Alexandra Dan-Vers se agachó, quedando en cuclillas. Observó las marcas sobre la tierra; eran apenas distinguibles pero podía leerlas. No más de una docena y uno de ellos estaba herido. Levantó la mirada hacia el bosque. Quedaban pocas horas de luz, y aún si el tiempo hubiese estado a su favor, no tenía sentido seguirlos. Llevaban demasiada ventaja.
Apretó los dientes, intentando contener la bronca. Las huellas de la emboscada que habían encontrado horas antes explicaban la desaparición de una de las patrullas del fuerte. Y aquel rastro que venían siguiendo desde entonces, terminaba de contar la historia.
—Alex…
Alexandra giró su cabeza sobre su hombro, levantando la mirada hacia la mujer a sus espaldas.
—Demasiados días de ventaja. No tiene sentido internarnos en los bosques, no vamos a encontrarlos.
—¿Volvemos al fuerte?
—No. Quiero volver al lugar de la emboscada. —Sam no dijo palabra. Alexandra se levantó, girándose hacia ella— Creo que si buscamos en los alrededores podemos encontrarlos.
—Los das por muertos.
—Sabes bien que es así, Sam. Creo que el panorama está bastante claro. Nos faltan los por qué, pero a estas alturas no quedan demasiadas dudas sobre lo que ocurrió.
—Los por qué van a ser difíciles de encontrar si no tenemos testigos ni prisioneros que interrogar.
—No podemos arriesgarnos a cruzar hacia Daxam. Lo viste con tus propios ojos, hay demasiado movimiento del otro lado de la frontera.
Las dos mujeres comenzaron a caminar hacia el grueso del grupo, que aprovechaba la parada para hacer buen uso de las provisiones que acarreaban.
—Me gustaría intercambiar algunas palabras más con el sargento del Fuerte.
—Alex… No creo que tenga nada que ver con todo esto.
—Quizás, pero no puso demasiado esfuerzo en enviar mensaje una vez que perdieron la patrulla.
—Dos mensajeros, ninguna respuesta llegó. Lo escuchaste, las deserciones por estos lares no son poco comunes.
—Cualquiera con dos dedos de frente entendería que el mensaje estaba siendo interceptado, Sam. Conformarse con una explicación tan vaga no habla muy bien del hombre.
—¿No crees que estás esperando demasiado de un simple sargento? Especialmente aquí. El fuerte está lleno de soldados o muy verdes, o muy viejos.
Alexandra tomó asiento sobre uno de los troncos que habían acomodado alrededor del fuego. Rescató un pedazo de carne seca de su bolsa, comenzando a masticarla con lentitud.
—Siguen siendo soldados. Y servir a la Corona sigue siendo su deber. Que no estuviesen aptos para la guerra no significa que los enviamos aquí a engordar y perder el tiempo.
La mujer se sentó a su costado, asintiendo.
—Son varias horas hasta el lugar de la emboscada… ¿Prefieres hacer noche aquí?
—Aquí está bien, pero que no se acomoden demasiado. Marchamos con la primera luz.
Sam tomó una rama del suelo, metiéndola entre las brasas, moviéndola sin demasiadas ganas. Después de tantos años al servicio de la Capitana, sabía bien cuando era mejor guardar silencio.
Kara Zor-El se acomodó sobre la silla, intentando aplacar sus nervios. Recibir a sus padres de manera formal, rodeados de la guardia y demás personajes de importancia, era diferente a darles la bienvenida cuando solo eran ellos tres en una misma habitación. Siempre habían tenido una buena relación, más con su padre que con su madre, si se atrevía a admitirlo, pero aún así, a veces le costaba sostener el peso de las expectativas que ponían sobre sus hombros. Al menos, esta vez, no había asuntos urgentes que tratar. Algo bien distinto a la rutina que por años y más años de guerra habían sostenido.
Kara soltó un suspiró, echando su cabeza hacia atrás.
No entendía bien la ansiedad que aquella bienvenida le levantaba en el pecho. Sin duda habían tenido docenas de momentos peores que aquel, cuando al fin iban a reunirse en tiempos de paz.
Era la misma sensación que le trepaba por dentro cada vez que tenía que enfrentarlo a solas. No había una explicación clara, no encontraba motivo para sentirse en falta. Había cumplido con su deber durante la guerra, y ahora en la paz, había terminado aceptando su destino. Cada paso que había dado durante su vida, lo había hecho siguiendo las órdenes que le habían dado. No era más que una niña la primera vez que su padre, siguiendo el consejo de Astra, le había hecho pisar su primer campo de batalla. Pocos meses después, su espada probaba la sangre por primera vez. Y desde entonces, Kara no hacía más que llevar adelante cada responsabilidad que le caía encima.
Bajó su mano sobre su rodilla, obligando a su pierna a dejar de moverse. Ya no era una criatura. Los primeros años habían sido difíciles, era cierto, pero a sus veintiséis años, Kara Zor-El tenía ya más de una década de experiencia bajo su cinto. Forjarse un nombre propio le había tomado tiempo. Ganarse el respeto de sus hombres y mujeres en los campos de batalla no había sido una tarea sencilla, pero Astra se había asegurado de empujarla por el camino correcto, cerrándole cada atajo que su condición real pudiese otorgarle, sabiendo que entre soldados, valía más el coraje y la camaradería que la corona que un día iba a cubrir su cabeza. Su tía no se había equivocado.
Movió la mirada a su antebrazo descubierto. A la vieja herida que se perdía bajo su camisa arremangada. Una más de las tantas. Ni su padre ni Astra tenían argumento para reproches. Kara había transitado con honor el camino que le habían impuesto.
Escuchó los pasos acercándose, y cuando las puertas se abrieron, Kara Zor-El se encontraba ya en medio de la sala, su espalda recta, su mirada al frente. Vio a su madre entrar, y como siempre, detrás y bien cerca, su padre siguiéndola. Esperó a que los guardias abandonaran la habitación antes de avanzar hacia ellos.
—Me alegra que al fin estén en casa.
Zor-El negó, subiendo su mano hasta el hombro de su esposa.
—Kara, no enfades a tu madre.
Kara Zor-El resopló, pero en cuanto Alura abrió sus brazos, respondió al llamado. Llegó a ella en dos largos pasos, envolviéndola en un fuerte abrazo, escondiendo su rostro sobre el hombro de su madre.
—También te extrañé, cariño. —Después de una pausa, Alura la tomó por los costados de sus brazos, apartándola lentamente— Deja que te vea… ¿Comes bien? Tienes cansancio en el rostro.
—Como de más, madre, y lo sabes. El cansancio es bien ganado, estuve en la arena buena parte del día.
—¿Y al templo le dedicas las mismas horas que a la espada?
La risa de Zor-El se escuchó a sus espaldas. Kara no contestó, girándose hacia su padre, que se había acodado sobre el hogar de la habitación.
—No la atosigues, Alura. Estoy seguro que Kara no olvida sus rezos.
Alura negó con su cabeza varias veces, y caminó hacia su esposo, sentándose en una de las sillas frente al fuego.
—Qué siempre terminen siendo mayoría no significa que tengan razón. Ven, Kara. Siéntate.
Kara hizo caso, pasando una mirada cómplice hacia su padre.
—¿Cómo está mi hermana? Llevaba el semblante bien serio hoy.
—Lo dices como si fuese una novedad, madre.
—Kara… Muestra respeto.
Zor-El se despegó del hogar, ocupando la última silla vacía, paseando la mirada entre las dos antes de intervenir.
—Que reine la calma. Vas a ver a tu hermana mañana. —Se acomodó contra el respaldo, sonriendo hacia su hija— ¿En que gastas tus horas ahora que tenemos paz?
—No demasiado. Lo he dicho ya… manteniendo el brazo de mi espada en forma.
El Rey desvió la mirada hacia su esposa, antes de contestar.
—¿Me guardas rencor, Kara?
Kara Zor-El bajó la vista. Había esperado no tener que caer en aquella discusión esa misma noche, pero si había algo que su padre no hacía, era dar vueltas sobre los asuntos que merecían atención.
—No. No lo hago. Entiendo las razones-
—Se honesta con tu padre, Kara Zor-El.
Kara soltó el aire, estirándose hacia atrás, encontrando la calma antes de responder.
—Quizás. No lo sé aún. No es justo, y creo que ambos lo saben. Pero no miento cuando digo que entiendo las razones detrás.
Zor-El tardó en contestar, pesando cada una de las palabras que su hija acababa de soltar.
—No estaba en mis planes llegar a un acuerdo semejante. Y me cuesta decir que el precio valga la paz, porque no soy yo quién lo está pagando. Pero es el peso que nos toca, Kara.
—Lo sé. Lo acepto. Estoy intentando hacerlo funcionar.
Alura carraspeó, lanzando una mirada furtiva hacia su esposo.
—Kara… Lena Luthor no es de confianza. Tienes que entender que tu matrimonio va a ser diferente-
Kara levantó una de sus manos, interrumpiendo a su madre.
—Voy a cumplir con mi deber, pero nadie va a decirme en que formas.
—Escucha a tu madre. Lex Luthor no da puntada sin hilo. Este pacto puede esconder más detrás. No dejes que el enojo nuble tu juicio.
—¡No es enojo! —Alura extendió su mano, llegando al antebrazo de su esposo, apretándolo suavemente. El silencio cayó en la habitación. Por un momento, Kara no pudo escuchar más que sus propios latidos. —Lena no es su hermano. Antes de arrojarla en la misma bolsa voy a sacar mis propias conclusiones.
—Sueltas su nombre con confianza —La mirada de Alura había vuelto a su hija— ¿Ella te nombra en las mismas formas?
—Estamos intentando conocernos.
—Ya veo.
Otro silencio los envolvió. Fue Zor-El quién lo rompió esta vez, poniéndose de pie, estirando su mano hacia su esposa.
—Izhao, ve a descansar. Rao sabe que el viaje fue largo. No voy a tardar en seguirte.
Alura le sostuvo la mirada a su esposo por varios segundos, antes de aceptar su mano y levantarse. Se acercó a su hija, bajando un beso sobre su frente, y sin soltar una sola palabra más, abandonó la habitación. Zor-El no le quitó la mirada de encima hasta verla desaparecer tras las puertas. Solo entonces volvió a su hija.
—¿Dónde esta Alexandra, Kara?
—En el norte.
—¿Sabe Astra?
—No.
Zor-El volvió a sentarse, estirando sus piernas, cruzándolas.
—¿Es por las aldeas?
—Sí.
—Habla. No me hagas arrancarte las palabras.
Kara asintió lentamente con su cabeza, cruzando sus brazos sobre su pecho, perdiendo la mirada en el fuego.
—Alex cree que algo sucede en el norte. Que los ataques no son solo pillaje o ecos de la guerra. Insistió en que era importante asegurarnos de que nada se está cocinando en nuestras fronteras sin que tengamos idea alguna. Me pareció prudente dejarla ir.
—No estoy juzgando tus decisiones. Solo me despierta curiosidad verte dar órdenes a las espaldas de Astra.
—¿Qué intentas decir con eso, padre?
—Lo que digo. Siempre has tenido buena relación con tu tía, a pesar del temperamento que lamentablemente ambas cargan. No puedes discutirme que eso lo heredas del lado de tu madre.
—Tu esposa opina exactamente lo mismo pero al revés.
Zor-El rió, estirándose aún más en su silla.
—Quizás Alex hace bien en querer ver con sus propios ojos… no sería la primera vez que nos prestase buen servicio.
Kara ladeó su cabeza, frunciendo el ceño, intentando adivinar el gesto en el rostro de su padre.
—No estás hablando por hablar. Algo sucede. Dime qué es.
—Llegan rumores desde Daxam. Puede que Rhea esté acercándose a Lex Luthor.
—Rhea lleva años coqueteando con la idea, no entiendo por qué ahora te preocupa.
Zor-El bajó ambas manos a sus muslos, masajeándolos, perdiéndose por un momento.
—Temo que la paz no sea más que un espejismo. Una artimaña para ganar tiempo…
—Si eso es lo que crees, ¿Por qué aceptaste firmar la paz?
El Rey se puso en pie, volviendo hacia el hogar, acodándose una vez más sobre el saliente de piedra.
—Porque teníamos las mismas razones que Lex Luthor podía tener para querer una tregua. Sin contar las hambrunas, las pestes, las arcas vaciándose… Sabes de sobra que hoy más que nunca cada vida perdida es un precio demasiado alto.
Kara no contestó, pero sabía bien de que hablaba su padre. Ya no era secreto. Hacía años que en Krypton los fallecimientos ganaban ventaja sobre los nacimientos. Lentamente, la población del Reino decaía. Un problema al que no encontraban explicación ni solución, y que muy a pesar de Astra, nadie estaba demasiado dispuesto a enfrentar.
—No sé si he tomado la decisión correcta, Kara. Quizás la paz sea real… pero si no lo es, entonces le he dado a nuestros enemigos el tiempo que necesitaban.
—Si de verdad piensas así, padre, deberíamos usar el tiempo que tengamos en las misma forma que nuestros enemigos lo están usando.
—En eso, tienes razón. El viaje de tu madre no fue solo por placer. Jor-El viaja hacia la isla.
—¿Vathlo? ¿Crees que nuestros esfuerzos deberían recaer en ellos? Después del incidente, quiero decir.
—Nada que no pueda arreglarse.
Kara se levantó, acercándose a la otra punta del hogar, acodándose sobre el saliente con el mismo gesto que su padre.
—¿Vas a decir lo que sigues callando, padre?
Una mueca de resignación cubrió el rostro de Zor-El. El Rey bajó la mirada, soltando el aire.
—No puedes decirle a tu madre.
Kara estiró sus hombros hacia atrás, clavando sus ojos sobre el Rey. Aquel pedido no era uno que había escuchado antes. Sus padres no mantenían secretos entre ellos.
—¿Qué ocurre?
—Es… Astra. No es novedad que tu tía y yo tenemos varios desacuerdos sobre cuáles son las prioridades de este Reino, y que formas hemos de seguir… Y aunque la guerra nos dio un frente común, las diferencias aún persisten.
—Hablas la verdad, es una historia vieja ya.
—Sí… pero creo que un nuevo capítulo comienza, Kara. —Zor-El volvió la mirada hacia su hija— Tengo razones para creer que Astra busca más que dirigir los ejércitos de Krypton. Y la guerra le deja de botín la lealtad inquebrantable de nuestros soldados.
Kara negó varias veces, separándose del hogar.
—Te equivocas. La lealtad de nuestros hombres y nuestras mujeres te pertenece. Y Astra… Sé que a veces puede ser demasiado, pero tiene honor. Lo que implicas va en contra de cada juramento que dio en su vida.
—Astra es honorable, te lo concedo. Pero sus ideas crecen en dirección contraria a las mías. Y siento que ha tomado como misión el salvar este Reino de lo que ella cree es una destrucción inevitable… Dime, la conoces mejor que nadie, Kara. ¿Hasta dónde crees que llegaría si de salvar Krypton se tratase?
—Lo que implicas es traición. Y dada la pena que conlleva, espero que no sean solo rumores lo que sale de tus labios. ¿Cuáles son las pruebas?
Zor-El soltó una risa corta, antes de despegarse del saliente, caminando hacia el centro de la habitación, no sin antes dejar un par de palmadas sobre el hombro de su hija.
—Te he enseñado bien. No hay pruebas, debería llamarme a silencio. Pero no hay tribunal aquí, Kara. Solo un hombre viejo hablando con su hija.
—El Rey de Krypton.
—De momento —Zor-El se giró. Por un instante, Kara creyó verlo envejecer frente a sus ojos— ¿Te complace Lena Luthor?
—¿Qué clase de pregunta es esa?
—¿Crees que puedes tomarla como esposa de buena manera?
—¿Tengo opción?
Zor-El hizo silencio, revisando la expresión sobre el rostro de su hija.
—Siempre. La ceremonia tiene que ser, pero no necesitas respetar el juramento. Rao sabe que no estás haciéndolo por voto propio. Nadie te culparía si elijes compañía fuera del lecho matrimonial. —Kara quiso decir, pero nada salió. Se giró lentamente hacia su padre intentando comprender lo que salía de su boca— La guerra ya se llevó buena parte de tu juventud, Kara. No dejes que la paz se lleve el resto.
—¿Estoy despierta? ¿Estás pidiéndome que tome concubina? ¿Quieres volver al tiempo de tus abuelos?
—La discreción sería una necesidad. Solo estoy recordándote que tienes opciones. Que Lena Luthor no es la única mujer que tienes derecho a tomar.
Kara Zor-El llevó ambas manos tras sus espaldas, apretándolas. Su semblante se endureció y el esfuerzo por guardarse las palabras se dejó ver en sus gestos. Su padre esperó, sin correrle la mirada.
—No necesito concubina. Lena Luthor me complace.
—Son palabras que debían ser dichas. No estoy buscando ofenderte.
—Si no me necesitas, creo que es tarde ya…
—Quiero que mantengas tus ojos sobre Astra.
—¿Quieres que la espíe?
Zor-El se giró, quedando frente a la ventana. Fuera, solo las luces de las antorchas iluminaban los patios.
—Es una orden, Kara.
El Rey escuchó los pasos de su hija alejándose. No movió la vista de los cristales. No se inmutó cuando el portazo rompió el silencio del Palacio.
Alexandra tiró de las riendas con suavidad, bajando el galope. Su montura respondió, resoplando y trotando colina abajo. Paseó la mirada por los alrededores; era el sitio que los lugareños le habían marcado. A poca distancia, entre las rocas, distinguió un brillo metálico sobre los suelos. No perdió el tiempo, desmontando y caminando hacia allí. La fíbula criptonita yacía en el fango. La levantó con cuidado, limpiándola en su guante, observándola de cerca antes de apretarla en su puño. Detrás de las rocas, divisó la abertura. El olor en el aire le hacía saber que los había encontrado. Podía escuchar los cascos de la montura de Sam acercándose al galope, pero no la esperó, adelantándose hacia la entrada de la cueva.
La luz de su antorcha alejaba la oscuridad, pero el hedor era imposible de pelear. Alexandra levantó su mano libre, tapando su nariz, intentando espantar los olores. Varios cadáveres se amontonaban al fondo de la caverna. Se acercó, agachándose frente al primero, bajando su luz. La muerte no era una visión lejana para la Capitana, sino más bien una presencia constante después de tantos años de guerra. Demasiadas veces la había visto de cerca, pero allí, había algo diferente. Observó las heridas del muchacho y entendió que probablemente llevaba días muerto. No había sido rápido. Notó las marcas en sus muñecas y en sus tobillos. Levantó la mirada hacia los demás y se enderezó, acercándose a ellos. Por lo que podía adivinar, la mayor parte había muerto en combate. Pero había varios que mostraban los mismos signos que el joven soldado. Contó once, y se giró, buscando en cada costado por el cuerpo ausente. No estaba allí, faltaba uno.
—Alexandra…
La Capitana se dio la vuelta. Sam la observaba, sus ojos fijos en la pila de cadáveres.
—Dime que falta, Sam.
—Armas y armaduras… —La mujer caminó hacia su Capitana, tomándose un momento para observar el escenario macabro frente a ellas— Son solo once.
—Mira las heridas.
—Llevan días pudriéndose aquí, Alex…
—Míralas.
Sam levantó la mirada hacia Alex. Asintió con su cabeza y acto seguido, se agachó frente al muchacho.
—Es… ¿Veneno quizás? —Acercó su antorcha, alumbrando las heridas en el torso del joven soldado— El olor… todavía se adivina… ¿Dulce?
—Como los hombres del continente cuando se les oscurece la sangre. Algo no está bien aquí, Sam.
—No todos murieron el mismo día.
—No. Creo que los hicieron durar, al menos a los que no cayeron en combate. Mira las marcas en sus muñecas. Y el que falta… quizás todavía lo tienen.
—¿Qué sentido tiene?
—Las armas y armaduras… es obvio. No es pillaje, probablemente las usaron para atacar la aldea vistiendo nuestros colores. Pero tomaron prisionero aquí. Y perdieron tiempo, con los heridos.
—Quizás los dieron por muertos.
—No. Creo que los mantuvieron vivos durante días.
Sam se apartó del cadáver, dando varios pasos hacia atrás, sin poder correr la mirada.
—Son solo reclutas, pero siguen siendo criptonitas. Una docena de criptonitas, Alex… ¿Crees que los emboscaron mientras dormían? O quizás aún no hemos encontrado a sus caídos... pero si hubiesen sido suficientes para llevar a cabo esta masacre lo sabríamos… Dijiste que no pasaban la docena.
—Y lo sigo diciendo. No eran demasiados. Quizás los tomaron por sorpresa… pero lo dudo. Algo huele mal aquí.
—¿Además de la pila de cadáveres?
Alexandra Dan-Vers endureció la mirada, fijándola sobre la mujer, que poco tardó en agachar la cabeza.
—Lo siento… —Sam hizo una pausa. Alex la vió bajar su antorcha, intentando alumbrar los suelos. La vio agacharse con apuro y comenzar a remover el barro bajo sus pies— ¡Rao!
La Capitana dio un paso hacia la mujer.
—¿Estás bien?
Sam estiró su mano, mostrando el corte en su guante de cuero que comenzaba a teñirse de rojo. Alexandra bajó su antorcha, encontrando el filo que sobresalía desde el barro. Se agachó y con cuidado, lo tomó entre dos de sus dedos. Nunca antes había visto un metal así. El verde de la hoja parecía encenderse con violencia bajo la luz de las antorchas, brillaba como si aun estuviese en los fuegos de la forja.
—¿Es… metal? ¿Crees que es veneno? Estoy jodida si es veneno…
—¿Qué veneno, Sam? ¿Qué veneno conoces que pueda hacernos algo así?
La mujer apretaba su puño, conteniendo la herida. Alex la vio desviar la mirada hacia la pila de cadáveres.
—No lo sé… si no lo sabes tú, quién.
—No hay veneno así, Sam. Y menos que menos uno que puedas llevar en una daga —Alex abandonó la antorcha sobre los suelos, rebuscando con su mano libre en su bolsa. Tomó un paño y con cuidado, envolvió el cuchillo— Quizás mi madre pueda decirnos más.
—Alex…
—No tenemos tiempo de enterrarlos ahora, si queremos volver al campamento antes de que caiga la noche, tenemos que marchar…
—Alex.
La antorcha que Sam sostenía cayó al suelo. Alex levantó la mirada.
—¿Qué haces?
—Algo está mal… es… está quemándome.
Sam estiró su mano, la herida sangraba con ganas. La Capitana tomó su muñeca, removiendo el guante con cuidado. Apurada, desprendió la bota de su cinto, tomando el tapón entre sus dientes y dejando que el agua corriese sobre el corte. No era una herida profunda, pero los bordes comenzaban a mostrar un color enfermizo. Volvió la mirada hacia Sam. Podía ver el sudor comenzando a bajar sobre la frente de la mujer.
—Tenemos que volver —Alex vendó la herida con prisa. La piel que tocaba comenzaba a afiebrarse— Sea lo que sea, vamos a arreglarlo. Es solo un corte… Mírame —Unos ojos asustados obedecieron— No es más que un corte. Los atravesaron de par en par, Sam. Ninguno murió por un simple corte. Vamos. Levántate.
Alex tomó una de las antorchas y ayudó a la mujer a enderezarse. Se alejaron las dos hacia la salida, sin volver la vista atrás. Sintió alivio en cuanto la luz del día le llegó de lleno. Apagó la antorcha, asfixiándola en el barro y acercándose a su montura. Sam la seguía a corta distancia.
—Son solo horas hasta el campamento, Sam.
La Capitana montó su caballo, esperando a que la mujer hiciese lo mismo. La vio trabar su bota en los estribos.
—¿Necesitas ayuda?
Sam negó con su cabeza, con su mano sana tomando el fuste, intentando ganar impulso. Alex lo supo antes de que sucediese, y sin esperar, desmontó de un salto y se apuró hacia la mujer, llegando a ella justo antes de que cayese a los suelos. La tomó por debajo de sus brazos, ayudándola a sentarse.
—Está bien, Sam. Montas conmigo.
—Alex creo que-
—No dices más, guarda las fuerzas. Vas a estar bien, ya verás.
Alexandra Dan-Vers la escuchó responder entre balbuceos, pero ya no dio respuesta. Logró, no con poco esfuerzo, acomodar a la mujer sobre la silla y con agilidad, montó detrás, asegurándola entre sus brazos. Golpeó los costados de la bestia con sus talones, e intentando no prestar atención a las quejas de dolor, se dio al galope.
