelve a abrir… Una excitación nerviosa recorre sus miembros: un sincero entusiasmo que no recuerda haber sentido nunca.

No obstante, su vida como rata de laboratorio le ha enseñado a desconfiar:

—¿Está… bien? —pregunta—. ¿No es peli… peligroso?

Henry niega con la cabeza.

—Ha pasado suficiente tiempo. Si algo sucede, iré por ti.

Eleven sigue dudando.

—Pero…

Henry se sienta en cuclillas frente a ella y ladea la cabeza para establecer un mejor contacto visual:

—¿Qué sucede, Eleven?

Eleven aprieta los labios.

—¿Y si… les parezco rara? —inquiere, señalando con la cabeza hacia los niños—. ¿Y si…?

¿Y si no quieren jugar conmigo?, no dice.

Pero Henry lo intuye de todas maneras.

—Bien, eso es siempre una posibilidad. —Eleven se encoge ante sus palabras—. Pero, ey, Eleven, mírame. —Henry coloca ambas manos sobre sus mejillas, pero no la obliga; es ella quien decide fijar la vista en sus ojos azules—. Aunque tú y yo seamos… especiales, diferentes a los demás, eso es algo que todos temen.

Eleven está segura de que ese miedo en particular no es algo que Henry haya experimentado, pero entiende el punto, así que no se lo cuestiona.

—Y si ese es el caso, no pasa nada: prometo que yo jugaré contigo, ¿está bien?

Eleven asiente.

—Ahora, ve —la insta, liberándola y dándole un pequeño empujoncito—. ¡Diviértete!