Roy estaba revisando unos informes, concentrado en los detalles de cada documento, cuando escuchó un pequeño ruido frente a su escritorio. Al alzar la vista, no vio nada. Sin embargo, mientras volvía su atención a los documentos, notó unas pequeñas manos asomándose por la periferia de su visión, acompañadas de una traviesa risilla.
Antes de que pudiera hacer nada, la pila de documentos se desparramó por el suelo. El travieso y pequeño duendecillo causante de aquel desastre huyó corriendo, dejando a Roy suspirando resignado. Trabajar en casa era imposible, sin duda niños y trabajo era una mala combinación. Recogió los papeles del suelo con paciencia y decidió salir de su despacho.
Mientras se acercaba a la sala de estar, podía escuchar la aguda vocecilla de Maes, su hijo de cinco años, leyendo un cuento en voz alta. Al llegar, vio a Maes sentado junto a su madre, Riza, quien amamantaba al pequeño Matt mientras escuchaba atentamente a su hijo mayor. La escena era tierna y hogareña, pero no había rastro del indomable duendecillo que había causado el caos en su despacho.
La sala de estar estaba iluminada por la suave luz del sol que entraba por las ventanas. El ambiente era cálido y acogedor, con muebles de madera oscura y cojines de colores suaves que invitaban a la tranquilidad. En una esquina, una estantería estaba llena de libros y juguetes, testigos de las innumerables historias y juegos que llenaban la vida familiar de los Mustang.
Maes, con su pelo azabache y sus ojos brillantes, estaba completamente inmerso en el cuento que leía. Sus pequeñas manos sostenían el libro con cuidado, y su voz infantil llenaba la habitación con emoción y entusiasmo.
—"Y el perrito Pipo, fue a jugar con sus amigos el gallito Claudio y el gatito Michi" —leía Maes, sus ojos brillando con la magia de la historia.
Riza sonreía, su amor por sus hijos reflejado en cada gesto. Matt, el bebé, se acurrucaba contra ella, succionando con tranquilidad mientras sus pequeños ojos se cerraban lentamente.
Roy se acercó a su familia y vio dibujos y crayones desparramados por la mesa. Se agachó para recoger uno.
—Vaya, qué dibujos más bonitos. ¿Los has hecho tú, Maes? —preguntó Roy, sosteniendo el dibujo con una sonrisa.
Maes dejó su lectura por un momento y, al ver el dibujo, frunció el ceño.
—Son muy feos. Yo dibujo mejor —respondió, con la sinceridad propia de su edad.
Ante tal comentario, la pequeña Elisabeth, de dos años, salió de su escondite ofendida, con las mejillas sonrojadas y los ojos brillando de indignación.
—¡Yo bibujo mu bien! —protestó, cruzando los brazos sobre el pecho.
Roy sonrió al ver a su pequeña hija defendiendo su obra con tanta vehemencia.
—Ah, así que aquí está mi travieso duendecillo —dijo Roy, levantando a Elisabeth y sosteniéndola en sus brazos—. A mí me parecen unos dibujos preciosos, Eli.
Elisabeth sonrió, sintiéndose reivindicada, y abrazó a su padre.
—¡Gracias, papi! —dijo, su voz llena de satisfacción.
Riza rió suavemente, observando la interacción entre Roy y los niños.
—¿Has estado jugando en el despacho de papa otra vez, Eli? —preguntó Riza, con un tono de suave reprimenda.
Elisabeth asintió, sus ojos llenos de travesura.
—Sí, mami y le dado un SUSTO —admitió, con una sonrisa inocente .
Roy besó la mejilla de Elisabeth y la bajó para que pudiera seguir jugando.
—Bueno, has hecho un gran trabajo. Pero recuerda, hay que recoger después de jugar, ¿de acuerdo? —dijo Roy, su voz suave pero firme.
Elisabeth asintió con entusiasmo.
—¡Sí, papi! —respondió, corriendo de vuelta a sus crayones.
Maes observó la escena y luego miró a su padre.
—Papá, ¿puedo seguir leyendo el cuento? —preguntó, con una mezcla de orgullo y seriedad.
Roy asintió, sonriendo a su hijo.
—Por supuesto, campeón. Eres un gran lector —dijo, acariciando la cabeza de Maes.
—Es que ya soy grande —respondió Maes con orgullo.
—Todo un hombre y un hermano mayor de categoría —agregó Roy, su voz llena de ternura y orgullo.
La sala de estar estaba llena de calidez y amor, un reflejo perfecto de la vida que Roy y Riza habían construido juntos. Los juguetes desparramados, los crayones y los libros de cuentos eran testigos de una familia feliz y unida.
Roy se sentó junto a Riza, rodeándola con un brazo mientras observaban a sus hijos jugar y leer. Riza se recargó en el hombro de Roy, acariciando el sedoso cabello del recién nacido, Matt, que empezaba a verse vencido por el sueño. La luz suave del atardecer bañaba la habitación, realzando la atmósfera de paz y serenidad.
—¿Sabes, Roy? —dijo Riza en voz baja, sin apartar la vista de sus hijos—. A veces pienso en lo lejos que hemos llegado, en todo lo que hemos pasado. Y cada vez me siento más agradecida por estos momentos.
Roy apretó suavemente su brazo alrededor de ella, sintiendo la misma gratitud.
—Yo también, Riza. Estos momentos hacen que todo valga la pena —respondió, su voz llena de emoción.
Elisabeth, después de terminar un nuevo dibujo, se acercó con él en la mano.
—¡Mira, mami! ¡Mira, papi! —dijo, mostrando orgullosa su obra de arte.
Riza y Roy miraron el dibujo. Era un colorido y alegre retrato de toda la familia: Roy, Riza, Maes, Matt y ella misma, todos de la mano y sonriendo bajo un gran sol amarillo.
—Es precioso, Eli —dijo Riza, sonriendo ampliamente—. Lo pondremos en la nevera para que todos lo vean.
Elisabeth sonrió, satisfecha con el reconocimiento.
—¡Sí! —exclamó, antes de volver corriendo a sus crayones.
Maes, terminando su lectura, cerró el libro y se acomodó junto a su madre, observando al pequeño Matt que ahora dormía profundamente en sus brazos.
—Mamá, ¿hoy venía el abuelo a cenar? —preguntó Maes, con esperanza en sus ojos.
Riza acarició el rostro de Maes y le dio un beso en la frente.
—Claro que sí, Maes. Y no solo el abuelo, también la abuela Christmas, tía Rebecca, Havoc, Breda, Fuery y creo que hasta el Mayor Armstrong dijo que vendría —respondió, viendo cómo conforme nombraba a sus invitados, el rostro de Maes se iluminaba de alegría.
—¡Qué bien! ¡Va a ser una cena muy divertida! —exclamó Maes, con una sonrisa radiante.
—¡Yo quiero que la belita traiga chuches! —dijo Elisabeth con entusiasmo, levantando las manos.
—De eso nada, señorita —reprendió Riza suavemente, mirándola con una mezcla de ternura y firmeza—. No podemos llenar la cena de dulces.
Elisabeth frunció el ceño, pero pronto se le pasó y sonrió de nuevo, sabiendo que la noche estaría llena de otras sorpresas.
La tarde continuó con preparativos, risas y emoción. Riza y Roy trabajaban juntos, organizando todo para la llegada de los invitados. La casa se llenaba de aromas deliciosos y un ambiente festivo.
Finalmente, los invitados comenzaron a llegar. Grumman fue el primero en cruzar la puerta, su porte suavizado por la sonrisa que dedicó a sus bisnietos.
—¡Abuelo! —gritó Maes, corriendo a abrazarlo.
Grumman levantó a Maes en sus brazos, riendo con alegría.
—¡Hola, campeón! —dijo, abrazando a su nieto con cariño.
Madame Christmas llegó poco después, trayendo consigo una energía contagiosa y un pequeño paquete de dulces escondido en su bolso, guiñando un ojo a Elisabeth.
—¡Abuela Christmas! —exclamó Elisabeth, corriendo hacia ella.
—Hola, pequeña. ¿Cómo está mi artista favorita? —preguntó, entregándole discretamente el paquete de dulces.
—Muy bien, abuela. ¡Gracias! —respondió Elisabeth con una sonrisa traviesa.
Riza, notando el intercambio, decidió dejarlo pasar esta vez. Era una noche especial, después de todo.
Rebecca, Havoc, Breda y Fuery llegaron juntos, llenando la casa con risas y anécdotas. El Mayor Armstrong llegó con su presencia majestuosa y un gran ramo de flores para Riza, que lo recibió con una sonrisa cálida.
—Gracias, Mayor Armstrong. Es un placer tenerlo aquí —dijo Riza.
—El placer es mío, teniente. Permítame el atrevimiento de decirle que la maternidad le sienta muy bien —respondió Armstrong, con una reverencia teatral que hizo reír a todos—. ¿Dónde está el pequeño?
Riza rió, sabiendo que la predilección de Armstrong por los niños era un secreto a voces. Pero aún así, le sorprendía que un hombre tan grande e imponente tuviese un interior tan tierno.
—Está en la sala de estar con su hermano y su hermana. Estoy segura de que estarán encantados de verlo —dijo Riza, señalando hacia la sala.
Armstrong asintió con entusiasmo y se dirigió hacia la sala, donde los niños jugaban. Al verlo entrar, Maes y Elisabeth corrieron hacia él con alegría.
—¡Mayor Armstrong! —gritó Maes, abrazando una de las piernas del imponente hombre.
—¡Hola, pequeños! —respondió Armstrong, agachándose para estar a su altura—. ¿Qué tal estáis? ¿Os habéis portado bien?
Elisabeth asintió vigorosamente, sus coletitas negras rebotando con el movimiento.
—Sí, me he portado muy bien. ¡Mira mi dibujo! —dijo, mostrándole orgullosa su última obra de arte.
Armstrong observó el dibujo con interés genuino, asintiendo con aprobación.
—Es maravilloso, Elisabeth. Digno de una galería de arte —dijo, sonriendo.
Mientras los niños mostraban sus dibujos y reían, en otra parte del salón, Grumman y Madame Christmas estaban inmersos en una discusión animada sobre a quién se parecían más sus nietos.
—Te digo que Maes tiene los ojos de Riza. Son exactamente del mismo color y tienen esa misma mirada intensa —insistió Grumman, señalando a Maes que jugaba cerca de la chimenea.
Madame Christmas, con una sonrisa astuta, negó con la cabeza.
—No, no. Maes puede que tenga el color de los ojos de Riza, pero lo demás es todo de Roy sobre todo esa sonrisa pícara. Y mira a Elisabeth, tiene la misma determinación que Roy cuando era pequeño si hubiese nacido niña seria igualita —dijo, cruzando los brazos.
—¿Determinación? Yo lo llamaría testarudez. Y Matt, el pequeño Matt, tiene la calma de Riza. Se nota en cómo duerme plácidamente, sin preocuparse por el mundo —respondió Grumman, con una sonrisa nostálgica.
—Matt tiene seis días Grumman todos los bebes duermen plácidamente. Pero su forma de fruncir el ceño, eso es puro Roy —replicó Madame Christmas, riendo suavemente.
Riza, al escuchar la conversación, se acercó con una sonrisa.
—Veo que están debatiendo sobre los niños otra vez —dijo, riendo.
Grumman asintió, sus ojos brillando con orgullo.
—Es un debate interminable. Pero lo más importante es que son una mezcla perfecta de ambos —dijo, mirando a Riza con cariño.
Madame Christmas asintió, con una mirada afectuosa.
—Así es. Tienen lo mejor de los dos. Y lo más importante, están creciendo en un hogar lleno de amor —dijo, con una sonrisa cálida.
Mientras tanto, en la cocina, Rebecca, Havoc, Breda y Fuery ayudaban a Roy con los últimos preparativos para la cena. La atmósfera estaba cargada de camaradería y recuerdos compartidos.
—¿Recuerdas aquella vez en East City, cuando Havoc intentó... —comenzó Breda, riendo antes de poder terminar la frase?
—No necesitamos revivir todas mis meteduras de pata, Breda —interrumpió Havoc, fingiendo estar ofendido, lo que solo provocó más risas.
Roy observó a sus amigos, sintiéndose agradecido por tenerlos en su vida. La presencia de todos sus seres queridos bajo el mismo techo le recordaba lo afortunado que era.
Cuando todos estuvieron reunidos en el comedor, la mesa estaba llena de platos deliciosos y el ambiente se llenaba de risas y conversaciones animadas. Grumman tomó la palabra para ofrecer un brindis.
—A la familia y a los amigos, que hacen que la vida valga la pena. Salud —dijo, levantando su copa.
—¡Salud! —respondieron todos, levantando sus copas.
La cena siguió su curso, llena de historias, anécdotas y momentos de alegría. Los niños correteaban alrededor de la mesa, disfrutando de la compañía de sus seres queridos. Riza y Roy se miraron a través de la mesa, compartiendo una sonrisa llena de amor y satisfacción.
Mientras la noche avanzaba y las estrellas brillaban en el cielo, la familia Mustang y sus amigos disfrutaban de la compañía mutua, sabiendo que, sin importar lo que el futuro les deparara, siempre tendrían estos momentos de felicidad compartida.
—Este es el verdadero significado de hogar —murmuró Roy, tomando la mano de Riza bajo la mesa.
—Sí, lo es —respondió Riza, apretando suavemente su mano.
