LIII

Ya de vuelta, Eleven sube directo a su cuarto, sin pronunciar palabra alguna.

Él solo la observa marchar en silencio.


Si bien comprende que debe darle espacio a Eleven para procesar los sucesos del día, esto no le es fácil, menos si se considera que está acostumbrado a derrumbar cualquier barrera que se interponga entre él y sus objetivos. Y así, aunque ha prometido dejar su mente en paz, Henry odia no saber lo que Eleven piensa y tener que contentarse con meras conjeturas. Es más: tanta inquietud le genera que, patéticamente, es incapaz de concentrarse en sus libros o —siquiera— en algún tonto drama televisivo.

Resignado a su falta de control sobre los pensamientos de Eleven —y, aparentemente, sobre los suyos propios—, se decanta por ir a entrenar al patio.


Horas luego, un enorme árbol yace con las raíces expuestas frente a sí. Está limpiándose el sudor de la frente con el antebrazo cuando oye el débil carraspeo detrás de él.

Ipso facto, se gira para encontrarse con Eleven, quien ya viste sus piyamas de un gris claro. La luz de luna apenas ilumina su semblante.

—¿Estás… entrenando? —La respuesta a su pregunta es obvia, sí, pero los dos saben que es tan solo el preámbulo de lo que realmente quiere decir.

No obstante, Henry le sigue el juego sin protestar:

—Hallo que me ayuda a distenderme en ciertos momentos.

Momentos difíciles, como este, completa en su mente.

Eleven asiente y baja los escalones hasta que sus pies descalzos alcanzan el césped.

—Déjame ayudarte… a ponerlo todo en su lugar…

La muchacha ladea la cabeza y, con una destreza inimaginable años atrás, levanta el árbol en el aire. Luego, cuidadosamente, vuelve a situarlo en el hoyo que hubo quedado vacío. Henry frunce el ceño.

—Es en vano —le señala—. Sus raíces han sido cercenadas.

La media sonrisa de Eleven es tranquila y, aunque lo escucha, no se detiene; acomoda con cuidado al pino de Virginia en su lugar.

—Mira dentro —le pide ella al finalizar.

Aunque su petición lo confunde, Henry hace lo que le indica: cierra los ojos y lleva su mente hasta las raíces que ha destruido.

Las raíces que, ahora, encuentra saludables. Ciertamente, puede distinguir los cortes que ha hecho —y que Eleven ha suturado casi a la perfección—, mas, en su aplicación práctica, los nutrientes no parecen hallar obstáculo alguno para transitar por esas vías anteriormente segadas.

Abre los ojos de vuelta, plenamente consciente de que no puede disimular su orgullo al mirarla. Ella debe notarlo, pues su sonrisa se ensancha, si bien su expresión aún deja traslucir algo de cautela.

—Eso es increíble —la alaba él, porque jamás le ofrecería nada menos que su honesta valoración en estas cuestiones—. ¿Cómo lo has aprendido?

Se encoge de hombros y Henry ve con decepción que su sonrisa se esfuma.

—Me gusta… arreglar las cosas. No romperlas.


Aunque suele esforzarse por mantener una fachada, si no cien por ciento circunspecta, al menos madura, esta vez, Henry se ve obligado a poner los ojos en blanco.

—¿En serio, Eleven?

—Te dije —retruca ella sin dudar— que podía ocuparme de lo de Billy.

Henry se lleva los dedos índice y pulgar a las sienes a la par que exhala una bocanada de aire.

—Eleven…

—No, escúchame. —El sonido de sus pisadas sobre el césped anticipan su cercanía; cuando baja la mano, ella está frente a sí, sus puños apretados, su expresión beligerante—. Yo te escuché, ahora eres quien… Quien debe escucharme.

—Te escucho —le responde él con suavidad, sus ojos fijos en ella—. Habla.

Aunque sabe que su expresión debe ser intimidante, la joven no se echa atrás:

—Entiendo lo que me mostraste y por qué lo hiciste. Entiendo… por qué me ocultaste el destino de… mi madre. —La voz se le quiebra al decirlo, mas advierte cómo se fuerza a continuar—: Pero…, Henry, necesito que sepas… —farfulla—. Necesito que sepas…

Él tan solo aguarda en silencio.

—Necesito que sepas que no me arrepiento de lo que hice.

La sensación que lo invade en ese momento es horripilante. Tal vez porque, así como años atrás se ha visto obligado a empatizar con su padre biológico, ahora siente que no le queda otra alternativa más que entender la sensación de impotencia de Brenner.

La sensación de impotencia al verse incapaz de controlarlo.

—Lo harías otra vez. —No es una pregunta.

—Sí —admite ella—. Mil… veces más. Si con eso pudiese ayudar a mi amiga.

Henry hace una mueca y aparta la vista.

—¿A tu amiga, Eleven?

—insiste ella con firmeza—. A mi amiga Max.

Henry bufa. La sonrisa de Eleven carga el peso del mundo entero. O al menos así le parece a él cuando ella se pone de puntitas para apoyar una mano contra su mejilla y, delicadamente, desliza sus dedos para limpiar la sangre aún fresca debajo de su nariz.

—Henry, lo habría hecho —repite— aunque me hubiese costado la vida.

Antes de que pueda responder a esto, deja caer su mano —sus dedos, ahora, manchados de sangre— y da un paso hacia atrás. Sus ojos castaños, no obstante, no se apartan de los suyos.

—Entonces, puedes mostrarme… tantas veces como quieras… las posibles consecuencias de mis acciones y sus peligros. Pero… ¿sabes lo que pensé, cuando vi lo que papá…? ¿Lo que Brenner le hizo a mi mamá?

Henry aprieta la mandíbula, frustrado.

—No, no lo sé: ilumíname, Eleven.

Ella no se deja amedrentar por lo ácido de sus palabras, sino que responde con convicción:

—Pensé «no puedo permitir que esto le ocurra a Henry».