XLVII
Cuando Henry ve llegar a Eleven con los ojos llorosos y la nariz roja, deja de lado todo lo que está haciendo para correr hacia ella y tomarla de los hombros.
—Eleven, ¿qué ha ocurrido? Cuéntame.
No obstante, lo que ella necesita ahora mismo es consuelo. Y es por eso que lo rodea con sus brazos y apoya su cabeza contra su pecho.
—Oh, cielos —murmura Henry y, desde su posición, Eleven siente las palabras antes que escucharlas—. Ven aquí.
Como si no pesase nada, la carga entre sus brazos y la lleva al sofá de la sala, donde la deposita con delicadeza. Él, por su parte, ya está irguiéndose de vuelta, cuando…
—No —protesta Eleven, cerrando un puño en torno a su camisa blanca—. Por favor…
Henry ríe sin realmente sentirlo y cede sin ninguna objeción, sentándose a su lado. Eleven apoya su cabeza contra su hombro, y él aprovecha para pasar un brazo por detrás de su espalda, acercándola más a sí.
—Aquí estoy, corazón —le asegura en un murmullo—. Ahora, cuéntamelo todo.
Una vez que Eleven hubo finalizado su penoso relato, los dos permanecen en silencio. Lentamente, la joven apoya una de sus manos contra el pecho de Henry, sintiendo la manera relajada en que este se eleva y desciende en cada respiración.
—¿En qué… piensas? —le pregunta en un susurro.
—En lo que me has contado, por supuesto —responde él, y deja de rodearla con su brazo para pasar a jugar con sus rizos—. Lamento la situación de tu amiga, pero no veo que haya mucho que puedas hacer.
—Debe haber algo —replica Eleven con terquedad—. No quiero… No quiero que la lastime… más…
—Hm, bien, se me ocurre una solución —sopesa Henry—, pero no creo que sea de tu agrado…
—Eso no —refuta instantáneamente, un puchero formándose en su rostro sin que pueda evitarlo.
Esto no hace más que hacerlo reír suavemente.
—Ya conoces mi manera de lidiar con perros rabiosos.
Eleven se aparta de él y lo mira con la acusación escrita en su mirada.
—Según… esa lógica…, tú asesinaste a niños —le recuerda—. Y a tu… a tu familia… Billy está… lastimando a Max. Es malo, sí, pero no es… lo mismo.
Si sus palabras lo ofenden, Henry no lo demuestra. Solo se encoge de hombros y explica:
—Sí, por supuesto, pero lo que me distingue de un perro rabioso es, justamente, el hecho de que hice lo que hice para ganar algo. En cambio, ¿qué gana este tal Billy maltratando a su hermana menor o amenazando con atropellar a sus compañeros de clase?
Eleven reflexiona sobre sus palabras. Más allá de la justificación que da a sus acciones —y sabe que en vano se metería a reclamarle nuevamente un tema que Henry, sencillamente, ya ha dado por zanjado—, sus palabras le dan una interesante idea.
—Henry —le dice entonces—, ¿podría invitar a Max a pasar la noche el viernes?
Al día siguiente, Eleven observa en silencio a su amiga. Y, mientras cualquiera pensaría que no hay nada fuera de lo normal, ella advierte las ojeras de Max y su postura algo lánguida.
—¿Qué tal… ayer? —le pregunta mientras las dos caminan hacia la clase de Educación Física.
—¿Oh? Bien, normal. Aburrido, como siempre. —Se encoge de hombros y luego cambia de tema—: Por cierto, ¿terminaste la tarea de Matemáticas? Hay un ejercicio del que no estoy muy segura y…
Eleven deja pasar el tema y responde a su consulta.
Ya será el momento adecuado.
Efectivamente, la oportunidad llega apenas suena el timbre que señala el receso.
—Max —la llama, aprovechando que ambas se han quedado solas al ser las últimas en recoger sus útiles escolares—, quiero invitarte… a dormir en mi casa. El viernes —aclara.
Por un momento, su amiga se paraliza; su cabello rojo cae como una cortina que oculta su expresión. Tras unos instantes, se aparta los mechones de la cara e inquiere:
—¿Me estás invitando a una piyamada, El?
—Sí —reconoce ella, sonriéndole con timidez—. Supongo… que sí.
Max sonríe ampliamente y le da un golpe juguetón en el hombro.
—Genial.
Ahora que finalmente ha invitado a Max a su casa, mientras ella y sus amigos almuerzan en la cafetería, Eleven cae en la cuenta de que hay un último cabo que ha dejado suelto.
—Ey —le susurra Max al oído en un momento en que los chicos no lo notan—, ¿pasa algo entre tú y Mike? Ha estado mirándote todo el día…
Las palabras de su amiga la traen de vuelta a tierra.
Ah.
Todavía queda un asunto por solucionar. Eleven está aún sopesando sus opciones cuando siente que alguien le toca, suavemente, el hombro.
Al voltearse, parado detrás de ella —¿y cuándo se ha movido, exactamente? No se había percatado—, ve a Mike.
—Jane. —La sonrisa de Mike evidencia sus nervios—. ¿Podría hablar contigo… a solas? —añade al reparar en la atenta mirada de Max.
Eleven asiente, se levanta y lo sigue hasta el patio.
Cuando se alejan lo suficiente de la puerta que da al interior de la escuela, Mike se detiene y voltea para mirarla; Eleven, instintivamente, baja la vista.
—Quería… hablar sobre lo de ayer.
—Okay —accede ella, sin apartar la vista de sus zapatos—. Hablemos.
Escucha el profundo suspiro de Mike.
—Perdóname porque no te lo dije —le pide con tono compungido—. Es solo que… yo también presencié una escena similar. Y fui directo a hablarle a Max, lo que casi provocó una escena aún más grave con su hermanastro.
»Ella se molestó mucho conmigo —prosigue— y me hizo prometer que no volvería a entrometerme y que no se lo contaría a nadie.
Eleven escucha en silencio.
—Entonces, te detuve porque intuí que ibas a… Bien, que iba a ocurrir lo mismo que ocurrió conmigo. —Eleven levanta los ojos justo a tiempo para ver cómo Mike traga saliva—. No podía decírtelo —insiste—. Era una promesa y…, bueno, ahora ya no importa, porque ya lo sabes. Y no fue por gusto, no te lo quise ocultar, ni a ti ni a nadie, pero…
—Pero Max te lo pidió —repite Eleven, sintiéndose desolada al pensar en su amiga callando semejante secreto.
—Sí, exacto. —Mike cabecea en señal de asentimiento—. Y tenía que respetar su privacidad, ¿sabes? Y por eso…
Eleven esboza una leve sonrisa al escuchar el nerviosismo en su voz. Mike guarda silencio al ver su expresión.
—Jane… —murmura tras una breve pausa, y Eleven distingue con claridad la súplica en su voz.
—Está bien —le responde al fin, decidiendo que ya ha sido suficiente—. Está bien, lo entiendo. Y perdón… por no haberte escuchado.
—No hay problema —le asegura él, a su vez, agitando sus manos en un gesto conciliador—. Entiendo que te impactó lo que viste y… Y, bueno, eso. —Manda sus manos hacia delante y las deja caer a modo de ilustrar su incertidumbre.
Eleven se fija en el chico frente a ella, entonces, por primera vez: sus ojos negros, su piel blanca, su nariz respingada y sus pecas.
Y lo encuentra adorable.
—¿Amigos? —le pregunta finalmente Mike, con la mano extendida.
Eleven no lo duda ni un momento.
—Amigos —acepta a la par que estrecha su mano.
