LIV

Henry, quien ha vivido su vida sin nadie que verdaderamente lo comprendiese —sin nadie que hiciese el intento, en primer lugar—, se ve sobrecogido por la sinceridad de las palabras de Eleven. De hecho, se ve en la necesidad de reprimir su primer instinto: el de llevarse la mano al pecho e intentar serenar los erráticos latidos de su corazón.

Eleven, ignorante de este dilema suyo, tan solo continúa:

—Puedes amenazarme, incluso, supongo… —murmura, y luego hace una mueca—. Aunque odiaría eso, la verdad… Pero…, tal y como yo no puedo pedirte… que seas otra cosa que el depredador que eres… Así también, por mucho que lo intentes…, no podrás cambiar mi naturaleza jamás.

Henry aprieta los labios en una fina línea y pregunta, sin rastro alguno de acritud en su voz:

—¿Y cuál es esa naturaleza de la que me hablas, Eleven?

Si bien los hoyuelos que se le forman en las mejillas acentúan lo juvenil de sus facciones, Eleven parece tener infinitos años más que sus trece años cuando responde:

—La de proteger a las personas que me importan.

Siguiendo más que nada el guion instituido en su cerebro tras años de encierro y abuso, Henry responde monótonamente:

—Eres demasiado ingenua. —En verdad lo piensa, mas esto no le parece un crimen tan aberrante como horas atrás. De todas maneras, prosigue—: Si tuviese que elegir entre tú y yo, ¿sabes qué haría yo?

Eleven cierra los ojos. Su expresión es casi beatífica bajo la luz de la luna.

Los abre de vuelta.

—Una vez… me dijiste… que no preguntase aquello cuya respuesta ya conozco.

Henry no puede detenerse: desde hace años, desde el momento en que vio frente a sí la promesa de la libertad al lado de Eleven, la ambición ha ido infestando cada parte de sí. Desde entonces, se ha propuesto darle todo para luego pedírselo multiplicado por diez, sí, pero más adelante, cuando ella estuviese tan sometida que considerase seguir sus planes cuidadosamente trazados como una idea propia.

¿Y por qué no? Si es el mundo ideal para los dos.

Parte de su plan, necesariamente, incluye mentir: por ejemplo, jurarle que, si lo peor llegase a ocurrir, él la salvaría a ella, y no a sí mismo. Hacerla sentir querida, cuidada, protegida, para convertirla en el peón que necesita. Un peón valioso, sí, un peón más que similar a él y la única persona capaz de entenderlo, un peón que odiaría ver explotado en las manos de monstruos como Brenner…, pero un peón, al fin y al cabo, que no habría dudado en sacrificar de ser necesario.

Y sí, Henry está mintiendo, pero lo está haciendo todo mal; porque de hecho que está mintiendo cuando dice, con los dientes apretados:

—Entonces, sabes lo que haría, ¿no es así? Lo mejor para mí, en primer lugar, siempre. Porque es lo inteligente.

Lo inteligente. Lo inteligente sería callar, no mostrarle este lado suyo tan horrible como verdadero.

Eleven frunce el ceño.

Ah. Ahí está. Lo ha arruinado, por supuesto: no hay manera de que Eleven permanezca inmutable ante su confesión. Su confesión que, para colmo, es mentira, una mentira que descubre ahora, al pronunciar las palabras injuriosas.

Incapaz de lidiar ni con la verdad ni con el inminente rechazo, Henry le da la espalda y se dirige hacia los árboles del fondo del patio, decidido a poner distancia entre ambos.

—Henry.

Y, por supuesto que, contra toda lógica, se voltea cuando ella lo llama. En sus ojos, no obstante, no ve rechazo ni asco ni enojo.

Solo ve resignación.

—Nunca soñaría… con pretender cambiarte.

No sabe si Eleven elige ignorar o directamente no nota la obvia sorpresa que sabe que se refleja en su rostro, pues la muchacha tan solo prosigue como si nada, acortando nuevamente la distancia entre ambos:

—Conozco tu naturaleza, Henry. La conozco… a la perfección.

Henry no es ajeno a la vulnerabilidad. Claro que no: sabe lo que es estar a disposición de padres y una hermana que no ven más allá de sus narices, ser víctima de abusos físicos y psicológicos, obligarse a sí mismo a morderse la lengua y sonreír hasta hacerse sangrar con la esperanza de pasar una noche sin ser sometido a torturas físicas. No, nada de eso lo sorprende, si bien se niega rotundamente a tolerarlo en el presente.

Pero ¿esto? La sinceridad que tiñe las palabras de Eleven, su sonrisa tímida y su postura firme, el oxímoron más adorable que ha visto jamás…

El siguiente pensamiento de Henry le llega como un pacífico bálsamo, con la certeza de quien está cansado de mentirse a sí mismo y está listo para aceptar la verdad: Soy vulnerable a esta niña.

No tiene tiempo de ahondar en esta revelación cuando la voz cauta de Eleven lo distrae de sus pensamientos:

—¿Henry…?

Obligado a retornar al momento presenta, se aclara la garganta y menea la cabeza, consciente de que Eleven sigue esperando una contestación.

—No puedo ganar, ¿no es así? —resuella, disfrazando su felicidad de una frustración que en realidad ha quedado relegada a un segundo plano—. Está bien, me rindo —concede al fin—: esto es lo que haremos…


Llegan a un acuerdo: Henry le permitirá resolver sus problemas —o los de sus amigos, si así lo desea— siempre y cuando no los ponga en peligro.

—Lo que sea que piensas hacer respecto al hermano de Maxine…

—Max.

Max, de acuerdo, lo que sea que planees, adelante. Pero ten presente, Eleven, que, si algo sale mal, si sospecho, siquiera, que llegas a ponerte en riesgo por esta niña…

—Está bien —intenta tranquilizarlo ella—. Tengo un plan.

Henry hace su mayor esfuerzo por suprimir la sonrisa que amenaza con escapársele incluso ahora; en su lugar, intenta que su mirada transmita la seriedad del asunto al advertirle:

—No preguntaré más porque he elegido confiar en ti; no me defraudes.


Esa noche, acostado boca arriba en su cama, ya vistiendo sus piyamas, Henry posa sus manos sobre su estómago y entrelaza sus dedos.

No puede dejar de pensar en las palabras de Eleven. Eleven, quien ha caído en una mentira que alguna vez fue una verdad.

Estoy… feliz, advierte, capaz al fin de nombrar la calidez que siente en su pecho, que viene sintiendo desde hace algún tiempo, a decir verdad, pero que ha podido ignorar hasta hoy. La admisión es más fácil de lo que hubo podido pensar. Y bien, sí, sigue sintiéndose vulnerable, pero no de una mala manera; porque esta vez, la persona que lo hace sentir así no se ha centrado en sus planes o maquinaciones, sino que lo ha dejado todo a un lado… solo para verlo a él.

Henry se mete debajo de las sábanas y apaga la luz con un ligero movimiento de su cabeza.

Se duerme con la misma tranquilidad, la misma paz que experimentó más de veinte años atrás, cuando descubrió lo que lo hacía diferente, lo que lo hacía especial, lo que lo hacía Henry Creel.

Es lógico: hoy, después de todo, ha descubierto a alguien que lo acepta por completo, tal y como es, con todo lo que lo hace él.