LII

Henry estaciona el auto al lado de un basurero, frente a una modesta casita. A su lado, Eleven frunce el ceño.

—¿Dónde estamos? —inquiere, confundida.

—Esta es la residencia Ives —responde Henry desabrochándose el cinturón.

Eleven se gira hacia él abruptamente:

—¿Ives…? Como… ¿Como el apellido… de mi mamá?

Henry no dice nada; tan solo la observa con expresión seria.

—Dijiste… años atrás… Dijiste… que no pudiste hallar a mi mamá…

Así se lo había dicho al revelarle su nombre y apellido de nacimiento: que, pese a que había averiguado estos datos, nunca había podido hallar a su madre tras su fallida incursión en el laboratorio.

—Eso dije —reconoce Henry—. Y también te dije, hoy mismo, que debo dejar de ocultarte la verdad.

Eleven desea enojarse, mas Henry no le da tiempo de reaccionar: sale del auto, da un portazo y se encamina hacia el pórtico de la humilde casita.

Ella no tarda en seguirlo.


—¡No quiero lo que sea que vendan! —llega la voz femenina desde el interior de la morada.

Eleven se sobresalta un poco ante el grito, mas pronto siente la mano de Henry sobre su hombro. Cuando voltea el rostro lo justo para mirarlo, ve que este le sonríe con tranquilidad.

De pronto, la puerta se destraba y se abre sola.

A unos metros de ella, una mujer rubia de mediana edad se gira, sorprendida. Antes de que pueda decir nada, sin embargo, Henry empieza a hablar:

—Buenas tardes, señora Ives. Me gustaría conversar un momento con usted, si es no demasiada molestia.


—Pensé… que no volvería —murmura la señora Ives, sentada frente a ellos en el desvencijado sofá de la sala, para luego llevarse el cigarrillo a la boca en un tosco ademán.

—Oh, somos dos, pero consideré necesario que Jane, aquí presente, conozca sus orígenes.

Al oír las palabras de Henry, los ojos color miel de la mujer buscan su rostro. Eleven quisiera encogerse y desaparecer; la mirada de la mujer, fija en ella, luce… triste. Desolada.

—¿Tú eres…?

—Jane —completa Eleven—. Sí.

La mujer asiente una, dos veces. La niña nota las lágrimas que intenta retener.

—Jane —repite el nombre como si se tratase de una plegaria—. No sabes cuánto lamento que Terry… —Hace una mueca—. Que no hayas podido conocerla… antes.

Eleven le lanza una mirada inquieta a Henry. Él solo continúa sonriendo.

—Bien, nunca es tarde para reencontrarse con la familia, ¿no es así? —Se pone de pie y le indica con un movimiento de su cabeza que lo siga—. Ven, Eleven: vamos a conocer a tu madre.


Si bien nunca ha contado con una figura materna —y, posiblemente, tampoco una paterna, si es sincera consigo misma—, Eleven considera que, a los trece años, no ignora las ideas asociadas con una. Por ejemplo: una madre debe ser cariñosa, debe preocuparse por sus hijos, debe amarlos, debe jugar con ellos…

Es sencillamente una tragedia más en su vida el hecho de que su madre no pueda hacer nada de esto, que esté confinada a una mecedora, sus ojos ausentes clavados en el televisor, su rostro congelado en una expresión de aciaga indiferencia.

Y sus palabras, fijas, repetidas, un loop sin final aparente:

—Respira. Girasol. Arco iris. Tres a la derecha. Cuatro a la izquierda. Cuatrocientos cincuenta.

—¿Qué… pasó? —inquiere Eleven.

Terry, por supuesto, no responde. Tampoco lo hacen Becky —que así se llama su hermana— ni Henry, quien tan solo mantiene las manos cruzadas detrás de la espalda.

Eleven se arrodilla frente a su madre y susurra:

—Mamá, aquí estoy. Soy Jane. Por favor, háblame. Por favor

Sus súplicas no obtienen respuesta.

Esto es, no obtienen respuesta verbal. Porque, de pronto, la pantalla del televisor empieza a saltar entre canales y las luces comienzan a parpadear repetidamente.

Con sumo cuidado, Eleven limpia con un dedo el hilillo de sangre de la nariz de Terry.

—Creo… Creo que mamá quiere hablar conmigo…

No le estaba pidiendo permiso; no obstante, Henry, de todas maneras, se lo concede:

—Adelante.


Con la televisión sintonizando ruido blanco y una improvisada venda que le ha fabricado Becky, Eleven se prepara para hacer contacto con la mente de su madre.

—Me puedo sentar aquí verdad, ¿verdad? —inquiere Becky, encaramada en una silla a su derecha, mientras Henry se mantiene de pie a su izquierda.

—Sí —le asegura Eleven.

—¿Y…? ¿Y no lo arruinaré ni nada?

—No.

Okay. —Becky inspira aire y continúa—: Si hablas con Terry, ¿podrías decirle que la quiero mucho? Y también que lamento no haberle creíd…

—Para de hablar.

Okay, lo siento.

Henry presiona los nudillos contra sus labios para disimular la risa.


Cuando Eleven se arranca la venda de los ojos y manda la cabeza hacia atrás, hiperventilando, Henry está allí, a su lado.

—Eleven —la llama, y ella siente que nunca ha estado tan feliz de oír su voz—. ¿Qué viste?

Abre la boca para responder solo para terminar cerrándola de vuelta: sus labios tiemblan demasiado. Henry coloca sus manos sobre sus hombros con la clara intención de centrarla. Becky permanece en completo silencio ante toda la escena.

—Eleven…

—Lo vi… todo —farfulla al fin—. Vi… Vi el día en que nací y… los girasoles y… el cuarto arco iris y… y… el arma… y lo que papá… lo que papá… hizo

No llora —ha atravesado demasiadas cosas como para ponerse a llorar por esto—, pero sí siente una profunda tristeza. La sonrisa que Henry le ofrece parece estar en sintonía con sus sentimientos, pues no le llega a los ojos.

—¿Ves, entonces, por qué te he advertido, una y otra vez, de los peligros a los cuales nos enfrentamos? —Su voz es suave, tranquila, sin el menor ápice de enojo o molestia—. ¿Ves, Eleven, de lo que Brenner y aquellos como él son capaces?

Eleven cierra los ojos y asiente, sus facciones quebrándose de dolor.

—Bien —murmura Henry, y Eleven siente su cuerpo liviano, libre, todo porque él la carga en sus brazos, como si no pesara nada—. Esto es suficiente por hoy.

»Volvamos a casa.


Tras intercambiar una o dos palabras de cortesías más con Becky, Henry lleva a Eleven de vuelta al auto.

Durante todo el camino de vuelta, ella no lo mira, sino que observa las gotas de lluvia que se deslizan a través de la ventanilla del auto en contemplativo silencio.

Henry no dice nada —no necesita hacerlo—: nunca se ha considerado un parangón de virtud y no piensa disculparse, de todas maneras, por hacer lo necesario para sobrevivir.

Y, no obstante, el resabio que todo el asunto le ha dejado en la boca es amargo: cómo desearía, pues, en días como estos, poder apartar los ojos de la verdad.

O, al menos, cubrir los de Eleven para no lastimarla.

Cómo desearía, en días como estos, no ser quien es.