XXXIII

Eleven se despierta sin fiebre al día siguiente. No hay más rastro de Henry que un vaso de agua fresca en su mesita de luz.

Cuando baja a desayunar, se encuentra con que hay eggos esperándola, cubiertos por una campana de cristal. A su lado, una nota que lee con algo de trabajo:

Buenos días, dormilona:

Salí a comprar algunos comestibles. Te dejo el desayuno hecho. Cuando vuelva, si no mejoraste, iremos al médico.

Nos vemos pronto,

H.

Eleven reconoce la nota y los eggos —su desayuno favorito— por lo que en realidad son: una ofrenda de paz.

Y ella está más que contenta de aceptarla.

Ni ella ni él volverán a sacar el tema durante años.


Aprovechando su ausencia, Eleven se encierra en su habitación y envuelve —como puede, esto es, torpemente— el regalo de Navidad de Henry.

Como piensa que se vería…, bien, triste al lado de la enorme caja de rojo brillante que Henry ha traído y puesto frente al árbol —pues ni siquiera cabe debajo de este—, decide mejor ubicar su regalo, con mucho cuidado, entre las ramas más bajas: una cajita rectangular de escaso grosor.

Junto con el presente, deposita todas sus esperanzas futuras.

Espera que sean del agrado de Henry.