XXIV

Es un accidente: como lleva demasiada prisa tras haberse quedado dormida, Eleven no llama a la puerta del cuarto de Henry, sino que la abre de golpe.

—Voy tarde, ¿viste mi…?

Sus palabras se atoran en su garganta con un grito ahogado, mas esto es suficiente para que Henry la oiga: sin dudar, el hombre extiende la mano y hace que una toalla vuele directamente hasta él.

De modo que cubra su entrepierna anteriormente desnuda.

—¡Lo s-siento! —farfulla Eleven, desesperada, a la par que azota la puerta—. ¡S-solo quería… preguntarte si viste mi overol…!

Henry se aprieta las sienes con los dedos y se toma un momento antes de responder.

—Está bien —le dice a través de la puerta—. No pasa nada.

Ha sido incómodo, ciertamente, pero, tras haber sido un sujeto de prueba, no puede decir que no esté acostumbrado a su desnudez siendo expuesta sin su consentimiento.

¿Y esto? Esto ha sido apenas un accidente.

Nada de lo cual preocuparse ni por lo cual sentirse humillado.


No obstante, aunque Henry ha racionalizado exitosamente el incidente, es Eleven quien tiene problemas para mirarlo a los ojos.

O hablar sin tartamudear.

O, en general, permanecer en el mismo cuarto que él.

Luego de que Eleven deje caer un vaso antes de que siquiera alcance a abrir la boca para hablarle, Henry reprime un suspiro y ordena:

—Eleven, ven conmigo. Tenemos que hablar.

—P-pero estoy ocupada c-con…

Está haciendo absolutamente nada —ni siquiera atina a levantarse de la mesa y empezar a limpiar los añicos regados por el suelo— y aun así intenta mentirle. Henry empieza a sentirse particularmente irritado.

Eleven —repite Henry, ya de camino al despacho, mirándola por encima de su hombro.

Decide ignorar el notorio ruido que causan los pies de Eleven arrastrándose sobre el suelo de madera.


Ya sentados frente a frente en el escritorio del despacho, Henry intenta hacer contacto visual…

… en vano.

—Eleven —la llama.

—¿Ajá…? —responde, su vista fija en la superficie de madera.

—¿Vas a decirme qué sucede?

—N-no sucede… nada…

Henry enarca las cejas, se cruza de brazos y echa el cuerpo hasta apoyar toda la espalda en el respaldo de su mullida silla.

—¿En serio? Entonces, ¿por qué no me miras? Apenas puedes hablarme y hasta estás evitándome…

Advierte cómo el pecho de Eleven se hincha; obviamente, está intentando respirar lento para calmarse.

—Yo…

Pero deja la palabra colgando. Como si él fuese a dejar de lado el asunto en consideración a su malogrado intento de hablar.

—De acuerdo, intentemos abordar esto de otra manera: Eleven, ¿es esto por lo que sucedió más temprano? Y mírame cuando respondas.

Por un momento considera no ser tan implacable, en especial cuando la ve temblar ante su mandato. Empero, Henry en verdad considera a Eleven como su compañera, la única persona en todo el mundo que lo entiende y con quien desea transitar el resto de su vida, y es por eso que no puede permitir que existan dudas, incertidumbres o asuntos sin zanjar entre ellos dos.

Finalmente, la niña abre la boca, vuelve a tomar una gran bocanada de aire y lo mira:

—Sí…

Al menos lo ha admitido, se congratula internamente.

—Te dije que todo estaba bien —le recuerda Henry con suavidad—. Que no pasaba nada. Así que ¿podrías decirme, por favor, cuál es el problema?

Eleven mira al techo; como ve que se está esforzando por hallar las palabras, se lo deja pasar. Tras lo que parece una eternidad, la niña explica:

—Yo… Tú… No somos iguales.

Henry ladea la cabeza y aprieta los labios. Eleven respira agitadamente, al borde de lo que parece un ataque de ansiedad.

—No somos iguales…, ¿cómo?

Esto no se lo ha esperado. Ahora, meses después, tras haber tomado su mano, tras haber aceptado su faceta más… difícil, por así decirlo, ahora, ¿Eleven ha decidido que no son iguales? ¿Que es diferente a él, que no desea seguir aquí, bajo su cuidado, bajo su guía? La mente de Henry busca desesperadamente algún argumento que la convenza de que está equivocada, algo que haya pasado por alto, lo que sea, porque no puede perderla, no a ella, no ahora, no…

—Porque… tú… Este… Eso… Yo…

Eleven cierra los ojos y parece a punto de romper en lágrimas antes de exclamar.

—¡Yo no tengo eso entre las piernas!

Por primera vez en sus en treinta y dos años de vida, el cerebro de Henry se queda en blanco.