XXXVIII
A estas alturas, tras algunos años de escolarización, la mancha de sangre no la sorprende: Eleven sabe que es algo que les sucede a las mujeres y a las niñas a partir de cierta edad. No entiende bien el por qué ni el para qué, pero al menos no piensa que se esté muriendo.
No obstante, aún debe decidir cómo lidiar con ello. Tras considerarlo, opta por vestirse para luego ir en busca de Henry y explicarle lo sucedido.
Cuando se sienta al otro lado de la mesa, frente a él, le comenta su hallazgo.
Su sorpresa es evidente, mas el hombre reacciona con calma:
—Entiendo. En ese caso, ¿te parece si por hoy no vas a la escuela? Iré a la tienda a traerte… lo que necesitas.
Eleven acepta su recomendación y se concentra en su desayuno.
Pese a que ha mantenido su compostura frente a Eleven, por dentro, Henry entra en pánico.
No es que lo asuste un poco de sangre, claro está. Tampoco es que le intimide explicarle a Eleven lo que hay detrás de ese sangrado… No, lo que lo enerva es que este es el primero de numerosos cambios que el cuerpo de Eleven ha de atravesar.
Así como su mente.
Es consciente de que deberá prestar particular atención a partir de ahora: esta etapa, según ha leído, es sumamente complicada. En especial para las niñas.
Un paso a la vez, se dice mientras abre la puerta de Melvald's General Store.
—Oh, buen día —lo saluda la señora Byers con una sonrisa—. ¿Busca algo en particular?
Henry se lo piensa un instante, mas termina por resolver que la ayuda de esta mujer —una mujer adulta, a todo eso— le vendría bien.
—Verá… Como usted sabe, mi prima Jane tiene doce años —le explica—. Y hoy… le ha bajado la primera menstruación.
La mujer lo mira con los ojos desmesuradamente abiertos.
—Oh, cielos.
—Sí —asiente Henry—. Y… necesito comprar…
—Por supuesto —la tendera deja su lugar detrás de la caja registradora y se dirige hacia el fondo de la tienda; él la sigue en silencio—. Por aquí tengo compresas de varios tipos…
Henry se siente mareado de tan solo ver la cantidad de productos que se le presentan. ¿Por qué hay tanta variedad? La señora Byers parece intuir su confusión, por lo que toma uno de los paquetes y se lo acerca:
—Mire: esta es una versión estándar (no muy fina y tampoco muy larga), se sujeta bastante bien a la ropa interior. ¿Por qué no prueba con esta? Luego, si no le resulta cómoda, puede considerar una con mayor o menor absorción, ajustable, bien, lo que le parezca.
Esta explicación, antes que aclararle las cosas, tan solo lo ha confundido más. Y debe notársele en la cara, pues la sonrisa de la mujer se desvanece.
—No entiende nada de lo que le estoy diciendo, ¿verdad?
Henry reprime un suspiro.
—Desafortunadamente, estoy fuera de mi elemento en lo que respecta a este asunto.
La señora Byers aprieta los labios y sujeta el paquete de toallitas entre ambas manos. Sus dedos se hunden levemente en el plástico.
—Si no es… una intrusión demasiado grande…, ¿le gustaría que yo hablase con su prima?
La propuesta es inesperada: no pensó que la señora Byers fuese a ofrecerle ayuda más allá de sus obligaciones laborales.
—Sobre nada extraño —le aclara, malinterpretando su vacilación—. Solo… sobre las toallitas. Y cómo cuidar su higiene en esos días.
—No, no, por supuesto —Henry asiente, aliviado—. No se preocupe por… lo demás. De la parte… delicada me encargaré yo. Pero sería de gran ayuda para ella que una mujer le explicase sobre… el funcionamiento de su cuerpo, en ese sentido. Se lo agradecería enormemente —concluye, y se da cuenta de forma tardía de que siente cada palabra.
—Oh, nada que agradecer. —La señora Byers niega con la cabeza y ofrece una media sonrisa algo similar a una mueca—. ¿Le parece si voy a su casa esta tarde, luego de mi horario laboral? Le ofrecería que la traiga aquí, pero no creo que quiera salir de su casa así…
—Sí, eso sería fantástico —le asegura Henry, cien por ciento de acuerdo con su razonamiento.
—Quedamos así, entonces. Venga: le daré un papel y bolígrafo para que anote su dirección. Mientras tanto, llévele esa que le sugerí en un inicio.
Henry le habla con la verdad a Eleven: le explica que le ha pedido a la señora Byers que los visite para hablar con ella y enseñarle sobre el correcto uso de las toallitas higiénicas y otras cuestiones pertinentes.
—Es mejor que sea una mujer la que te explique —se justifica—. Yo no puedo hablarte desde mi experiencia; ella sí. Mientras tanto, coloca una de estas en tu ropa interior.
Y le acerca el paquete de toallitas.
Eleven lo recibe con un asentimiento y se dispone a obedecer. Si bien no le gusta demasiado la idea de conversar sobre algo tan delicado con alguien a quien apenas conoce, si Henry piensa que es lo mejor, pondrá de su parte para escuchar lo que la mujer tiene para decir.
La señora Byers llega poco después de la cena. Henry la recibe a la entrada de la casa.
—Bienvenida —la saluda con una sonrisa amable—. Muchas gracias por venir. Jane está en su cuarto, la acompañaré hasta allí.
La tendera asiente tímidamente y pasa.
Henry es consciente de que, al trabajar en una tienda generalista y ser madre soltera de dos hijos, la señora Byers no cuenta con demasiados ingresos. No obstante, extrae de sus pensamientos su sincera admiración ante la belleza de su hogar sin notar ni un ápice de codicia o envidia.
Es extraño, pero, entre esto y el hecho de que ha accedido a venir en ayuda de Eleven, Henry cae en la cuenta de que la mujer, de hecho, no le disgusta como el resto de las personas. No es equiparable al… afecto que Eleven despierta en él, claro está, mas es obviamente un avance respecto de su desprecio general hacia los demás.
Cuando llegan hasta su cuarto, Henry golpea la puerta con sus nudillos.
—Jane —la llama—. Ha llegado la señora Byers.
Eleven abre la puerta y le sonríe apocadamente.
—Hola…
—Hola, Jane —la saluda la señora con una amigable sonrisa—. ¿Puedo pasar? Tu primo me comentó sobre lo que pasó hoy… Y quería hablarte un poquito al respecto, ¿si te parece bien?
Eleven asiente y la deja pasar.
—Si me necesitan, estaré en mi despacho —avisa Henry antes de dejarlas solas.
—¿Puedo bajar esto sobre la silla? —le pregunta la señora Byers antes de decir nada más, mostrándole la bolsa que lleva consigo; Eleven asiente—. Bien, te traje algunas cosas —le explica la mujer a la par que hurga dentro de la bolsa—. Varias opciones de toallitas… Para que decidamos juntas cuál te va mejor, ¿te parece? —Ella vuelve a asentir—. El señor Creel… Henry debió haberte traído algunas…, ¿las usaste?
Las mejillas de Eleven se tiñen de rojo. La señora Byers lo capta al instante.
—¿Tuviste algún problema?
—Se… mueven fácil y… —Deja la oración colgando.
—Y la tela de tu ropa interior se manchó, ¿es así? —Eleven se encoge, mas la señora Byers niega con la cabeza—. No sientas vergüenza, cariño: es normal. A veces nos sucede incluso a las que llevamos años con esto.
Eso la hace sentir marginalmente mejor.
—¿Sí…?
—Sí, claro, y si algún accidente llega a ocurrirte…, debes recordar que es algo que les pasa a todas (o, bueno, a casi todas) las mujeres.
—Ah —masculla Eleven, apretando con los puños el dobladillo de su camiseta—. Okay…
—Ahora, ¿qué tal si probamos con esta? —La señora Byers le muestra un nuevo paquete—. Tiene alas, que son para que se ajusten mejor a la ropa interior, y así…
Eleven escucha con atención toda su explicación: sobre las bondades de usar toallitas y sobre otras opciones —como los tampones— que también están disponibles.
—Pero tal vez esos sean muy invasivos para ti ahora mismo, así que empecemos con las toallitas, ¿de acuerdo? Si alguna vez quieres probar uno, puedes ir a la tienda y hacérmelo saber. No hace falta ni que se lo digas a Henry—la tranquiliza antes de prometer—: yo te responderé cualquier duda.
»Ahora, déjame que te dé algunos consejos sobre la higiene de esta zona…
Eleven sonríe: la señora Byers es en realidad bastante amable.
Cuando la señora Byers se prepara para retirarse —productos sin usar en mano, listos para ser devueltos a la tienda—, Henry le agradece una última vez:
—Muchísimas gracias por su ayuda, señora Byers. Lo que hizo hoy por Jane significa muchísimo para nosotros.
La mujer niega con la cabeza.
—Por favor, llámenme «Joyce» —les pide a los dos; esto dibuja una sonrisa en el rostro de Eleven—. Y no es nada: cualquier cosa, saben dónde encontrarme.
Al decir lo último, le guiña un ojo a Eleven, quien suelta una risita.
Henry lo advierte, por supuesto, mas decide dejarlo pasar; considerando lo servicial que ha sido la tendera con ellos el día de hoy, no piensa que sea necesario estar hurgando en su mente todo el tiempo.
—Por supuesto. Hasta luego, Joyce —se despide Henry.
—¡Adiós, Joyce! —Eleven agita la mano en señal de despedida.
Joyce les sonríe a los dos —en especial a Eleven— y, tras un último «¡adiós!», se marcha.
