XXVII

El día que se lleva a cabo el intercambio de regalos de Navidad en la escuela, Eleven no recibe nada.

—Uh, perdón —le dice la niña que debió haber sido su «Santa secreto»—. Me olvidé de pedirle dinero a mi mamá y…

Eleven —que sí le ha pedido dinero a Henry para asegurarse de que el compañero cuyo nombre le hubo salido en el sorteo no se quedara sin regalo— tan solo asiente.

Eleven entiende que no es personal, que no puede reclamárselo.

Es solo que no le importa a nadie.


Una vez que llega a la casa, deja caer su mochila en el vestíbulo y va a sentarse frente al reloj. No le preocupa la ausencia de Henry: por la hora que es, asume que estará aún en el ático, meditando, como es parte de su rutina diaria.

Además, ahora mismo necesita esto: por alguna razón, fijar su vista en el péndulo y dejar que sus ojos lo sigan por inercia la relaja. Como si pudiese olvidarse un momento de sí misma.

De Eleven, de Jane.

De la paria que es.

Así la encuentra Henry una media hora luego, cuando finalmente desciende las escaleras.

—Ey —la saluda; aunque no lo mira a la cara, Eleven oye la sonrisa en su voz—. ¿Estás contemplando el reloj otra vez?

Asiente. Es consciente de que, aunque su vista se mantenga fija hacia el frente, él si la está observando.

—¿Ha ocurrido algo? —inquiere él con un tono deliberadamente neutral.

Ella niega con la cabeza.

—No, nada.

Nada que no esperara.

—Hm. —Henry se lo piensa por unos instantes antes de volver a hablar—: Bueno, si no estás ocupada, ¿te gustaría ver una película navideña conmigo?

Eleven frunce el ceño y finalmente gira el rostro para verlo.

—¿Una película… navideña?

Henry se encoge de hombros.

—Quería comprar un par de focos para tu entrenamiento de mañana, así que fui a Melvald's hace unas horas. Mientras pagaba, la señora Byers me comentó sobre una película que vio ayer con su hijo menor.

—¿Cuál película? —pregunta—. Si la pasaron ayer, no creo que vuelvan a hacerlo pronto…

—Oh, no la vieron en el televisor, sino en el cine. ¿Te gustaría ir?


Eleven y Henry llegan quince minutos antes de que comience la función, lo que les asegura el tiempo suficiente para que él le compre una bolsa de palomitas de maíz y un refresco. Cuando ya se encuentran sentados, ella intenta invitarle de sus refrigerios, mas él la rechaza alegando que prefiere esperar a la cena. Eleven no protesta: significa más para ella, después de todo.

La película es animada, y trata sobre un oso y sus amigos que van a pasar la Navidad a una montaña. Eleven observa todo lo que ocurre ensimismada: nunca antes ha venido al cine. ¡No sabía que existían pantallas tan grandes…! Y aunque la forma en que retumba el audio a través de la sala la aturde un poco al principio, no tarda demasiado en acostumbrarse.


Una vez que la proyección ha acabado, los dos esperan a que el resto de las personas vacíen la sala para levantarse de sus lugares. «De esta manera evitas chocar con ellas», le ha explicado Henry anteriormente.

Durante el trayecto de vuelta, Eleven comenta toda la película.

—Lo que más me gustó es que, aunque fueron muy malos con todos ellos, finalmente invitaron a Herman y a Snively a celebrar la Navidad.

Henry enarca las cejas, aguantándose la risa, mas no aparta la vista de la ruta.

—¿Sí? ¿No te parece que hubiera sido mejor que los castigasen?

Eleven lo considera por un momento.

—Tal vez —decide— hay mejores soluciones que un castigo…

—Me pregunto qué diría papá si pudiese escucharte —comenta Henry con acritud.

Pero Eleven calla. Luego de verla tan locuaz, este nuevo silencio se le hace extraño.

No obstante, ella pronto vuelve a hablar:

—Creo… que solo necesitaban que los perdonasen. Que les diesen una oportunidad.

Henry esboza un rictus y gira levemente la cabeza hacia el lado opuesto del asiento del copiloto; no lo suficiente como para perjudicar su visión de la calle, pero sí lo suficiente como para dificultarle a la niña ver su rostro. Eleven tiene razón, claro está: es una lógica acertada para dos personajes cuyos crímenes consisten en haber intentado arruinar la Navidad.

No puede esperarse que ese razonamiento se aplique a la realidad.

Debe admitir, sin embargo, que la pesadez que siente en el pecho no es del todo incómoda.

—Uh, creo… Creo que quiero una taza de chocolate caliente —suelta de pronto Eleven.

Aprovechando que se encuentran detenidos ante una luz roja, Henry gira el rostro un momento para mirarla: apoyando las manos y la nariz contra el vidrio de la ventanilla, su vista permanece fija en una cafetería al costado de la calle.

—Oh, no —ríe Henry a la par que sacude la cabeza y se dispone a esperar que la luz se torne verde—; por tu propio bien, no más azúcar por hoy.