XXXVI
Tras oír las sugerencias de Eleven, Henry decide ubicar la fotografía en alguno de los estantes de la sala. Mientras considera exactamente en qué estantería —y, subsecuentemente, en qué estante— la colocará, ella comenta:
—Eso que hiciste antes… Lo de usar tu… lógica… para quedarte con el regalo… Me recordó a algo.
Distraído como está, Henry suelta un débil «¿hm?». Empero, es invitación suficiente para ella:
—Me recuerda… a una historia que leímos en la clase de Inglés.
—¿Sí? —inquiere Henry, aún sin mirarla—. ¿Qué historia sería esa?
—De un… lobo —rememora Eleven—. Y un cordero.
—Qué oportuna comparación, esa. —Henry se decide, al fin, por la estantería central y uno de los estantes de altura media—. Aquí. Y si… Cuando nos tomemos más fotos —rectifica—, las ubicaremos en este mismo estante.
Eleven sonríe ante su admisión.
—Okay.
Él se gira hacia ella.
—¿Decías?
Prontamente, acude a tomar asiento en el sofá, a su lado.
—El cordero está bebiendo agua del río —le explica Eleven, concentrada ahora en evocar cada detalle de la historia—. Y el lobo… lo acusa de ensuciar el agua. Le dice que tendrá que matarlo por ello.
»Pero el cordero dice que eso no es posible: que está bebiendo abajo…
—Corriente abajo —la ayuda Henry al notar su vacilación—. Y el lobo está corriente arriba.
Eleven asiente y continúa:
—Y el lobo le dice, entonces, que el año pasado lo ofendió. Y el cordero dice que él aún no había nacido entonces.
Henry sonríe.
—Entonces, el lobo dice que fue uno de sus hermanos. Y que quiere venganza. Y, antes de que el cordero pueda decir nada más…, lo mata y se lo come.
Sus blancos dientes se asemejan a los de un depredador. Eleven distingue, incluso, lo afilado de sus colmillos.
—Oh, La Fontaine —comenta Henry. Y luego, entrelazando los dedos de sus manos apoyadas sobre su regazo, su voz se asemeja a un ronroneo cuando añade—: ¿Y cuál, corazón, si fueses tan amable de decirme, sería la moraleja de esta fábula?
Corazón.
Eleven intenta no detenerse demasiado en esa palabra. Se enfoca, en cambio, en su respuesta:
—Que las personas que quieren hacer cosas malas… siempre encuentra una excusa.
Henry niega con la cabeza, y esto le dibuja algunas arrugas en la frente a Eleven.
—Eso nos dijo la señorita Johnson…
—No me sorprende que la señorita Johnson tenga esa opinión —replica Henry, y Eleven sabe que sería inútil reprocharle su tono desdeñoso al pronunciar el nombre de su maestra—. ¿Quieres oír la mía?
Eleven duda. Pero, por supuesto, termina por asentir.
—La verdad de esa fábula, Eleven, es que aquel que desea algo lo suficiente siempre, siempre encontrará una manera de sortear cualquier pretexto.
Ella ni siquiera se detiene a considerar sus palabras antes de decirle:
—Como tú.
La sonrisa de Henry no hace más que ensancharse.
—Especialmente yo.
