XLI
Al llegar a su hogar, Eleven corre escaleras arriba. No llama a Henry: sabe que debe estar en el ático, un refugio que conserva de una vida pasada. Así que continúa su carrera hasta llegar a él.
De un golpe, abre la puerta:
—¡Henry!
Sentado frente a la mesada del ático, con un montón de velas encendidas, Henry se gira hacia ella.
Entre sus manos camina una viuda negra.
Eleven se queda paralizada.
—Eleven —la saluda Henry con una sonrisa, sin moverse—. Dame un momento. —Con suma delicadeza devuelve al arácnido a su terrario ubicado sobre la mesada—. Ahí estás. —Sin ninguna prisa, se pone de pie, su vista nuevamente fija en ella—. ¿Ocurre algo?
Impactada como está, solo se le ocurre hacer mención a lo que acaba de atestiguar:
—No sabía que aún tienes… arañas.
—Hm. —Henry camina con parsimonia hacia ella—. Las mantengo en el ático para que no te asusten. Por lo general vengo a pasar tiempo con ellas cuando estás en la escuela. A veces, como hoy, pierdo la noción del tiempo. Me disculpo.
Pero ella no está interesada en su disculpa:
—¿Puedo… verlas? —inquiere con voz teñida de curiosidad. Por la expresión de Henry, sabe que el pedido lo ha tomado por sorpresa—. Solo… si quieres… —añade, consciente de que tal vez sea algo demasiado personal para él y que prefiera mantenerlo así.
—Oh. Sí, por supuesto que puedes. —Su sonrisa retorna al instante—. Ven aquí.
Retorna a sentarse frente a la mesada, sobre un largo almohadón que ha dispuesto para mayor comodidad; dando una palmadita contra el área que su cuerpo no ocupa, la invita a tomar asiento a su lado. Ella obedece sin decir nada.
—Puedes mirarla, pero no abras la tapa del terrario. Tampoco lo agites. Ponte en su lugar; no te gustaría que un ser mucho más grande que tú te sacuda, ¿verdad?
Quizá suene raro para cualquiera que no sea ella, pero su voz al hablar de las arañas está cargada de afecto, y esto la reconforta.
—Tendré cuidado —promete con solemnidad.
Acerca sus ojos para verla mejor: la araña es de un negro profundo a excepción de una mancha roja sobre su vientre.
—Parece… un reloj de arena —opina Eleven sin poder disimular la fascinación en su voz.
—Se trata de una mancha característica de estas arañas —le explica Henry, apoyando sus manos sobre sus piernas cruzadas—. Es una manera de advertir a sus depredadores de su potente veneno.
—¿Algo así como… «No te metas conmigo»…?
—Exactamente así —coincide Henry, y Eleven, quien no saca la mirada de encima del arácnido, distingue la sonrisa en su voz—. En la naturaleza, es común que los animales hayan desarrollado maneras de camuflarse, es decir, de esconderse de sus depredadores valiéndose de colores oscuros o que combinan con sus alrededores.
»Así que… si un depredador ve que esta pequeña de aquí tiene el equivalente a un enorme cartel de «mírame»… Bien, es para pensárselo dos veces, ¿no crees?
Eleven asiente y voltea a mirarlo: su sonrisa es colosal. Tras convivir con él a lo largo de cinco años, Eleven sabe de primera mano lo excepcional que es verlo emocionado.
—¿Te gustaría… tocarla? —pregunta de pronto Henry, en un susurro, como si temiese su respuesta.
Una sensación que Eleven recuerda de esta misma mañana.
—Un gusto —murmura, porque teme que la voz se le quiebre si habla más fuerte—, Max.
No tiene siquiera que pensarlo para responder:
—Sí.
Henry aprieta los puños y vuelve a abrirlos un par de veces —como si quisiera deshacerse de una energía nerviosa de origen inexplicable— antes de levantar cuidadosamente la tapa del terrario; seguidamente, mete una mano dentro; como si lo comprendiese, la araña se desliza a su mano sin un atisbo de duda. Una vez que ha retirado la mano, cierra de vuelta la tapa.
—No temas —le pide Henry con suavidad—. No te atacará si le demuestras respeto. Ahora, haz lo que yo.
Eleven cabecea para expresar que entendió y, tal y como lo hace Henry, extiende ambas manos con las palmas hacia arriba. Él, por su parte, apoya sus dedos a la altura de las uñas sobre las yemas de los dedos de Eleven: en cuestión de unos pocos segundos, la araña se adapta a la estabilidad que le han dado y pasa de sus manos a las de ella.
—¿Qué tal? —Eleven, que no despega sus ojos del minúsculo arácnido, siente la mirada de Henry fija en ella, midiendo su reacción.
—Es… —La muchacha calla y aprieta fuertemente los labios mientras la araña se desliza de su mano derecha a la izquierda.
—No le temas —le recuerda Henry, y Eleven no sabe si se imagina el tono suplicante de su voz—. No te hará daño.
—N-no —tartamudea Eleven, notando por su visión periférica cómo los hombros de Henry se tensan—. No es… eso —logra explicar.
—¿No? —Su tono es de alarma, y Eleven sabe que debe aclarárselo lo antes posible—. ¿Qué sucede, entonces?
Con un esfuerzo sobrehumano, aparta su vista de la viuda negra para mirarlo a los ojos.
Lo que ve allí la desarma por un momento: miedo. Nervios. Y… tal vez, ¿esperanza?
—Henry —exhala Eleven—, sus patitas.
Él frunce el ceño.
—¿Sí?
—Sus patitas… me hacen… cosquillas.
Y, sin poder aguantarse más, se echa a reír. Su cuerpo entero vibra con el esfuerzo de sofocar lo más que puede su risa, de modo a no asustar a la araña entre sus manos.
Frente a ella, Henry parece derretirse. O esa es la impresión que le da la forma en que sus hombros se relajan y todo su semblante parece suavizarse.
—Cosquillas —repite con voz ahogada—. Las patas de la viuda negra… te hacen cosquillas.
—Sí…
Una pausa. Silencio. Y entonces…
—Debí habérmelo esperado —suspira Henry, mas no suena frustrado ni molesto, sino aliviado—. De ti, debí habérmelo esperado. Quizá tienes otra habilidad que nunca nadie más había notado.
Eleven frunce el ceño y vuelve a mirar a la araña, que parece estar sumamente cómoda entre sus dedos.
—¿Sí…? ¿Cuál?
—La de amansar seres peligrosos.
Ni siquiera ella se pierde el subtexto de sus palabras. Levanta la vista y observa el sincero afecto que brilla en sus ojos.
Le gustaría pensar que no es solo hacia la araña.
—Más que… amansar… —replica Eleven—, quiero creer… que intento entender.
Pero él se equivoca, posiblemente: es él quien la ha amansado a ella.
No se explica de otra manera el hecho de que el aire le falte al atisbar la sonrisa que Henry le regala en ese momento.
